Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Acto seguido todos se levantan para cantar el himno favorito del movimiento: Lead, Kindly Light. George percibe en el canto algo distinto que al principio no identifica . «Keep y ou my feet; I do not ask to see / The distant scene; one step is enough for me [25] Por un momento le distrae esta letra, que no parece especialmente idónea para el espiritismo: tal como George lo entiende, los prosélitos tienen los ojos siempre puestos en la lejana escena, y justamente han dado los pasos que hacen falta para llegar hasta ella. Después su atención se desvía del fondo a la forma. El canto es distinto. En la iglesia, la gente canta himnos como si volviera a conectar con un texto familiar desde hace meses y años; frases que hablan de verdades tan establecidas que no necesitan demostrarlas ni pensar en ellas. Aquí hay voces directas y lozanas; también, una especie de alegría lindante con la pasión que la mayoría de los vicarios juzgaría inquietante. Enuncian cada palabra como si contuviera una verdad flamante que hay que celebrar y transmitir con urgencia a terceros. Todo lo cual a George le parece poco inglés. Cauteloso, lo encuentra más bien admirable. «Till / The night is gone, / And with the morn those ángel faces smile, / Which I have loved long since, and lost awhile [26]

Cuando el himno termina y todos vuelven a sentarse, George hace un pequeño, indeterminado gesto de saludo a su vecina: aunque modesto, es algo que nunca haría en la iglesia. Ella le responde con una sonrisa que le ilumina toda la superficie de la cara. No hay nada atrevido en la sonrisa ni una intención misionera. Tampoco una suficiencia evidente. La sonrisa sólo dice: «Sí, esto es verdad, es bueno, es alegre».

A George le impresiona, pero también le escandaliza un poco: recela de la alegría. En su vida ha conocido poca. En su infancia había algo llamado placer, que solía ir acompañado de las palabras culpable, furtivo o ilícito. Los únicos placeres tolerados eran los modificados por la palabra «simples». En cuanto a la alegría, era algo asociado con ángeles que tocan trompetas, y su auténtica sede era el cielo, no la tierra. Que se expanda la alegría; era lo que la gente decía, ¿no? Pero según la experiencia de George, la alegría siempre había estado fuertemente restringida. En cuanto al placer, ha conocido el de cumplir su deber: con la familia, los clientes y algunas veces con Dios. Pero nunca ha hecho la mayoría de las cosas que sus compatriotas consideran placenteras: beber cerveza, bailar, jugar al fútbol o al criquet, por no hablar de cosas que podrían haber acontecido si se hubiera casado. Nunca conocerá a una mujer que se levante de un salto como una niña, se arregle el pelo con la mano y corra a su encuentro.

E. W. Oaten, que en su día presidió orgulloso la primera gran audiencia a la que sir Arthur habló sobre espiritismo, dice que ningún hombre reunía mejor en su persona todas las virtudes que asociamos con el carácter británico: valentía, optimismo, lealtad, compasión, magnanimidad, amor a la verdad y devoción a Dios. A renglón seguido, Hannen Swaffer evoca que hace menos de dos semanas sir Arthur, mortalmente enfermo, subió con esfuerzo la escalera del Ministerio del Interior para solicitar la abolición de la ley de brujería, que los malintencionados querían invocar contra los médiums. Fue su último deber, y en el cumplimiento del deber no flaqueó nunca. Era algo que se manifestaba en todos los aspectos de su vida. Mucha gente conocía al Doyle escritor, al Doyle dramaturgo, al Doyle viajero, al Doyle boxeador y al Doyle jugador de criquet que derrotó al gran W. G. Grace. Pero más grande que todos ellos era el Doyle que reclamaba justicia cuando sufría un inocente. Gracias a su influencia se aprobó la ley del recurso penal. Fue este Doyle el que asumió con éxito las causas de Edalji y Slater.

George mira hacia abajo instintivamente al oír mencionar su nombre; luego, orgulloso, hacia arriba y por fin, subrepticiamente, de soslayo. Es una lástima que le hayan emparejado con ese vil e ingrato criminal; pero piensa que es honorable regocijarse de que mencionen su nombre en esta gran asamblea. A Maud también le complacerá. Dirige a sus vecinos una mirada más abierta, pero ya ha pasado su momento. Sólo tienen ojos para Swaffer, que ha comenzado a enaltecer a otro Doyle, aún más grande que el Doyle que repara injusticias. Ese gran hombre era y es el que en las horas desesperadas de la guerra ofreció a las mujeres de su país la prueba consoladora de que sus seres queridos no estaban muertos.

