Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Aún faltaba una hora, pero la gente ya empezaba a dirigirse al Hall y George la siguió para evitar estrujones posteriores. Su entrada era para un palco de la segunda fila. Le encaminaron hacia una escalera trasera y llegó a un pasillo en curva. Abrieron una puerta y se encontró en el túnel estrecho de un palco. Había cinco asientos, todos ellos vacíos, de momento: uno atrás, dos delante, juntos, y otros dos delante de la barandilla de metal. George vaciló un instante, tomó una bocanada de aire y avanzó.

Las luces llamean todo alrededor de este coliseo de felpa dorada y roja. No es tanto un edificio como un cañón oval; mira enfrente, mira abajo, arriba. ¿Qué aforo tendrá: ocho mil, diez mil personas? Casi mareado, se sienta en una silla de la segunda fila. Se alegra de que Maud le haya sugerido que lleve los prismáticos: explora el patio y la rampa de butacas, las tres gradas de palcos, el gran órgano detrás del escenario y luego la ladera más alta del círculo, la arcada sostenida por columnas de mármol marrón, y sobre ellas el arranque de la altísima cúpula oculta por un toldo flotante de lona, como un paisaje de nubes encima de sus cabezas. Observa a la gente que va entrando en el anfiteatro: algunos con traje de noche, pero la mayoría obedientes al deseo de sir Arthur de que no lleven luto. Con un barrido de lentes, George enfoca el estrado: hay macizos de lo que él toma por hortensias y alguna especie de grandes helechos colgantes. Han instalado para la familia una fila de sillas de respaldo cuadrado. En la del medio han puesto un rectángulo de cartón de lado a lado. George enfoca las lentes en esta silla. El letrero dice: SIR ARTHUR CONAN DOYLE.

Mientras la sala se llena, guarda los prismáticos en el estuche. Llegan espectadores al palco de su izquierda; de ellos sólo le separa el brazo mullido de la silla. Le saludan de un modo amistoso, como si la ocasión, aun siendo seria, fuese también informal. Se pregunta si será el único asistente que no es espiritista. Una familia de cuatro miembros ocupa las demás plazas del palco; George se ofrece a desplazar su asiento a la fila de atrás, pero ellos insisten en no aceptar el gesto. Le parecen londinenses normales: una pareja con dos hijos casi adultos. La mujer, desinhibida, se sienta al lado de George: él calcula que se acerca a los cuarenta, lleva un vestido azul, tiene una cara ancha y limpia y una melena de color caoba.

– Aquí arriba ya estamos a mitad de camino del cielo, ¿no? -dice ella, agradable. George asiente, cortés-. ¿De dónde es usted?

Por una vez, él decide responder con exactitud.

– De Great Wyrley -dice-. Está cerca de Cannock, en Staffordshire.

Él casi espera que ella le diga, como Greenway y Stentson: «No, ¿de dónde es realmente?». Pero ella se limita a aguardar, quizá a que él mencione la asociación espiritista a la que pertenece. George está tentado de decir: «Sir Arthur era amigo mío», y añadir: «De hecho, me invitó a su boda», y después, si ella lo pone en duda, a demostrárselo con su ejemplar de Memorias y aventuras. Pero piensa que podría parecer presuntuoso. Además, ella podría preguntarle por qué, si era amigo de sir Arthur, está sentado tan lejos del escenario, entre gente ordinaria que no ha tenido tanta suerte.

