Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Anson irrumpió en el cuarto, le estrechó la mano y le pidió que se sentara. Era un hombre menudo y compacto de unos cuarenta y cinco años, con un traje cruzado y el bigote más pulcro que Campbell había visto nunca: sus guías parecían meras ampliaciones de la nariz y el conjunto cuadraba con el triángulo del labio superior, como comprado por catálogo y después de tomar unas medidas exactas. Llevaba la corbata sujeta con un alfiler de oro en forma del nudo de Stafford. Esto proclamaba lo que todos ya sabían: el honorable capitán George Augustus Anson, jefe de la policía desde 1888, lugarteniente del condado desde 1900, era un hombre de Staffordshire de los pies a la cabeza. Campbell, que pertenecía a la hornada más reciente de policías profesionales, no comprendía por qué el jefe de las fuerzas policiales debía ser el único aficionado entre sus huestes; pero muchas cosas en el funcionamiento de la sociedad le parecían arbitrarias, basadas más en prejuicios antiguos que en la sensatez moderna. Con todo, Anson era respetado por sus subordinados; tenía fama de respaldar a sus oficiales.

– Campbell, habrá adivinado por qué le he pedido que venga.

– Supongo que por las mutilaciones, señor.

– En efecto. ¿Cuántas son ya?

Campbell había ensayado esta parte, pero aun así consultó su libreta.

– El 2 de febrero, un caballo valioso, propiedad de Joseph Holmes. El 2 de abril, una jaca del señor Thomas, con un desgarrón idéntico. El 4 de mayo, una vaca de la señora Bungay recibió el mismo trato. Dos semanas después, el 18 de mayo, un caballo de Badger fue terriblemente mutilado, así como cinco ovejas esa misma noche. Y la semana pasada, el 6 de junio, dos vacas propiedad de Lockyer.

– ¿Todos por la noche?

– Todos.

– ¿Alguna pauta reconocible en los sucesos?

– Todos los ataques se produjeron en un radio de cinco kilómetros de Wyrley. Y… no sé si es una pauta, pero todos ocurrieron en la primera semana del mes. Excepto el del 18 de mayo. -Campbell sabía que Anson no le quitaba el ojo de encima, y se apresuró-. El método empleado en todos los ataques, sin embargo, es en gran medida coherente.

– Una coherencia repulsiva, sin duda.

Campbell miró al jefe, inseguro de si quería o no conocer los detalles. Entendió que el silencio entrañaba una afirmación pesarosa.

– Los desgarraron por debajo de la panza. Mediante un corte transversal y, casi siempre, único. Las vacas…, a las vacas también les mutilaron las ubres. Y les infligieron daños en… los genitales, señor.

– Cuesta dar crédito, ¿no le parece, Campbell?, a una crueldad tan sin sentido con animales indefensos.

Campbell hizo como que no estaban sentados debajo del ojo vidrioso y la cabeza cortada de un alce europeo o americano.

– Sí, señor.

– Así que estamos buscando a un maníaco con un cuchillo.

– No es probable que sea un cuchillo, señor. Hablé con el veterinario que se ocupó de las mutilaciones últimas, porque el caballo de Holmes fue tratado por entonces como un incidente aislado, y estaba perplejo en cuanto al instrumento utilizado. Debía de ser muy afilado, pero por otro lado sólo penetraba en la piel y la primera capa de músculo.

– ¿Y por qué no un cuchillo?

– Porque un cuchillo, uno de carnicero, pongamos, habría penetrado más adentro. En algún punto, al menos. Un cuchillo habría abierto las tripas. Ninguno de los animales murió en el ataque. No en el momento. O bien se desangraron o los encontraron en tal estado que hubo que sacrificarlos.

– ¿Y si no fue un cuchillo?

– Algo que corte con facilidad pero no muy profundo. Como una navaja. Pero con más fuerza que una navaja. Podría ser una herramienta de un curtidor de cuero. O algún utensilio de granja. Mi conjetura es que el hombre estaba acostumbrado a tratar con animales.

– El hombre o los hombres. Un malhechor o una banda de malhechores. ¿Ha conocido algún caso parecido?

– No en Birmingham, señor.

– No, en efecto.

Anson esbozó una sonrisa tenue y guardó un breve silencio.