Piden ahora al público que, puesto en pie, guarde un silencio de dos minutos en recuerdo del gran paladín. Al levantarse, lady Conan Doyle mira brevemente a la silla vacía que tiene a su lado y luego, ya de pie, flanqueada por sus hijos altos, mira a la sala. Seis mil -¿ocho, diez mil?- personas le devuelven la mirada desde la galería, el paraíso, los palcos, la gran curva de butacas y el anfiteatro. En la iglesia, la gente agacharía la cabeza y cerraría los ojos para rememorar a los difuntos. Aquí no se observa esa discreción o introspección: una mirada directa transmite una compasión sincera. George tiene también la impresión de que el silencio es de una naturaleza distinta de todos los que ha conocido. Los silencios oficiales son respetuosos, graves, a menudo intencionadamente tristes; este silencio es activo, lleno de expectativas y hasta de pasión. Si existe alguno que sea como un ruido reprimido, es este silencio. Cuando se rompe, George comprende que ha ejercido tal poder sobre él que casi se ha olvidado de sir Arthur.

Craze ha vuelto a tomar el micrófono. «Esta noche -anuncia cuando los muchos miles de personas vuelven a sentarse- vamos a realizar un experimento muy audaz con el arrojo que nos inculcó nuestro difunto mentor. Tenemos con nosotros a un espíritu sensible que va a procurar transmitirnos impresiones desde este estrado. Uno de los motivos de que vacilemos en hacerlo ante una audiencia tan colosal es que ejerce una presión tremenda sobre la médium. Diez mil personas concentran en ella una fuerza formidable. Esta noche, la señora Roberts procurará describirnos a algunos amigos, pero será la primera vez que esto se intente entre una multitud tan inmensa. Ayúdenla con sus vibraciones mientras cantan el himno siguiente Open My Eyes That I May See Glimpses of Truth [27] .

George nunca ha presenciado una sesión. En realidad, nunca le ha dado una moneda de plata a una gitana ni pagado dos peniques por sentarse ante una bola de cristal en una feria. Cree que todo eso son supercherías. Sólo un necio o un miembro de una tribu primitiva creería que las líneas de una mano o las hojas de té en una taza revelan algo. Desea respetar la convicción de sir Arthur de que el espíritu sobrevive a la muerte; quizá, incluso, de que en determinadas circunstancias un espíritu podría comunicarse con los vivos. Asimismo está dispuesto a admitir que podría haber algo de cierto en los experimentos telepáticos que sir Arthur refirió en su autobiografía. Pero hay un punto que George se niega a traspasar. El punto en que, por ejemplo, la gente empieza a mover los muebles, en que suenan campanillas misteriosas y surgen de la oscuridad caras de muertos fluorescentes, y manos de espíritus dejan su presunta huella en cera blanda. George piensa que todo eso es un obvio truco de magia. ¿Cómo no desconfiar del hecho de que las mejores condiciones para la comunicación de los espíritus -cortinas corridas, luces apagadas, personas que unen las manos de tal forma que no pueden levantarse y verificar lo que está ocurriendo- sean precisamente las mismas que propician la engañifa? A su pesar, considera crédulo a sir Arthur. Ha leído que el ilusionista norteamericano Harry Houdini, a quien sir Arthur conoció en Estados Unidos, se brindó a reproducir todos y cada uno de los efectos conocidos por los médiums profesionales. En numerosas ocasiones hombres honrados le ataron de pies y manos, pero en cuanto apagaban las luces se las ingeniaba para desatarse y ser capaz de tocar campanillas, producir ruidos, cambiar muebles de sitio e incluso generar ectoplasma. Sir Arthur declinó el desafío de Houdini. No negaba que el ilusionista fuese capaz de producir tales efectos, pero prefería interpretar de este modo su habilidad: Houdini poseía, de hecho, poderes espirituales cuya existencia se empeñaba aviesamente en negar.

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