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Julian Barnes: El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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Oyó el taconazo del soldado que anunciaba la llegada de Solinsky, pero no volvió la cabeza. En cualquier caso, sabía con quién iba a encararse: un joven rechoncho y seboso, de expresión zalamera, enfundado en un traje italiano de tejido brillante; el hijo contrarrevolucionario de un contrarrevolucionario, el hijo cagueta de un cagueta. Durante unos segundos más siguió mirando por la ventana. Finalmente, sin dignarse mirarle, dijo:

– Así que ahora hasta vuestras mujeres protestan.

– Están en su derecho.

– ¿Quiénes serán los siguientes? ¿Los niños? ¿Los gitanos? ¿Los deficientes mentales?

– Están en su derecho -repitió Solinsky sin inmutarse.

– Puede que estén en su derecho, pero ¿qué importa eso? Un gobierno incapaz de mantener a sus mujeres en la cocina está jodido, Solinsky, jodido.

– Bueno… ya veremos, ¿no cree?

Petkanov asintió para sí y por fin se volvió.

– De todas formas, ¿cómo estás, Peter? -dijo acercándose al fiscal general con la mano tendida-. Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos. Te felicito por… tus recientes éxitos.

No, tenía que reconocer que ya no era un muchacho, ni un tipo regordete: cetrino, enjuto, pulcro, con incipientes entradas en el pelo. De momento se le veía perfectamente dueño de sí. Pero eso podía cambiar.

– No nos hemos visto -replicó Solinsky- desde que me retiraron el carnet del Partido y fui denunciado en Verdad como simpatizante del fascismo.

Petkanov soltó una carcajada.

– Pues no parece que te haya ido tan mal. ¿O desearías seguir perteneciendo al Partido? La afiliación sigue abierta, ya sabes.

El fiscal general se sentó a la mesa, con las manos sobre una carpeta de cartulina que tenía ante sí.

– Me dicen que tiene la intención de rechazar que le representen legalmente.

– Así es -contestó Petkanov, que permanecía de pie, juzgando tácticamente ventajosa esa posición.

– Sería aconsejable…

– ¿Aconsejable? Me he pasado treinta y tres años haciendo las malditas leyes, Peter; sé lo que significan.

– Sin embargo, el tribunal ha designado a las abogadas del Estado Milanova y Zlatarova para que le aconsejen en su defensa.

– ¡Más mujeres! Diles que no molesten.

– Se les ha ordenado comparecer ante el tribunal, y actuarán en consecuencia.

– Ya veremos. Oye… ¿cómo está tu padre, Peter? Creo que no anda muy bien de salud.

– Tiene cáncer, avanzado.

– Lo siento. ¿Le darás un abrazo de mi parte la próxima vez que le veas?

– Lo dudo.

El ex presidente observó las manos de Solinsky: eran finas, cubiertas de vello negro hasta la parte inferior del nudillo medio; las yemas de sus dedos, huesudos, tamborileaban nerviosamente sobre la pálida cartulina. Deliberadamente, Petkanov insistió.

– Peter… Peter… Tu padre y yo éramos viejos camaradas. Por cierto, ¿qué tal sus abejas?

– ¿Las abejas?

– Si no recuerdo mal, tu padre cría abejas, ¿no?

– Bien, ya que lo pregunta, están enfermas también. Muchas han nacido sin alas.

Petkanov soltó un gruñido, como si aquello fuera una muestra de desviacionismo ideológico por parte de las abejas.

– Tu padre y yo luchamos juntos contra los fascistas -añadió.

– Y luego usted le depuró.

– El socialismo no se ha construido sin sacrificios. Tu padre lo entendía así. Hasta que empezó a meter su conciencia por todas partes, como si fuera su polla.

– Debería haber acabado la frase antes.

– ¿Qué frase?

– El socialismo no se ha construido. Tendría que haberla acabado ahí. Eso habría sido más exacto.

– ¿Así que pensáis colgarme? ¿O preferís el pelotón de fusilamiento? Tengo que preguntar a mis distinguidas asesoras legales qué se ha decidido al respecto. ¿O esperáis, acaso, que me arroje yo mismo por esa ventana? ¿Es ésa la razón de que no me permitáis acercarme a ella hasta el momento oportuno?

Cuando vio que Solinsky declinaba responderle, el ex presidente se dejó caer pesadamente en la silla enfrente de él.

– ¿Con qué leyes me vais a juzgar, Peter? ¿Con las vuestras o con las mías?

– De acuerdo con las suyas, por supuesto. Conforme a su propia Constitución.

