Recientemente se había hablado de enviar a Alyosha a hacerles compañía. A Alyosha, que durante casi cuatro décadas había permanecido erguido en aquella loma hacia el norte, con su bayoneta centelleando fraternalmente. Había sido una donación del pueblo soviético; de ahí que hubiera surgido una corriente de opinión favorable a devolvérselo a los donantes. Que se vuelva a Kiev, o a Kalinin, o a donde sea: después de tanto tiempo debe de sentir añoranza de su tierra, y su gran madre de bronce debe de estar echándole mucho de menos.
Pero los gestos simbólicos pueden resultar caros. Había costado bastante poco sacar de su mausoleo el embalsamado cuerpo del Primer Líder, en una noche ya olvidada cuando sólo una de cada seis farolas iluminaba la plaza. Pero… ¿repatriar a Alyosha…? Costaría miles de dólares americanos, un dinero que estaría mejor empleado en comprar petróleo o en corregir las fugas radiactivas del reactor nuclear de la provincia oriental. Por eso preferían algunos un destierro local menos duro: facturarlo al apartadero de la estación central en compañía de sus jefes metálicos. Allí los dominará a todos, porque era la estatua más alta del país. Y la idea de que aquellos vanidosos líderes se sentirían incómodos por la llegada de tan enorme compañero podría ser una pequeña y barata venganza…
Otros pensaban que Alyosha debía permanecer en su colina. Al fin y al cabo, era un hecho indiscutible que el ejército soviético había liberado al país de los fascistas, y que soldados rusos habían muerto y hablan sido enterrados allí. Sin olvidar que entonces, y durante bastante tiempo después, muchos habían sentido gratitud hacia Alyosha y sus camaradas. ¿Por qué no dejarlo donde estaba? Uno no tiene que estar de acuerdo con todos y cada uno de los monumentos. Ya a nadie se le ocurre destruir las Pirámides por un sentimiento retrospectivo de culpabilidad respecto a los sufrimientos de los esclavos egipcios.
Una mañana, a las nueve y media, Peter Solinsky se hallaba de pie junto a la mesa de su despacho, dirigiendo un silencioso interrogatorio a un ángulo de la estantería situada a unos cuatro metros de él. Era su forma de prepararse para la tarea diaria. Estaba a mitad de una pregunta que violentaba un tanto las normas legales, porque tenía menos de pregunta que de hipótesis sobre los hechos, con una implícita denuncia moral, cuando sonó irritantemente el teléfono para anunciar la llegada de un visitante. Solinsky dio un momento de respiro a la estantería, que estaba trasudando y enjugándose el ceño en actitud culpable, y dirigió su atención a Georgi Ganin, comandante en jefe de las Fuerzas Patrióticas de Seguridad (antiguo Departamento de Seguridad Interior).
Ganin vestía ahora de paisano, para dar a entender que su trabajo era una ocupación civil, en absoluto amenazadora. Pero hacía solamente un par de años, en el día en que fue catapultado a la fama, llevaba su corpulenta humanidad embutida en un uniforme de teniente, y las insignias de sus hombreras le proclamaban miembro de la Comandancia Militar Provincial del Noroeste. Había sido enviado con una veintena de soldados para controlar la que confiadamente fue descrita como una manifestación sin importancia en Sliven, la capital regional.
Y en verdad era poco nutrida: trescientos Verdes locales y unos cuantos de la oposición reunidos en una plaza adoquinada y en pendiente, que pateaban el suelo y batían palmas más para entrar en calor que por cualquier otro motivo. Frente a las oficinas del Partido se alzaba una ancha barricada de nieve sucia que en circunstancias normales hubiera bastado como protección. Pero se conjugaron dos factores para hacer aquella ocasión diferente. El primero fue la intervención del Comando Devinski, una organización estudiantil que aún no había merecido la apertura de un dossier por parte de Seguridad. Esto no era nada del otro jueves, porque en los últimos tiempos resultaba difícil obtener información sobre la actitud de los estudiantes y, por otra parte, el tal Comando Devinski estaba catalogado hasta la fecha como una asociación literaria, llamada así en memoria de Ivan Devinski, un poeta de la región que, a pesar de sus tendencias decadentistas y formalistas, se había comportado como un patriota y había muerto heroicamente durante la invasión fascista de 1941. El segundo factor fue la presencia casual de un equipo de la televisión sueca: su coche, alquilado, había sufrido una avería el día anterior y ahora se veían retenidos en la ciudad sin otra cosa que filmar que un reportaje sobre una aburrida manifestación provinciana.
