No le importaba en absoluto lo que pudiera ocurrirle a su vida, pero sí lo que pudiera ser de su fe. Estaban vendiendo pornografía junto al Mausoleo del Primer Líder. Los curas lo mangoneaban todo. Los capitalistas husmeaban por todo el país como perros en celo. El príncipe heredero, como hablan empezado a llamarlo de nuevo los periódicos, estaba visitando los palacios de su familia, diciendo, por supuesto, que no volvería como rey, sino como un hombre de empresa para ayudar a su país si se le permitía hacerlo. Y luego envió a su mujer por delante, y cuando ésta acudía a presenciar un partido de fútbol, nadie miraba el juego. ¿Y toda aquella cháchara acerca de si el pueblo deseaba o no un referéndum sobre el retorno de la monarquía, como si la cuestión no hubiera quedado zanjada hacía años? Los trucos de siempre. ¿Por qué no publicaban los periódicos aquella fotografía de los tres tíos del príncipe heredero vistiendo el uniforme de la Guardia de Hierro?
Y el siguiente tenía que ser él, Stoyo Petkanov, el Segundo Líder, el timonel de la patria, el defensor del socialismo. Aquel mierda de Gorbachev lo jodió todo, todo. Se presentó aquí en visita real, soltando dos palabritas y haciendo una pausa para que todo el mundo aplaudiera. Y para comunicarnos, a la vez, que desgraciadamente no podría seguir aceptando nuestra moneda como pago de su petróleo. Sólo divisas fuertes. Ni siquiera pareció advertir la ironía de aquella situación: el presidente del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ¡pidiéndole dólares americanos al líder de su más fiel aliado socialista! Cuando le dije que el país tenía poquísimos dólares, Gorbachev replicó que la fórmula para conseguirlos era reestructurar el país con mayor apertura.
Petkanov se sentía muy orgulloso de lo que sucedió a continuación:
– Camarada presidente -le había dicho-, tengo una propuesta propia, una reestructuración que sugerirle. Mi país atraviesa ahora ciertas dificultades momentáneas, cuyas causas usted y yo conocemos. Nuestras dos naciones se han esforzado siempre en caminar estrechamente unidas por la senda del socialismo. Fuimos su leal aliado cuando hubo que hacer frente a las fuerzas contrarrevolucionarias en 1968. Ahora viene usted a anunciarnos que nuestra moneda ya no le resultará válida, que hay que establecer una nueva separación entre nuestros dos países… Yo no veo la necesidad de esto y, si me lo permite, le diré que tampoco me parece una actitud fraterna. Tengo al respecto una idea distinta, una visión diferente del futuro. Propongo que, en lugar de que nuestras dos naciones vayan cada una por su propio camino rojo a la hora de atravesar este pedregal que nos ha salido al paso en la ascensión a la gran cumbre, propongo, digo, que nos unamos aún más.
Pudo ver que sus palabras suscitaban vivo interés en Gorbachev.
– ¿Qué quiere usted decir? -preguntó el ruso.
– Abogo por la plena integración política de nuestros respectivos Estados.
A Gorbachev lo pilló por sorpresa; en los protocolos preliminares no se había abordado este tema. No sabía cómo manejar la situación. Había venido a decirle al Segundo Líder cómo debía proceder en su propio país, tras haber decidido de antemano que iba a vérselas con algún camarada imbécil de la vieja escuela, incapaz de entender hacia dónde iba el mundo. Pero él , Stoyo Petkanov, era el único que tenía un plan, y aquello no le había hecho demasiada gracia al ruso.
– Explíquese -le había dicho Gorbachev.
¡Vaya si se explicó! Le habló del continuado y leal esfuerzo hecho por su nación para el triunfo del socialismo, la solidaridad internacional y la paz. Se refirió a la histórica lucha de su pueblo y a sus constantes aspiraciones. Expuso francamente las contradicciones que podrían surgir, y que podrían minar los intereses de la construcción social si se pasaban por alto y si el Partido y el Estado no emprendían una acción decidida para solventarlas. De pasada, pero en el centro de su reflexión, evocó su epifanía de adolescente en el monte Rykosha. Y, para concluir, habló con apasionamiento del futuro, de sus retos y oportunidades.
– Si no le entiendo mal -había dicho finalmente su interlocutor-, está usted proponiendo que su país se incorpore a la URSS como decimosexta república de la Unión Soviética.
