El último acto de este proceso -el fin del principio- era el juicio a Petkanov. Vera insistió en que lo presenciaran los cuatro. Puesto que no les iba a ser posible entrar en la sala, podían seguir su desarrollo por televisión. Seguirlo minuto a minuto, no perderse ni un instante del repentino paso de la nación desde una dilatada adolescencia a la madurez que se le había negado.
– Y ¿qué me decís de los apagones? -objetó Atanas.
Era un problema, realmente. Cada cuatro horas -salvo cuando ocurría cada tres- había un corte de fluido eléctrico que duraba una hora, o a veces dos. Dichos cortes afectaban por turno a diferentes distritos. Vera y Stefan vivían en el mismo distrito eléctrico, así que por esa parte no había nada que hacer. La casa de Atanas estaba más allá de los bulevares, hacia el sur, a unos veinte minutos largos de autobús. Y el distrito de Dimiter se hallaba más próximo: a un cuarto de hora paseando y a unos ocho minutos corriendo. Podían, pues, empezar en casa de Stefan (o en la de Vera, cuando los padres de Stefan se hartaran de ellos), trasladarse a casa de Dimiter como primera alternativa y, en caso de emergencia -si ambos distritos estaban a oscuras- ir en autobús a casa de Atanas.
Pero… ¿y si el apagón se producía en mitad del juicio, justo cuando Petkanov estuviera en mayores apuros, con el fiscal acusándole de haber estafado al país, de mentir y robar, de gobernarlo tiránicamente, de haber recurrido al asesinato? Pues que se perderían casi diez minutos de retransmisión mientras corrían a casa de Dimiter. O, peor aún, veinte minutos en el camino a la de Atanas.
– Cuarenta -precisó Atanas-. Con el racionamiento de gasolina y las huelgas de autobuses, eso es lo que tienes que contar ahora. ¡Cuarenta minutos!
Fue Stefan, el ingeniero, quien encontró la solución. La Dirección Estatal de Electricidad hacía público cada mañana su programa de «interrupciones del servicio», como púdicamente las llamaba, para las próximas treinta y seis horas. Su plan funcionaba del siguiente modo: supongamos que estaban viendo la televisión en casa de Vera, y que había previsto un apagón para determinada hora. Dos de ellos partirían para el apartamento de Dimiter diez o quince minutos antes. Los otros dos se quedarían hasta que desaparecieran las imágenes, e irían luego a reunirse" con los primeros. Al final del día, cada equipo informaría al otro de lo ocurrido en los diez minutos, más o menos, que se hubieran perdido. O de los cuarenta minutos en blanco, si habían tenido que trasladarse al sur de los bulevares.
– Espero que le cuelguen -comentó Dimiter el día antes de iniciarse el juicio.
– Que le fusilen -prefirió Atanas-. Tatatá-tatatá-tatatá .
– ¡Ojalá lleguemos a saber la verdad! -dijo Vera.
– Que le dejen hablar -dijo Stefan-. Que le hagan preguntas concretas que exijan respuestas sencillas, para ver cómo se las arregla con toda esa mierda. ¿Cuánto ha robado usted? ¿Cuándo ordenó que asesinaran a Simeon Popov? ¿Cuál es el número de su cuenta en su banco de Suiza? Que le pregunten cosas así, para que veamos que no responde a ninguna de ellas.
– A mí me gustaría que dieran imágenes del interior de sus palacios -dijo Dimiter-. Y de todas sus amantes.
– No sabemos que tuviera amantes -dijo Vera-. Y, en cualquier caso, eso no es importante.
– Yo querría saber hasta qué punto son peligrosas nuestras centrales nucleares -dijo Stefan.
– Y yo si es cierto que autorizó personalmente al Departamento de Seguridad Exterior para montar el atentado contra el Papa -añadió Dimiter.
– Que le fusilen -insistió Atanas.
– Que informen acerca de las prebendas del Politburó -pidió Dimiter.
– Que nos digan cuánto debemos, cada uno de nosotros -dijo Stefan.
