Julian Barnes - El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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Petkanov gruñó, un sonido que normalmente preludiaba un ataque.

– ¿Tiene usted un buen piso? -le preguntó inesperadamente al fiscal general. Y, al ver que Solinsky hacía una pausa para meditar su respuesta, lo azuzó-: ¡Vamos! Eso debe saberlo por fuerza… ¿Tiene usted un buen piso?

[-Tengo una mierda de piso. Mejor dicho: tengo el veinte por ciento de una mierda de piso.]

Solinsky había dudado, en realidad, porque no pensaba que su apartamento fuera nada del otro mundo. Le constaba que Maria se sentía muy a disgusto en él. Por otra parte, se le hacía cuesta arriba la idea de denostar abiertamente el lugar donde vives. Por ello respondió finalmente:

– Sí, tengo un buen piso.

– Muy bien. Felicidades. Y usted, ¿tiene usted un buen piso? -preguntó al estenógrafo de la sala tribunal, que le miró alarmado-. ¿Y usted, señor presidente del tribunal? Porque supongo que su cargo llevará anejo un buen apartamento… ¿Y usted? ¿Y usted? -Sus preguntas iban dirigidas a los jueces consultores, a las abogadas de la defensa Milanova y Zlatarova, al oficial que mandaba la guardia… En ningún caso aguardó la respuesta. Iba señalando por toda la sala; a éste, a aquél, a aquel otro-: ¿Y usted? ¿Y usted? ¿Y usted?

– ¡Basta ya! -ordenó finalmente el presidente del tribunal-. Esto no es el Politburó. No estamos aquí para ser arengados como títeres.

– ¡Pues entonces no se comporten como títeres! ¿A qué vienen esas acusaciones ridículas? ¿A quién le importa si hace quince años se le permitió a un pobre diablo vivir en un piso de dos habitaciones en lugar de una sola? Si esto es todo lo que son capaces de encontrar para acusarme, no será gran cosa lo que habré hecho mal en mis treinta y tres años como timonel de la patria.

[-Ha vuelto a llamarse a sí mismo «timonel»… Me dan ganas de vomitar.

Pero, en vez de hacerlo, Atanas escupió humo sobre la imagen de Stoyo Petkanov.]

– ¿Preferiría usted verse acusado de saquear y robar el país, de un vandálico pillaje económico? -se sintió autorizado a sugerir Solinsky.

– Yo no tengo ninguna cuenta en Suiza.

[-Pues entonces la tendrá en alguna otra parte.]

– Responda a la pregunta.

– Jamás he sacado nada de este país. Habla usted de saqueo y pillaje… Bajo el socialismo nos beneficiábamos de un rico abastecimiento de materias primas por parte de nuestros camaradas soviéticos. Ahora invitan ustedes a los americanos y a los alemanes a que acudan a saquear y robar.

– A invertir.

– Ja! Gastan una pequeña cantidad en nuestro país para obtener beneficios mucho mayores. Así funcionan el capitalismo y el imperialismo, y quienes se lo consienten no sólo son traidores, sino también unos cretinos en economía.

– Gracias por su clase. Pero aún no nos ha dicho de qué preferiría ser acusado. ¿Qué delitos está dispuesto a admitir?

– ¡Con qué facilidad habla usted de delitos! Reconozco haber cometido errores. Como millones de mis conciudadanos, trabajé y erré. Trabajamos y cometimos errores, e hicimos que el país progresara. No cabe elegir unos hechos aislados e imputárselos al jefe del Estado fuera del contexto de la época, de las circunstancias. No me estoy defendiendo sólo a mí mismo, sino también a los millones de patriotas que trabajaron abnegadamente todos esos años.

– Entonces, ¿estaría dispuesto a hablarle a este tribunal de esos «errores» que se digna admitir, y que según parece no alcanzan, a su juicio, la condición de delitos?

– Sí -respondió Petkanov, dejando sorprendido al fiscal, que dudaba ya de que el acusado fuera capaz de decir una palabra tan simple-. Soy responsable de la crisis precursora del 12 de octubre, y deseo que se arroje luz sobre mi parte de responsabilidad. Y pienso que, tal vez -prosiguió con su mejor tono de estadista-, que tal vez debería ser juzgado por la deuda exterior de la nación.