Cuando la sala está llena, las luces se atenúan y el grupo oficial sale al escenario. George no sabe si tienen que levantarse y quizá hasta aplaudir; está tan acostumbrado a los rituales de la iglesia, a saber cuándo levantarse, arrodillarse, sentarse, que está desorientado. Si el lugar fuera un teatro y tocaran el himno nacional, el problema estaría resuelto. Piensa que todos deberían levantarse, en homenaje a sir Arthur y por deferencia hacia su viuda; pero no hay instrucciones y todos se quedan sentados. Lady Conan Doyle viste de gris en vez del negro luctuoso; sus dos hijos, Denis y Adrián, altos, llevan traje de etiqueta y sombrero de copa; les sigue su hermana Jean y su hermanastra Mary, la hija superviviente del primer matrimonio de sir Arthur. Lady Conan Doyle toma asiento a la izquierda de la silla vacía. Uno de los hijos se sienta a su lado y el otro en el otro extremo del letrero; los dos jóvenes, algo cohibidos, depositan los sombreros de copa en el suelo. George no les ve con claridad la cara y quiere utilizar los prismáticos, pero duda que sus vecinos lo consideren pertinente. Consulta, en cambio, el reloj. Son las siete en punto. La puntualidad le impresiona; en cierto modo esperaba que los espiritistas fueran menos estrictos en los horarios.

George Craze, de la Asociación Espiritista de Marylebone, se presenta como el presidente de la reunión. Empieza leyendo una declaración en nombre de lady Conan Doyle:

En todas las reuniones en todas partes del mundo, me he sentado al lado de mi amado marido, y en esta gran cita a la que la gente ha venido a honrarle, con respeto y amor en su corazón, su asiento está a mi lado y sé que en presencia espiritual estará cerca de mí. Aunque nuestros ojos terrenales no vean más allá de las vibraciones terrenales, quienes poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verán a la querida figura entre nosotros.

En nombre de mis hijos, del mío propio y del de mi marido, quiero agradecerles con todo mi corazón el amor a él que esta noche les ha congregado aquí.

Un murmullo recorre la sala; George no sabe si indica compasión por la viuda o desilusión porque sir Arthur no haya comparecido por milagro en el escenario. Craze confirma que, al contrario de las especulaciones más disparatadas de la prensa, no hay que esperar una representación física de sir Arthur manifestándose por arte de magia. A los que no están familiarizados con las verdades del espiritismo, y en especial a los periodistas, les explica que cuando alguien ha realizado el tránsito, suele haber un período de confusión del espíritu, que quizá no pueda manifestarse de inmediato. Sin embargo, sir Arthur estaba totalmente preparado para el tránsito, que afrontó con una tranquilidad risueña, y dejó a su familia como quien emprende un largo viaje, pero confiado en que todos volverían a reunirse pronto. En tales condiciones cabe esperar que el espíritu encuentre su lugar y sus facultades más rápido de lo normal.

George recuerda algo que Adrián, el hijo de sir Arthur, dijo al Daily Herald. Dijo que la familia añoraría las pisadas y la presencia física del patriarca, pero que eso era todo: «Por lo demás, es como si se hubiera ido a Australia». George sabe que su paladín visitó una vez el lejano continente, porque hace unos años sacó prestado de la biblioteca Las andanzas de un espiritista. Lo cierto fue que sus informaciones sobre el viaje le parecieron más interesantes que las disquisiciones teológicas. Pero se acuerda de que cuando sir Arthur y su familia -acompañados por el incansable señor Wood- estaban haciendo una campaña de divulgación en Australia, los bautizaron «los peregrinos». Ahora sir Arthur ha regresado allí, al menos en el equivalente espiritista, sea el que sea.

Leen en voz alta un telegrama de sir Oliver Lodge. «Con su gran corazón, nuestro paladín estará siguiendo su campaña en el otro lado, con mayor sabiduría y conocimiento. Sursum corda.» Después, la señora St. Clair Stobart lee un pasaje de las Cartas a los Corintios y declara que las palabras de san Pablo son apropiadas para la ocasión, pues a sir Arthur muchas veces le llamaron en vida el san Pablo del espiritismo. La señorita Gladys

Ripley canta el solo de Liddle Abide With Me. El reverendo G. Vale Owen habla de la obra literaria de sir Arthur y concuerda con el criterio del propio autor de que La compañía blanca y su continuación, Sir Nigel, eran sus mejores textos; de hecho, considera que la descripción en la obra posterior de un caballero cristiano y hombre de gran devoción sirve de vivo retrato de sir Arthur. El reverendo C. Drayton Thomas, que ofició la mitad del funeral en Crowborough, ensalza la infatigable actividad de sir Arthur como portavoz del espiritismo.

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