Pero, si los servicios de seguridad hubieran investigado al Comando Devinski, habrían podido averiguar que el poeta destacó en tiempos por su ironía y su talante provocador; y que en 1929, un «leal soneto» suyo titulado «Gracias, Majestad» le había valido tres años de inmediato destierro en París. Los componentes del comando estudiantil se identificaban a sí mismos tocándose con las boinas rojas del uniforme de los jóvenes pioneros, con la diferencia de que, como éstos eran chavales de diez años, para encasquetarse los del comando aquellas boinas no tenían más solución que estirarlas cómicamente o sujetárselas en plan de guasa a la coronilla con un pasador para el pelo prestado por alguna amiga. Los demás manifestantes, al igual que las fuerzas de seguridad, jamás habían oído hablar del Comando Devinski y mostraban su irritación por la presencia de aquellos gamberros, que tomaban por comunistas infiltrados. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando los del comando desplegaron una pancarta en la que se leía: NOSOTROS, ESTUDIANTES, OBREROS Y CAMPESINOS LEALES, DAMOS NUESTRO APOYO AL GOBIERNO.
Abriéndose camino a empellones hasta el frente de la manifestación, los del comando se situaron junto a la barricada de nieve sucia y empezaron a corear: ¡QUE VIVA, QUE VIVA EL PARTIDO! ¡QUE VIVA, QUE VIVA EL GOBIERNO! ¡QUE VIVA, QUE VIVA EL PARTIDO! ¡QUE VIVA, QUE VIVA EL GOBIERNO! ¡QUEREMOS A STOYO PETKANOV! ¡QUE VIVA, QUE VIVA EL PARTIDO!
Al cabo de un par de minutos se abrieron las cristaleras del balcón central, y apareció en él el jefe local del Partido, deseoso de presenciar con sus propios ojos semejante manifestación de apoyo, tan insólita en aquellas fechas contrarrevolucionarias. Y al punto los estudiantes ampliaron su repertorio de cánticos. Con los puños patrióticamente alzados, aquella leal tropa de boinas rojas aclamó al sonriente capitoste de Sliven:
«¡QUE BUENOS SOIS, QUE NOS SUBÍS LOS PRECIOS!»
«¡QUÉ BUENOS SOIS, QUE NOS IMPONÉIS EL RACIONAMIENTO!»
«¡DADNOS IDEOLOGÍA EN VEZ DE PAN!»
Los estudiantes estaban bien entrenados y tenían un chorro de voz. Con los puños golpeando una y otra vez el aire y sin la menor duda, empalmaban una consigna con otra:
«¡GRACIAS POR SUBIRNOS LOS PRECIOS!»
«¡MÁS MEDIOS PARA LA POLICÍA DE SEGURIDAD!»
«¡VIVA EL PARTIDO!»
«¡VIVA STOYO PETKANOV!»
«¡VIVA EL RACIONAMIENTO DE COMESTIBLES!»
«¡DADNOS IDEOLOGÍA EN VEZ DE PAN!»
De repente, como si se hubieran puesto de acuerdo en silencio, el resto de los manifestantes decidieron sumarse, y el grito de «¡VIVA EL RACIONAMIENTO DE COMESTIBLES!» empezó a resonar furiosamente en toda la plaza. El jefe local del Partido cerró las cristaleras y la manifestación adquirió de súbito una punta de histerismo cuya peligrosidad era obvia para Ganin. Sus hombres estaban formados a un lado del edificio y ahora atrajeron la atención de los miembros del Comando Devinski. Por tres veces el pelotón de estudiantes avanzó unas decenas de metros hacia donde se hallaban los soldados, cantando:
«¡GRACIAS POR VUESTRAS BALAS!»
«¡GRACIAS POR CONVERTIRNOS EN MÁRTIRES!»
«¡GRACIAS POR VUESTRAS BALAS!»
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