»Ahora -prosiguió-, miro a mi alrededor y este tribunal me resulta familiar. He estado aquí antes. Y, por lo tanto, una vez más consiento en responder a sus preguntas, con tal que sean relevantes.
– ¿Se llama usted Stoyo Petkanov? -repitió el fiscal, con un énfasis de cansancio, como si no fuera culpa suya que la justicia le obligara a plantear cada pregunta por cuadruplicado.
– Sí, en efecto; ya hemos establecido ese punto.
– Así, puesto que es usted Stoyo Petkanov, recordará sin duda que su condena por el tribunal de Velpen el 21 de octubre de 1935 fue por daños a la propiedad, robo de una barra de hierro, y asalto criminal con el citado objeto robado a un miembro de la policía nacional.
Cuando la cámara volvió a enfocar a Petkanov, Atanas dio una profunda chupada a su cigarrillo y exhaló luego el humo haciéndolo pasar por entre los labios ahuecados como para pronunciar una «u». El humo fue a dar a la pantalla y se extendió por ella antes de disiparse. Era mejor que escupir, pensó Atanas. Te escupo a la cara con humo.
El nombre de Peter Solinsky no había encabezado la lista de los propuestos para el cargo de fiscal general. Su experiencia era predominantemente académica y sólo relativa en Derecho penal. Pero después de su primera entrevista comprendió que le había ido bien. Otros candidatos más calificados que él habían jugado a políticos, habían sugerido condiciones; algunos, tras consultar a sus respectivas familias, habían descubierto la existencia de compromisos previos. Pero Solinsky se presentó aspirando abiertamente al puesto; aportó ideas concretas acerca del planteamiento de los cargos, y se atrevió a sugerir que sus años de militancia en el Partido tal vez podrían suponer cierta ventaja a la hora de pillar a Petkanov. «Manden a un zorro para cazar a un lobo», había citado, y el ministro sonrió. En aquel flaco profesor de ojos inquietos había visto el pragmatismo y la agresividad que creía necesarios para un fiscal general.
El nombramiento no fue una sorpresa para Peter. Toda su vida, al examinarla, le parecía componerse de largos períodos de cautela seguidos de momentos de determinación, e incluso de temeridad, en los cuales lograba lo que quería. Había sido un muchacho respetuoso, buen estudiante; la obediencia a los deseos de sus padres le llevó incluso a prometerse, cuando cumplió los veinte años, con Pavlina, la hija de sus vecinos. Pero a los tres meses la dejó plantada por Maria, e insistió en casarse con ella inmediatamente, con tan repentino celo y obstinación, que sus padres no pudieron menos que mirar de soslayo la tripa de la chica. Y se desconcertaron mucho cuando los meses siguientes no confirmaron sus sospechas.
Después de esto, durante muchos años, había sido un miembro leal del Partido y un buen marido… ¿O debía decir un buen miembro del Partido y un marido leal? En ocasiones, estas dos virtudes parecían confusamente próximas en su mente. Luego, una noche, había anunciado que se había afiliado al Partido Verde, en un momento en que, como Maria subrayó agudamente, militaban en él muy pocos profesores de Derecho casados con hijas de héroes de la lucha contra el fascismo. Peor aún, Peter no se había limitado a asistir a hurtadillas a unos pocos mítines: había devuelto su carnet del Partido junto con una carta abiertamente provocativa que pocos años antes habría dado pie a que se presentaran en su domicilio, a horas intempestivas, unos hombres con cazadoras de cuero.
Y ahora, en opinión de su mujer, estaba dejándose llevar nuevamente por su vanidad. Sus colegas se limitaron a ver en su nombramiento un envidiable ascenso profesional, revelador de que el cortés y cerrado abogado alentaba un secreto afán por el estrellato televisivo. Pero esa gente veía sólo la vida externa de Solinsky, y tendía a suponer que su existencia interior debía de estar igualmente bien ordenada. En realidad, oscilaba constantemente entre distintos niveles de ansiedad, y sus intermitentes arranques de determinación ayudaban a aliviar la tortura y la presión que le angustiaban interiormente. Si las naciones pueden comportarse como los individuos, él era un individuo que se comportaba como una nación: soportando décadas de nerviosa sumisión y estallando luego en una revuelta, ansioso de una retórica fresca y de una renovada imagen de sí mismo.
