Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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– Entonces, ¿ya lo ha resuelto, señor? -le resolló el sargento.

– ¿Tiene algo concreto que decirme, Upton?

– Yo no diría tanto. Pero un sabueso conoce a otro. Hay que poner uno para pillar a otro. Estoy seguro de que al final lo atrapará, inspector. Siendo como es un inspector de Birmingham. Oh, sí, al final lo atrapará.

Presintió que Upton se congraciaba con astucia y a la vez ponía vagos impedimentos. Algunos de los mozos de labranza eran exactamente iguales. Campbell se sentía más a gusto con los ladrones de Birmingham, que al menos te mentían sin rodeos.

La mañana del 27 de junio, pidieron al inspector que fuese a la mina Quinton, donde dos de los valiosos caballos de la empresa habían sido mutilados durante la noche. Uno se había desangrado y a la otra, una yegua que había sufrido amputaciones adicionales, la estaban sacrificando. El veterinario confirmó que se había utilizado el mismo instrumento de siempre o, por lo menos, con los mismos efectos.

Dos días después, el sargento Parsons llevó a Campbell una carta dirigida al «Sargento, comisaría de Hednesford, Staffordshire». Había sido echada al correo en Walsall y la firmaba un tal William Greatorex.

Tengo cara de intrépido y corro como un gamo, y cuando formaron la banda de Wyrley me obligaron a alistarme. Yo lo sabía todo sobre caballos y animales y la mejor forma de atraparlos. Dijeron que me zurrarían si me entraba el canguelo, así que lo hice y les pillé a los dos tumbados a las tres menos diez, y se despertaron; y luego los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó. Ahora bien, le diré quiénes están en la banda, pero no podrá probar nada sin mí. Hay uno que se llama Shipton y es de Wyrley, y un mozo de estación al que llaman Lee y que ha tenido que quedarse al margen, y está el abogado Edalji. No le he dicho quién es el que les manda a todos y no se lo diré si no me promete que a mí no me hará nada. No es verdad que siempre lo hacemos cuando la luna es joven, y el que mató Edalji el 11 de abril era luna llena. No he estado nunca entre rejas y creo que los demás tampoco, salvo el Capitán, por lo que creo que saldrán bien parados.

Campbell releyó la carta. «Los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó.» Esta información era correcta, pero mucha gente habría podido examinar a los animales muertos. Después de los dos últimos casos, la policía tuvo que montar guardia y expulsar a los visitantes hasta que el veterinario hubo terminado su trabajo. Con todo, «a las tres menos diez…» era una precisión extraña.

– ¿Conocemos a este Greatorex?

– Supongo que es el hijo de Greatorex, de la granja Littleworth.

– ¿Alguna relación? ¿Alguna razón para que escribiera al sargento Hobinson, de Hednesford?

– Ninguna.

– ¿Y qué opina del detalle de la luna?

El sargento Parsons era un hombre fornido y de pelo negro que tenía tendencia a mover los labios mientras pensaba.

– Es lo que algunos han estado diciendo. La luna nueva, ritos paganos y demás. No lo sé. Pero sí sé que no mataron a un animal el 11 de abril. Tampoco una semana después de esa fecha, si no me equivoco.

– No se equivoca.

Parsons era mucho más del gusto de Campbell que alguien como Upton. Pertenecía a la generación siguiente y estaba mejor adiestrado; no era rápido, pero sí reflexivo.

William Greatorex resultó ser un colegial de catorce años cuya letra no se parecía en nada a la de la carta. No había oído hablar de Lee ni de Shipton, pero confesó que conocía a Edalji, que algunas mañanas viajaba en el mismo tren. Nunca había estado en la comisaría de Hednesford y no conocía el nombre del sargento al mando.

Parsons y cinco agentes especiales registraron la granja Littleworth y sus dependencias anejas, pero no encontraron nada prodigiosamente afilado, manchado de sangre o recién limpiado. Cuando se marchaban, Campbell preguntó al sargento qué sabía de George Edalji.

