«¡GRACIAS POR CONVERTIRNOS EN MÁRTIRES!»
No pasó inadvertido que los Verdes y los demás grupos de la oposición prefirieron no corear estas consignas, aguardando a que el comando volviera a sumárseles en su anterior demanda de subidas de precios y racionamiento de comestibles. Para entonces, el equipo de la televisión sueca estaba ya en posición y filmando.
En aquel momento se acercó a Ganin un individuo desconocido con abrigo de cuero, que había salido apresuradamente por una puerta lateral de la sede del Partido. Tras identificarse con un nombre y su rango en los servicios de seguridad, le transmitió órdenes directas del jefe local del Partido: debía hacer fuego por encima de las cabezas de los manifestantes y, si aun así no lograba dispersarlos, disparar a sus pies. Una vez comunicado el mensaje, el hombre volvió a entrar en el edificio, pero no sin que antes fuera advertida su presencia por los estudiantes. «¡DEJAD QUE NOS ALISTEMOS EN LAS FUERZAS DE SEGURIDAD!», rugieron, y luego, otra vez: «¡GRACIAS POR VUESTRAS BALAS! ¡DEJAD QUE NOS ALISTEMOS EN LAS FUERZAS DE SEGURIDAD!»
Ganin hizo avanzar a sus hombres una veintena de" metros. Los del comando se acercaron a su encuentro. El teniente trató de aparentar seguridad cuando ordenó a los soldados apuntar sus armas por encima de las cabezas de la multitud, pero había varias cosas que le preocupaban. En primer lugar, la fuente de la que emanaban las órdenes recibidas. En segundo, el temor a que hubiera en su pelotón algún idiota que decidiera por su cuenta apuntar más abajo. Y, finalmente, el saber que cada soldado disponía de un único cargador para su arma: también en el ejército había motivos para gritar un ¡VIVAN LOS RACIONAMIENTOS!
Con el brazo alzado para detener el avance de sus hombres, Ganin se aproximó al comando. Al mismo tiempo, del grupo de estudiantes se destacó un joven que lucía dos boinas de pionero rojo tapándole las orejas. La televisión sueca filmó el decisivo encuentro de ambos: el barbudo estudiante con rojas orejeras y el fornido y rubicundo oficial del ejército, cuyos resoplidos se convertían en una nube de vaho ante su cara por efecto del frío reinante. El cámara se atrevió a acercarse todavía más, pero su técnico de sonido se acordó de pronto de que tenía familia aguardándole en Karlstad. Este rasgo de prudencia le vino de perlas al joven teniente: de haberse grabado la conversación que siguió, tal vez no hubiera tenido luego una carrera tan meteórica.
– ¿Van ustedes a matarnos a todos, camarada oficial?
– Váyanse. Si se dispersan, no dispararemos.
– Pero ¡es que esto nos gusta! Hoy no tenemos clase. Estábamos disfrutando muchísimo en este intercambio de puntos de vista con el jefe del Partido Krumov. Debería usted preguntarle a ese fiel oficial de seguridad por qué coño ha decidido su estimado jefe poner fin a una discusión tan provechosa.
Ganin tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.
– Les ordeno que se dispersen.
Pero el estudiante, en lugar de obedecer, se le acercó para cogerlo amistosamente del brazo.
– Dígame, camarada oficial: ¿a cuántos de nosotros le han ordenado que mate? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Que se nos cargue a todos?
– Francamente -replicó Ganin-, eso no es posible. No tenemos suficientes balas. Los racionamientos, ya sabe.
El estudiante prorrumpió en una risotada y besó inesperadamente a Ganin en ambas mejillas. El rubicundo teniente le devolvió la carcajada, que el objetivo del cámara sueco recogió en un primerísimo plano.
– Veamos… -propuso Ganin en tono confidencial-. Seguro que puede ocurrírsenos algo.
– ¡Por supuesto que sí, camarada oficial! -asintió su interlocutor, que se separó de él y, volviéndose, gritó a sus compañeros-: «¡MÁS BALAS PARA LOS SOLDADOS!»
