Julian Barnes - El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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Solinsky se permitió una sonrisa. Realmente, aquel soldado se había transformado con excesivo éxito en un burócrata.

– No me irá a decir que las fuerzas de seguridad desaprobaban algunas sinfonías de Prokofiev…

– No… Bueno, no exactamente; aunque, ahora que usted lo dice, hubo muchas críticas a propósito del programa del II Congreso Internacional de Jazz.

– Creía que el Partido estaba a favor del jazz como auténtica voz de un pueblo oprimido por el capitalismo internacional.

– Y así era. Se pronunció más de una vez en este sentido. Pero el particular individualismo de un concreto intérprete oprimido, unido al personal interés de la ministra de Cultura por su bienestar, fue considerado perjudicial para el futuro del socialismo.

– Comprendo. -Tal vez hubiera una pizca de sentido del humor en aquel gordinflón-. ¿Sin excepción?

– Sin excepción. Las ambiciones personales de la ministra de Cultura parecieron peligrosas y antisocialistas. Su gusto por bienes personales importados se tachó de decadente y antisocialista.

– ¿Importaba también músicos personales?

– También. Y las ambiciones y deseos del propio presidente con respecto a su hija, según estas notas preliminares para un informe final que aún no ha visto la luz, fueron considerados lesivos para los intereses del Estado.

– ¿Lo eran? -Solinsky empezaba a sentirse interesado. Aquello tenía poco que ver con la causa criminal número 1, pero era ciertamente interesante-. ¿Me está usted diciendo que el Departamento de Seguridad Interior la asesinó?

– No.

– ¡Qué lástima!

– No tengo pruebas para afirmarlo.

– Pero… ¿y si encontrara usted esas pruebas?

– Se las comunicaría a usted, naturalmente.

– Dígame, general… ¿Hasta qué punto afirmaría usted que estaba controlado en aquellos tiempos el Departamento de Seguridad Interior?

Ganin reflexionó unos momentos antes de responder:

– Yo diría que, poco más o menos, como siempre. Quiero decir que siempre lo estuvo. En algunas áreas, el control y la obligación de informar eran estrictos. En otras, las operaciones eran aprobadas genéricamente, y no se exigían informes detallados. Y en determinadas áreas especiales el Departamento de Seguridad Interior actuaba según su propio criterio acerca de lo más conveniente para los intereses de la seguridad del Estado.

– ¿Lo cual incluía cargarse a la gente?

– Por supuesto. No a muchos, que sepamos. Y, en todo caso, no desde hace algunos años.

– Por falta de pruebas, claro.

– Exacto.

Solinsky asintió gravemente. Informes destruidos. Pruebas borradas. Cuerpos eliminados hacía mucho tiempo en el crematorio. Todos sabían lo que había sucedido, lo supieron mientras sucedía. Sin embargo, cuando las personas como él trataban de elaborar una serie de acusaciones contra el hombre que lo había dirigido, era como si nada de todo aquello hubiera ocurrido. O como si lo ocurrido fuera en cierto modo normal y, por lo tanto, casi disculpable. La conspiración de la normalidad, incluso en el reino de la locura.

Porque, como todos estaban al tanto de lo que ocurría, todos lo habían aprobado tácitamente. ¿O eso era demasiado rebuscado? Atribuir la culpabilidad a todos era otra moderna conspiración popular. No, la gente no había hablado fundamentalmente por temor. Un temor muy justificable. Y una parte de su tarea, ahora y todos los días, en la televisión, era contribuir a erradicar el temor, a dar al pueblo la seguridad de que jamás tendrían que volver a rendirse ante el miedo.