– Tatatá-tatatá-tatatá -repitió Atanas-. Tatatá-tata-tá-tatatá.
La semana anterior a la apertura de la causa criminal número 1 en el Tribunal Supremo, el ex presidente Stoyo Petkanov envió una carta abierta a la Asamblea Nacional. Pretendía con ello impulsar decididamente su defensa ante el pueblo y ante el Parlamento, en la prensa y en la televisión, antes de que llegara el momento en que las tendencias fascistas imperantes lograran amordazarle. La carta decía así:
Estimados Representantes de la Nación:
Las circunstancias me mueven a dirigirles esta carta. Determinadas circunstancias reveladoras, a mi juicio, de que algunas personas quieren utilizarme para alcanzar sus propios intereses políticos y sus ambiciones personales. Vaya por delante mi declaración de que jamás me dejaré manejar por ningún grupo político.
Que yo sepa, en la historia moderna sólo un jefe de Estado ha sido juzgado y condenado hasta ahora: el emperador Bokassa, en África (que fue hallado culpable), por conspiración, asesinatos y canibalismo. Yo seré el segundo.
En lo tocante a mi responsabilidad personal, puedo decirles incluso ahora, con plena conciencia y tras haber hecho un detenido balance de mi vida, que asumo plena responsabilidad política de todos mis actos como líder del Partido de este país y jefe del Estado durante treinta y tres años. Si lo bueno supera o no a lo malo, si durante todos estos años hemos caminado en la oscuridad y en la desesperanza, si las madres han podido traer al mundo a sus hijos, si hemos vivido en paz o en el temor, y si nuestro pueblo ha tenido ideales y metas, son cosas que no me corresponde juzgar a mí mismo.
Las respuestas a estas preguntas sólo pueden darlas nuestro pueblo y su historia. Sé que serán jueces severos. Pero a la vez tengo el convencimiento de que también van a ser justos, y que rechazarán categóricamente tanto el nihilismo político como la descalificación total.
Todo lo he hecho en la creencia de que era bueno para mi país. He cometido errores durante el camino, pero no crímenes contra mi pueblo. Y, por esos errores, estoy dispuesto a aceptar cualquier responsabilidad política.
3 de enero de 1991
De ustedes, respetuosamente,
Stoyo Petkanov
Como muchos de sus coetáneos, Peter Solinsky había crecido dentro del Partido. Fue de niño pionero rojo, se afilió a las Juventudes Socialistas después, y finalmente fue miembro de pleno derecho del Partido, cuyo carnet recibió poco antes de que su padre fuera víctima de una de las habituales purgas de Petkanov y se viera obligado a exiliarse. Hubo al principio amargas palabras entre padre e hijo, puesto que Peter, con toda la autoridad de la juventud, sabía que el Partido estaba siempre por encima del individuo y que esto era aplicable al caso de su padre como al de cualquier otro. El propio Peter había estado durante algún tiempo bajo sospecha; y tenía que reconocer que, en aquellos días de negros nubarrones, su matrimonio con la hija de un héroe de la lucha antifascista le brindó cierta protección. Poco a poco había recuperado el favor del Partido; y en una ocasión incluso le enviaron a Turín formando parte de una misión comercial; hasta le facilitaron cierta cantidad de divisas, diciéndole expresamente que las gastara, lo cual le había hecho sentirse privilegiado. Como es de suponer, no permitieron que Maria le acompañara en aquel viaje.
Frisaba en los cuarenta cuando le nombraron profesor de Derecho en la segunda universidad de la capital. Su apartamento en el bloque 307 del polígono de la Amistad les había parecido entonces lujoso. Tenían un coche pequeño y una casita en los bosques de Ostova; y acceso limitado, pero regular, a las tiendas especiales. Angelina, su hija, era una chica alegre, mimada, y feliz de que la mimaran. ¿Qué le hizo considerar insatisfactorio ese estilo de vida? ¿Qué era lo que le había llevado a convertirse -como le calificaba Verdad aquella misma mañana- en un parricida político?
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