– Exactamente.
En consideración al lamentable incidente ocurrido a las puertas del tribunal, se ofreció a la defensa aplazar las sesiones un día. Las abogadas del Estado Milanova y Zlatarova, con las que el ex presidente había empezado inesperadamente a consultar temas menores, se mostraron a favor de ese aplazamiento; pero Petkanov las desautorizó. A la mañana siguiente, pues, cuando el fiscal general comenzó a acosarle de nuevo a propósito de su notoria avaricia, su talante era amable, rebosando inocencia por todos los poros.
– Soy un hombre corriente -respondió-. Me basta con poco. En todos mis años al frente de la nación, jamás he pedido gran cosa para mí.
[-Los locos piden mucho, pero es más loco quien se lo concede.]
– Mis gustos son sencillos. Tengo pocas necesidades.
[-¿Qué puedes necesitar, cuando eres dueño de todo el país?
– Más que dueño del país: dueño de nosotros también. De nosotros.]
– No tengo dinero atesorado en Suiza.
[-Entonces debe de tenerlo en alguna otra parte.]
– Cuando en mi propiedad aparecieron objetos de oro tracios, los entregué voluntariamente al Museo Arqueológico Nacional.
[-Eso es que prefiere la plata.]
– No soy como esos presidentes imperialistas de Estados Unidos, que se presentan ante sus compatriotas como gente corriente y dejan luego el puesto cargados de riquezas.
[-¡Venga ya!]
– He recibido muchos galardones internacionales, pero siempre los he aceptado en nombre del Partido y del Estado. A menudo he contribuido con mi propio dinero al sostenimiento de los orfanatos de la nación. Cuando la Editorial Lenin insistió en que aceptara los derechos de autor por mis libros, ya que, si no, los escritores no se animarían a hacer lo mismo, entregué siempre la mitad a los orfanatos. Y esto no siempre se hizo público.
[-Nosotros somos los huérfanos.]
– Mi difunta esposa jamás vistió modelos de París.
[-Pues debería haberlo hecho para disimular que era una bola de sebo.
– ¡Raisa! ¡Raisa!]
– Y, ya que hablamos de eso, mis trajes me los hacían con tejidos procedentes de una cooperativa municipal próxima al pueblo donde nací.
Solinsky ya no pudo más. Al comienzo de la sesión matinal tal vez estaba predispuesto a dejar que las cosas siguieran tranquilamente su curso. Pero su tolerancia disminuía por momentos, y el ataque de cansancio que sentía le provocaba incluso náuseas.
– No hablamos de sus trajes -le cortó con tono perentorio y sarcástico-. Y no nos interesa oír que usted se cree a sí mismo un dechado de virtudes. Estamos investigando su corrupción. Investigando la forma en que usted sangró sistemáticamente a este país hasta su muerte.
El presidente del tribunal comenzaba a sentirse cansado también.
– Sea usted más concreto -le instó-. Éste no es el lugar adecuado para formular meras denuncias. Deje eso a los que peroran en las plazas públicas.
– Sí, señoría.
– Pero… ¿qué es corrupción? -Petkanov volvió a tomar el tema, suavemente, como si el irritado exabrupto de Solinsky hubiera sido una simple sugerencia-. ¿Por qué no hablar de trajes? -Estaba de pie, con las manos apoyadas en la baranda acolchada del banquillo; semejaba una figura compacta, con la cabeza hundida entre los hombros y sólo la nariz inquisitiva alzada para olfatear la atmósfera de la sala. Era, ese día, el único que daba muestras de tener energía; el único capaz de conducir la sesión-. ¿No estará la corrupción en el ojo de la denuncia? Permítanme poner un ejemplo. -Hizo una pausa, a sabiendas de que su oferta de información concreta, en claro contraste con sus habituales negativas y fallos de memoria, suscitaría la atención de todos-. Tomemos al señor fiscal general… Recuerdo aquella ocasión que le enviamos a Italia. A mediados de los setenta, ¿verdad? Usted era entonces, o decía serlo por lo menos, un miembro leal del Partido, buen comunista, socialista auténtico. Como recordará, sin duda, le enviamos a Turín, formando parte de una delegación comercial. Y pusimos a su disposición cierta cantidad de divisas, el fruto del trabajo de sus compatriotas. Era un privilegio, pero se lo dimos.
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