Stoyo Petkanov se reía entre dientes cuando se subió al Zil estacionado al pie de la escalinata del Tribunal del Pueblo. No había montado en uno de esos automóviles desde hacía años. Él siempre utilizaba un Mercedes, por lo menos en los últimos tiempos. El Chaika que habían puesto a su disposición hasta entonces estaba bastante bien, aunque tenía la suspensión algo dura. Pero aquella mañana, con una excusa tonta, le enviaban un viejo cacharro de los años sesenta. Bueno, podría soportar eso y más. Aunque le hubieran obligado a subir a un jeep seguiría estando de buen humor. Había tenido otro día excelente. A aquel flaco intelectual de ojos saltones al que habían encargado conducir la acusación contra él debía de estar cayéndole el pelo ahora. El viejo zorro los tenía a todos en danza.

Se retrepó en aquel asiento extraño y empezó a compartir sus reflexiones con los dos soldados de escolta.

– Lo que ocurre con un viejo zorro -empezó- es que…

Fuera, en el bulevar, un tranvía se paró bruscamente con un chirriante y agudo estruendo metálico. La comitiva tuvo que detenerse también. Ja!, todo se les está viniendo abajo. Ni siquiera saben conducir los autobuses. Se fijó en la multitud situada detrás de un zigzag de vallas mal puestas. Están dejando que se acerquen más de lo que solían, pensó: más, por lo menos, que cuando él viajaba en su Mercedes.

Petkanov advirtió que algunos jóvenes gamberros detrás de la valla más próxima lo increpaban agitando el puño. Me lo debéis todo a mí -les respondió en silencio-: construí el hospital en que nacisteis, construí vuestra escuela, le di a vuestro padre una pensión, salvé al país de una invasión, y ahí estáis, escoria de mierda, atreviéndoos a enseñarme las uñas a mí. Pero ahora estaban haciendo algo más que eso. Dos de las vallas habían sido empujadas a un lado y algunos exaltados corrían hacia el coche. Mierda. Mierda. ¡Los muy cabrones! Comadrejas traidoras. Por eso le habían puesto hoy el Zil… Así habían decidido que sucediera, en plena calle… Y de pronto sintió que su rostro iba a dar contra la gastada alfombrilla roja del piso del coche y que un soldado le retenía allí hundido, sujetándole con todo su peso. Oyó un atronador martilleo metálico y, de pronto, notó el rasponazo de la alfombrilla en su cara al arrancar el Zil a toda velocidad y realizar un violento giro chirriando para sortear al tranvía parado. Le mantuvieron pegado al suelo hasta que estuvieron de vuelta en el aparcamiento subterráneo del Ministerio de Justicia (antigua Oficina de Seguridad del Estado).

– ¡Joder! -exclamó el soldado al retirarse de encima de él-. ¡El abuelo se ha cagado de miedo!

Soltó una risotada y el chófer y el otro soldado se sumaron a ella.

– Ahora le toca a él cagarse -comentó el chófer.

Continuaron vejándole todo el camino hasta el sexto piso, haciéndole dar un rodeo, exhibiéndole cuando se cruzaban con alguien y tratando de inventar una burla diferente en cada nueva frase: «El tío se ha manchado los pantalones», «Es hora del orinalito para el presidente». Y cada comentario, por tonto que fuera, hacía que arreciaran sus risas. Finalmente llegaron a su habitación y le dejaron solo para que se aseara.

Media ahora después se presentó Solinsky.

– Le pido disculpas por este momentáneo fallo de seguridad.

– Habéis desaprovechado la ocasión. A estas horas deberíais estar mostrando mi cadáver a los medios informativos de América.

Podía imaginarse los falsos titulares. Se acordaba de los cadáveres yacentes de los Ceausescu. Perseguidos y fusilados a toda prisa tras un juicio secreto. ¡Clavadles la estaca a los vampiros, aprisa, aprisa! El cuerpo de Nicolae, el mismo que había abrazado en tantas ceremonias oficiales, yaciendo sin vida. Con el cuello de la camisa y la corbata impecables y con una leve sonrisa irónica en los labios que él, Stoyo Petkanov, había besado tantas veces en el aeropuerto. Tenía los ojos abiertos; recordaba perfectamente ese detalle. Ceausescu estaba muerto, y la televisión rumana exhibía su cuerpo, pero tenía los ojos abiertos. ¿No hubo nadie que se atreviera a cerrárselos?

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