– ¡Bueno! Por lo menos es usted responsable de algo. Recuerda algo y se sabe también responsable de ello. Y ¿cuál cree usted que pudiera ser la sentencia adecuada para quien, en un último intento de retener el poder, hizo que se disparara la deuda exterior de la nación hasta el punto de que equivale ahora a dos años de salario por cada hombre, cada mujer y cada niño del país?

– En gran parte es culpa de ustedes -replicó tranquilamente Petkanov-, puesto que, según creo, la tasa de inflación actual está sobre el cuarenta y cinco por ciento, mientras que bajo el socialismo la inflación no existía, dado que empleábamos métodos científicos para combatirla. Naturalmente, en los días que precedieron al 12 de octubre celebré consultas con los principales expertos en materia económica del Partido y de la nación, en cuyos informes por escrito me apoyé, pero soy el primero en desear que se aclare cuál fue mi parte de responsabilidad. Y que luego, por descontado -prosiguió con una complacencia todavía más evidente-, el pueblo me juzgue por ella.

– Señor fiscal general -cortó el presidente del tribunal-, me parece que es hora de volver a temas más inmediatos.

– Perfectamente, señoría. Veamos, señor Petkanov: ¿es o no cierto que el 25 de junio de 1976 adjudicó usted, o dio instrucciones para que le fuera adjudicada, o permitió la adjudicación, al citado Milan Todorov, de una vivienda de tres habitaciones en el bloque Oro del polígono Amanecer?

Petkanov volvió a sentarse y agitó la mano en un ademán de fastidio.

– ¿Tiene usted un buen piso? -preguntó sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Y usted? ¿Y usted? ¿Y usted? -Se dio la vuelta en su duro sillón y, dirigiéndose a la maternal funcionaría de prisiones que permanecía de pie a sus espaldas, le preguntó-: ¿Y usted?

[-Pues yo tengo un apartamento miserable -dijo Dimiter-. La quinta parte de un apartamento de mierda.

– Y ¿qué esperas? Le debes dos años de salario al presidente Bush. Aún tienes suerte de no vivir con los gitanos.

– Trabajamos y cometimos errores. Trabajamos y nos equivocamos.

– De verdad que la jodimos.]

Maria Solinska tuvo que esperar una hora frente al bloque 1 del polígono de la Amistad hasta que llegó el autobús. No, yo no tengo un buen piso, pensaba. Quiero un apartamento más espacioso para Angelina, donde no se nos vaya la luz cada dos horas, donde no haya cortes de agua como el de esta misma mañana. Daba la impresión de que la ciudad entera se venía abajo. La mayoría de los automóviles no podían circular a causa de las restricciones de gasolina. Y hasta los transformados para funcionar con gas permanecían cubiertos con plásticos, puesto que se había limitado el consumo de gas a usos domésticos. Los autobuses funcionaban cuando la compañía recibía alguna cisterna de combustible, si los mecánicos podían ponerlos en marcha, y si los sinvergüenzas que los conducían se dignaban presentarse al trabajo, entre trato y trato de compraventa de dólares en el mercado negro.

Había cumplido cuarenta y cinco años. Se consideraba atractiva aún, aunque eso no podía deducirlo con certeza de la intermitente fogosidad de Peter. Durante el cambio, todos habían estado demasiado ocupados, o se sentían demasiado cansados, para hacer el amor: era otra cosa que se venía abajo. Y después, cuando volvieron a hacerlo, los atenazó el temor a las consecuencias. Durante el último año estadístico, el número de nacidos vivos había sido superado tanto por el de abortos como por el de defunciones. ¿Qué mejor dato para conocer la situación de un país?

A decir verdad, no se le podía pedir a la esposa del fiscal general que tomara el autobús para ir a la oficina y que viajara en él emparedada entre rollizas posaderas campesinas. Siempre había trabajado de firme, y no lo había hecho mal, a su juicio. Su padre fue un héroe de la lucha contra el fascismo. Y su abuelo uno de los primeros miembros del Partido, al que se había afiliado antes que el propio Petkanov. No había llegado a conocerle, y durante años la familia apenas si se refirió a él; pero, cuando llegó aquella carta de Moscú, pudieron sentirse de nuevo orgullosos de él. Le había mostrado a Peter el certificado, pero él se negó a compartir su satisfacción y comentó malhumorado que dos errores no constituían un acierto. Una respuesta típica de su actual actitud, taciturna, presuntuosa en su encumbramiento.

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