Al asumir la acusación del anterior jefe del Estado, Peter Solinsky se estaba embarcando en su forma más pública de autodefinición. Para los comentaristas de la prensa y de la televisión representaba el nuevo orden contra el viejo, el futuro contra el pasado, la virtud contra el vicio; y él mismo, cuando hablaba a los medios de comunicación, solía aludir a la conciencia nacional, al deber moral, a su propósito de rescatar la flor de la verdad de entre las garras de la mentira. Pero en el fondo de su corazón albergaba sentimientos que no se atrevía a examinar muy de cerca. Tenían que ver con la limpieza, personal más que simbólica; con el hecho de saber que su padre se estaba muriendo, y con el deseo de alcanzar por la fuerza una madurez personal que el simple paso del tiempo no le estaba dando.
Hubo necesidad de un gran debate público para llegar a la conclusión de que era conveniente el nombramiento de un fiscal general. Muchos se habían pronunciado en contra de un juicio. ¿Acaso no era mejor para el país hacer borrón y cuenta nueva del pasado y centrar todas las energías en la reconstrucción? Sería también lo más prudente -añadían-, porque nadie podía afirmar que Petkanov fuera el único culpable en el país. ¿Hasta qué nivel de la escala de la Nomenklatura, del Partido, de la policía, secreta o no, de los informadores civiles, de la judicatura y del ejército debería extenderse la culpabilidad? Si debía hacerse justicia -opinaban algunos-, tendría que ser una justicia plena, un cabal ajuste de cuentas, puesto que el castigo selecto de unos pocos, y no digamos ya de un solo individuo, era obviamente una injusticia. Más aún: ¿hasta qué punto podía distinguirse la «plena justicia» de la pura y simple venganza?
Otros preconizaban lo que definían como un «juicio moral»; pero, puesto que ninguna nación en la historia del mundo había montado un juicio de este tipo antes, no estaba claro en qué podría consistir ni qué clase de pruebas deberían ser aducidas en él. Además, ¿quién tenía derecho a juzgar moralmente? La mera irrogación de ese derecho, ¿no implicaba una conciencia errónea y ensoberbecida de la propia capacidad? A buen seguro, Dios era el único capaz de presidir un juicio moral. Los humanos harían mejor preocupándose de quién robó qué y a quién se lo robó.
Todas las soluciones eran malas, pero la peor de todas era no hacer nada y, para colmo, hacerlo despacio. Debían actuar, como fuera, pero rápidamente. En consecuencia, un Comité Parlamentario al efecto nombró una Oficina Especial de Investigación, en el buen entendimiento de que, si bien todas las investigaciones que se le encomendaran deberían efectuarse con una diligencia y una exhaustividad mayores de lo habitual, el sumario contra Stoyo Petkanov tendría que quedar listo para ser presentado ante el tribunal a principios de enero. Hubo gran insistencia en que se siguieran los procedimientos jurídicos correctos. Habían pasado ya los días en que la fiscalía elaboraba una gran acusación genérica, susceptible de ser interpretada por el tribunal como comprensiva de cualquier comportamiento que el Estado quisiera castigar. La Oficina Especial de Investigación recibió instrucciones de determinar exactamente qué había hecho Petkanov que infringiera sus propias leyes, de reunir pruebas dignas de crédito y de decidir entonces los cargos. Esto suponía un cambio radical de la actitud tradicional.
La Oficina Especial advirtió en seguida que era difícil obtener pruebas claras de actos delictivos. Poco se había escrito; la mayor parte de lo escrito se había destruido; y quienes lo habían destruido sufrían comprensibles ataques de amnesia. El carácter unitario del Estado que acababa de colapsarse planteaba un problema todavía más amplio. El artículo 1 de la Constitución de 1971 había institucionalizado el liderazgo del Partido. Desde aquel momento, Partido y Estado se confundieron, y había dejado de existir cualquier separación clara entre organización política y sistema legislativo. En principio, lo que se consideraba políticamente necesario era, por definición, legal.
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