Mientras el Comando Devinski se acercaba hacia ellos, agitando alegremente sus boinas rojas y coreando alternativamente ¡ABAJO LOS RACIONAMIENTOS! y ¡MÁS BALAS PARA LOS SOLDADOS!, Ganin, que no las tenía todas consigo, ordenó con un gesto a sus hombres que bajaran las armas. Y así lo hicieron éstos, no muy convencidos, y sin dar muestras de sentirse mucho más aliviados cuando cada estudiante agarró a su soldado para abrazarlo efusivamente. Pero las imágenes resultaron de un dramatismo espléndido, y la falta de sonido permitió a los espectadores imaginar un diálogo que por fuerza debía ser mucho más noble. En aquel mismo instante, Ganin se transformó, de un joven oficial indeciso, cuando no cobarde, en un símbolo de la decencia, y en propaganda del poder de la negociación y la vía intermedia. Por otra parte, aquel breve y silencioso intercambio de vahos humeantes en el empedrado escenario de una plaza y ante una barricada de nieve sucia fue interpretado ampliamente como señal de que el ejército, si se le obligaba a elegir entre el pueblo y el Partido, prestaría su apoyo al pueblo.
En los meses siguientes la carrera ascendente de Ganin fue tan rápida, que a su esposa, Nina, apenas le daba tiempo para coserle una nueva estrella en el uniforme antes de que otra más hiciera inservible el arreglo. Descansó cuando le vio dejarlo por ropas de paisano; pero su satisfacción fue prematura. Las frecuentes comidas oficiales a que Ganin debía asistir la obligaron también a ensancharle de cuando en cuando los trajes. Y allí estaba ahora él, en el despacho de Solinsky, convertido en un corpulento funcionario civil, con el rostro encendido por haber tenido que subir las escaleras a pie y con el botón de la chaqueta a punto de saltársele a pesar del doble hilo que Nina había utilizado al coserlo. Con gesto torpe le tendió una carpeta al fiscal general.
– Usted dirá -le animó Solinsky.
– Camarada fiscal…
– Señor fiscal, si le parece -corrigió Solinsky sonriendo-, mi teniente general.
– Señor fiscal, pues… En nombre de las Fuerzas Patrióticas de Seguridad, deseo darle ánimos en su tarea. Tenga usted por cierto que su diligencia será debidamente recompensada.
Solinsky volvió a sonreír. Haría falta tiempo para que desaparecieran las antiguas fórmulas de cortesía.
– ¿Qué hay en esa carpeta? -preguntó.
– Confiamos que el acusado será hallado culpable de todos los cargos.
– Sí, claro.
– Un veredicto así convendría mucho a las Fuerzas Patrióticas de Seguridad en su actual proceso de reestructuración.
– Eso dependerá del tribunal.
– Y de las pruebas.
– General…
– Comprendo, señor. Le traigo un informe preliminar sobre el caso de Anna Petkanova. Desgraciadamente, los expedientes originales han sido destruidos.
– No me sorprende.
– No, señor. Pero, a pesar de esa destrucción, se han salvado, por patriotismo, muchos documentos. Aunque no siempre es fácil acceder a ellos e identificarlos.
– ¿Documentos?
– Sí. Como verá usted mismo, se trata de pruebas preliminares acerca de la implicación del Departamento de Seguridad Interior en el caso de Anna Petkanova.
Aquello no tenía demasiado interés para Solinsky.
– En todas partes cuecen habas -replicó. Porque, la verdad, había pocas cosas en la vida pública de la nación durante los últimos cincuenta años que, sometidas a escrutinio, no proporcionaran pruebas preliminares de que el Departamento de Seguridad Interior estuvo implicado en ellas.
– En efecto, señor. -Ganin seguía tendiéndole la carpeta-. ¿Desea usted que le mantengamos informado del asunto?
– Si le parece oportuno…
Solinsky aceptó la carpeta casi sin darse cuenta. Estaba pensando en otra cosa. «Si le parece oportuno…» ¡Bueno! ¡Con qué facilidad empleaba él también las antiguas fórmulas! Si le parece oportuno… ¿Y por qué había dicho En todas partes cuecen habas? Él no hablaba así habitualmente. Era la forma de hablar del inculpado en la causa criminal número 1. Tal vez se le estaba contagiando… Tenía que acostumbrarse a decir Sí y No, y Es una bobada y Váyase…
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