– Y ¿de qué me hallaréis culpable? -preguntó en tono enérgico, pero conciliador.

– Personalmente, me parece culpable de muchas cosas. Robo. Malversación de fondos del Estado. Corrupción. Especulación. Delitos monetarios. Extorsión. Complicidad en el asesinato de Simeon Popov.

– De eso no supe nada. En todo caso, tengo entendido que murió de un ataque al corazón.

– Complicidad en tortura. Complicidad en intento de genocidio. Innumerables conspiraciones para pervertir el curso de la justicia… Pero las acusaciones concretas que se formularán las conocerá usted dentro de pocos días.

Petkanov gruñó, como si estuviera sopesando los pros y los contras de un trato.

– Por lo menos no se me acusa de violación. Llegué a pensar que todas esas mujeres estaban protestando por eso: porque, según el fiscal general Solinsky, las había violado a todas. Pero ya veo que se manifestaban sólo porque ahora hay menos víveres en las tiendas de los que hubo en cualquier momento bajo el socialismo.

– No he venido aquí -replicó envaradamente Solinsky- a discutir las dificultades inherentes al paso de una economía dirigida a una economía de mercado.

Petkanov soltó una risita.

– Mi enhorabuena, Peter…, mi enhorabuena.

– ¿Por qué?

– Por tu frase. Me ha parecido oír a tu padre. ¿Estás seguro de que no quieres unirte a nuestra rebautizada organización?

– Volveré a hablar con usted próximamente en el tribunal.

Petkanov siguió sonriendo mientras el fiscal reunió los papeles y se fue. Luego se acercó al joven soldado que había estado presente durante la entrevista.

– ¿Te ha parecido divertido, muchacho?

– No he oído nada -fue la increíble respuesta del soldado.

– Resulta que existen dificultades inherentes al paso de una economía dirigida a una economía de mercado -repitió el depuesto presidente-. Vamos, que no hay comida en las jodidas tiendas.

¿Le fusilarían? Bien…, no había peligro inminente. Y, probablemente, no lo harían: les faltaban redaños. O, mejor dicho, tenían suficiente buen juicio para no convertirle en un mártir. Era mucho mejor desacreditarle. Pero él no se lo consentiría. Montarían el juicio a su manera, como les conviniera más, mintiendo y haciendo trampas y amañando pruebas, pero quizá aún le quedaran algunos ases guardados en la manga. No se limitaría a representar el papel que le asignaran. En su cabeza tenía un guión distinto.

Nicolae… A él le fusilaron. Y en Navidad. Pero lo hicieron en caliente: le echaron de su palacio, vigilaron la ruta de su helicóptero, siguieron su coche, le llevaron a rastras ante lo que grotescamente llamaron un tribunal popular, le encontraron culpable de haber asesinado a sesenta mil personas, y le fusilaron… Los fusilaron a los dos, a Nicolae y a Elena: ni más ni menos como quien atraviesa con una estaca de madera al vampiro. Es lo que dijo alguien: clavadle, clavadle la estaca al vampiro antes de que se ponga el sol y esté de nuevo en condiciones de volar. Eso había sido: miedo. No la ira del pueblo, o como quisieran llamarlo de cara a los medios de comunicación de Occidente; simplemente, que se les aflojaron las tripas y se mancharon de mierda los calzoncillos. ¡Clavádsela, venga! Estamos en Rumania… ¡Clavádsela, atravesadle el corazón con una estaca! Pero ahora no había un peligro inminente.

Hecho lo cual, lo primero o casi lo primero que se les ocurrió montar en Bucarest, fue… un desfile de modas. Lo había visto por televisión: furcias enseñando las tetas y los muslos, y una diseñadora que se mofaba de la ropa que llevaba Elena, proclamaba a los cuatro vientos que la esposa del Conducator tenía «mal gusto» y despreciaba su manera de vestirse como «típicamente pueblerina». Petkanov recordaba aquella frase y el tono en que fue dicha. Ésas tenemos ahora: hemos vuelto a las andadas, a que las presumidas zorras burguesas campen a sus anchas y se burlen de la forma de vestir del proletariado. ¿Para qué necesita el ser humano las ropas? Sólo para mantenerse caliente y ocultar sus vergüenzas. Siempre ocurría igual cuando algún camarada empezaba a mostrar tendencias desviacionistas: podías apostar que viajaría a Italia a comprarse un reluciente traje y que regresaría pareciendo un gigoló o un mariconazo. Justo lo que había hecho el camarada fiscal general Solinsky en su visita de amistad a Turín. Sí…, interesante, aquel asuntillo. Por suerte, tenía buena memoria para esa clase de cosas.

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