Campbell se permitió pensar en los caballos de la policía en las cuadras de Stafford: lo despiertos y receptivos que eran, el calor y el olor que despedían, el pelaje que casi les volvía peludos; el modo en que movían las orejas y agachaban la cabeza; y los resoplidos que a él le recordaban una tetera cuando rompe a hervir. ¿Qué tipo de ser humano querría hacer daño a un animal así?

– El superintendente Barrett recuerda un caso, hace unos años, de un desdichado que contrajo una deuda y mató a su caballo para cobrar el seguro. Pero una racha asesina como ésta… es tan extraña. En Irlanda, por supuesto, cortar a medianoche el corvejón al ganado del terrateniente casi forma parte del calendario social. Pero pocas cosas me sorprenderán en un feniano.

– Sí, señor.

– Hay que poner fin a esto enseguida. Estas atrocidades están mancillando la reputación de todo el condado.

– Sí, los periódicos…

– Los periódicos me importan un bledo, Campbell. Me preocupa el honor de Staffordshire. No quiero que parezca una guarida de salvajes.

– No, señor.

Pero el inspector pensó que Aston tenía que estar al corriente de determinados editoriales recientes, ninguno encomiástico y algunos personales.

– Le sugeriría que consultase la historia criminal de Great Wyrley y sus alrededores en los últimos años. Ha habido algunos… sucesos singulares. Y le sugiero que trabaje con quienes mejor conozcan la zona. Hay un sargento muy sensato, no recuerdo su nombre. Grande, de cara colorada…

– ¿Upton, señor?

– Eso es, Upton. Es un hombre que tiene los oídos pegados al suelo.

– Muy bien, señor.

– Y también estoy reclutando veinte agentes especiales [8]. Que se presenten al sargento Parsons.

– ¡Veinte!

– Veinte, y al diablo los gastos. Los pagaré de mi bolsillo si hace falta. Quiero un agente debajo de cada seto y detrás de cada arbusto hasta que atrapen a ese hombre.

A Campbell no le inquietaban los gastos. Se preguntaba cómo encubrir la presencia de veinte agentes especiales en una comarca donde el más mínimo rumor viajaba más deprisa que un telegrama. Veinte agentes especiales en un territorio desconocido para la mayoría, contra un lugareño que bien podía optar por quedarse en casa y reírse de ellos. Y, en todo caso, ¿a cuántos animales podían proteger veinte agentes? ¿A cuarenta, sesenta, ochenta? ¿Y cuántos había en la región? Cientos, quizá miles.

– ¿Alguna pregunta más?

– No, señor. Sólo… ¿puedo hacer una no profesional?

– Adelante.

– El pórtico de fuera. Con las columnas. ¿Tienen un nombre? El estilo, me refiero.

Anson le miró como si fuese la pregunta más extraordinaria que le hubiese hecho nunca un policía en activo.

– ¿Columnas? No tengo ni la más remota idea. Mi mujer es la que sabe esas cosas.

Los días siguientes, Campbell repasó los anales criminales de Great Wyrley y sus inmediaciones. Descubrió que respondía a sus expectativas. Un determinado número de robos, sobre todo de ganado; diversos casos de agresión; algunos de vagabundeo y ebriedad pública; un intento de suicidio; una chica condenada por escribir injurias en las paredes de las granjas; cinco casos de incendios provocados; cartas con amenazas y mercancías no solicitadas en la vicaría de Great Wyrley; una agresión sexual y dos comportamientos indecentes. Hasta donde pudo descubrir, no había habido ataques perpetrados contra animales en los últimos diez años.

Tampoco recordaba ninguno el sargento Upton, que había servido en la comarca el doble de tiempo. Pero la pregunta le recordó a un granjero, que ya había pasado a mejor vida -a menos, señor, que resultase peor- y de quien sospechaban que amaba demasiado a su oca, si usted me entiende. Campbell cortó en seco aquellos chismes pueblerinos; enseguida había considerado a Upton uno de los veteranos de la época en que la policía se conformaba con alistar casi a cualquiera que no fuese a todas luces lisiado, cojo y lerdo. Podías consultar a Upton sobre rumores y rencillas locales, pero difícilmente confiarías en su mano sobre una Biblia.

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