– Pues, señor, es indio, ¿no? Es decir, medio indio. Un hombrecillo. Tiene un aire un poco raro. Abogado, vive en casa, va a Birmingham todos los días. No es que participe mucho en la vida del pueblo, si usted me entiende.

– ¿O sea que no se le conoce como miembro de una banda?

– Lejos de eso.

– ¿Amigos?

– No se le conocen. Son una familia reservada. Creo que la hermana tiene algún problema. Es inválida, retrasada o algo. Y dicen que él sale a pasear todas las tardes. Pero no tiene perro ni nada. Hubo una campaña contra la familia hace años.

– Lo he visto en el diario. ¿Por algún motivo?

– ¿Quién sabe? Hubo cierto… resentimiento cuando le asignaron el puesto al vicario. La gente decía que no querían que un negro les dijera desde el púlpito lo pecadores que eran; ese tipo de cosas. Pero eso fue hace siglos. Yo soy protestante. Somos más acogedores, a mi juicio.

– Ese joven, el hijo, ¿le parece un destripador de caballos?

Parsons se mordió los labios antes de responder.

– Déjeme expresarlo así, inspector. En cuanto haya servido aquí tanto tiempo como yo, descubrirá que nadie parece nada. O, en realidad, que parece cualquier cosa. ¿Me sigue?

George

El cartero muestra a George la leyenda oficial en el sobre: FRANQUEO INSUFICIENTE. La carta procede de Walsall; como su nombre y las señas de su despacho están escritos con una letra clara y decente, George decide pagar el sello. Cuesta dos peniques, el doble del franqueo omitido. Reconoce con agrado el contenido: un pedido de la Legislación ferroviaria. Pero no lo acompañan un cheque o un giro postal. El remitente pide 300 ejemplares y firma como Belcebú.

Tres días después, las cartas empiezan a llegar de nuevo. El mismo género de cartas: difamatorias, blasfemas, lunáticas. Las recibe en su despacho y George las considera una intrusión insolente: allí es donde se siente a salvo y respetable, donde la vida está en orden. Instintivamente tira la primera; guarda las demás en un cajón inferior, como pruebas. Ya no es el adolescente inquieto de las primeras persecuciones; es una persona de provecho ahora, un abogado con cuatro años de ejercicio. Es muy capaz de pasar por alto estas cosas si quiere, o de afrontarlas como es debido. Y la policía de Birminghan es sin duda más eficiente y moderna que la de Staffordshire.

Una tarde, justo después de las 18.10, George acaba de guardarse en el bolsillo el abono de tren y está colgando el paraguas de su antebrazo cuando se percata de que una figura se ha puesto a caminar a su lado.

– ¿Todo va bien, señorito?

Es Upton, más gordo y con la cara más colorada que años atrás, y es probable que también más estúpido. George no se detiene.

– Buenas tardes -dice, bruscamente.

– Disfrutando de la vida, ¿eh? ¿Duerme bien?

En otro tiempo, George quizá se hubiese alarmado o se hubiera detenido para saber qué quería Upton. Pero ya no es aquel chico.

– No soy sonámbulo, de todos modos, espero.

Aviva el paso, deliberadamente, y el sargento se ve obligado a resoplar y jadear para seguirle.

– Sólo que, verá, hemos inundado la comarca de agentes especiales. Inundado. Así que el sonambulismo sería una mala idea, ah, sí, incluso para un a-bo-ga-do.

Sin reducir la marcha, George lanza una mirada despectiva hacia este idiota vacuo y bravucón.

– Oh, sí, un a-bo-ga-do. Espero que le sea útil, señorito. Hombre prevenido vale por dos, dicen, si no es al revés.

George no habla a sus padres de este encuentro. Hay una preocupación más inmediata: en el correo de la tarde ha llegado una carta de Cannock con una letra conocida. Su destinatario es George y el remitente firma «Un amante de la justicia»:

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