Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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Y sin embargo, apenas ocho horas después de esta escena, Olivia Uriarte estaba muerta. Esta vez de verdad.

Recuerda, recuerda

– Tranquila, señora, lo más importante ahora es que haga memoria. Ya sé que son momentos difíciles, pero intente sobreponerse y pensar con claridad. Vamos a hacer una ronda de preguntas a todos ustedes, posiblemente por separado, por lo que es necesario que permanezcan en sus camarotes.

Ágata observó al hombre que tenía delante. «Qué poco se parecen los policías de verdad a los de las películas -pensó al ver a aquel guardia civil tan joven y menudo que casi flotaba dentro de su uniforme verde-. ¿Cuántos años podía tener, ¿veinticuatro? ¿veinticinco? Incluso parecía menos.»

– ¿Quiere que comience a hablar ya? -preguntó.

Pero aquel muchacho (el cabo Padilla, dijo llamarse) la tranquilizó con unos golpecitos en la mano.

– Hay tiempo. Cuando mi superior, el teniente Gálvez, termine con la inspección ocular, procederemos a hacer el atestado. Usted permanezca aquí y procure recordar las horas previas al descubrimiento del cadáver. Todos los detalles son importantes.

Fue Vlad Romescu quien descubrió el cuerpo de Olivia. Eso es lo primero que logra recordar Ágata. Eso, y que éste apareció en la plataforma de los bañistas, sin signos de violencia. Recuerda también cómo, a la voz de alarma del capitán, todos se habían congregado en cubierta junto a la tripulación. Cuando ella llegó, allí estaba ya el doctor Fuguet, que intentó reanimar a la accidentada durante lo que a Ágata le pareció una eternidad, pero sin éxito. ¿Qué había pasado? Alguien aventuró que parecía claro que Olivia hubiese caído de espaldas desde la barandilla de popa. Pero ¿estaba sola en ese momento o había alguien más? Cada uno negó haber visto u oído nada.

Lo que hicieron a continuación fue pedir ayuda por radio y entonces, siguiendo las indicaciones de la Guardia Civil del mar, el barco regresó a tierra. Ahora se encontraban atracados en el puerto de Andratx a la espera de la llegada del forense, pero se hacía esperar. Por lo visto había habido un accidente en carretera con varios muertos y se estimaba que tardaría por lo menos una hora. Había por tanto mucho tiempo para poner en orden las ideas tal como le pidió el cabo Padilla que hiciera. ¿Estarían los demás haciendo lo mismo en sus camarotes? Los recuerdos de unos y otros rara vez coinciden, se dijo Ágata, pero ella estaba muy segura de cuáles eran los suyos. Ahora se preguntaba si tendría razón Olivia cuando decía que la muerte suele anunciarse con pequeños avisos o señales. Reviviendo cierta conversación mantenida con su hermana unas cuantas horas atrás, mientras ésta se vestía para el desayuno, Ágata no tenía más remedio que reconocer que sí.

– ¿Cómo diablos se te ocurre gastar semejante broma estúpida, Oli? Peor aún: cruel y macabra si le añadimos tu numerito de anoche. Fingirte muerta, ¡y además perfumar tu cuarto con olor a almendras amargas como si de una novela de crímenes barata se tratara! ¿A qué vienen tantas estupideces? Supongo que éste es uno más de tus jueguecitos de millonarios aburridos, pero no tiene ninguna gracia. No hay más que ver la cara que se les ha quedado a tus invitados.

– Precisamente eso es lo que yo pretendía, tonta, verles las caras. ¿No lo comprendes?

– Desde luego que no. ¿Qué es lo que tengo que comprender?

– Hay que ver lo simple que puedes llegar a ser a veces, tesoro; intentaré explicártelo de otro modo. Se dice siempre que si uno pudiera estudiar las caras de las personas que tiene alrededor en el momento de morir, no sólo comprendería quién le ha querido de verdad y quién no, sino también quién más desea su muerte e incluso quién está dispuesto a darle matarile. Por tanto, yo ahora sé perfectamente qué piensa cada uno. ¿Te importa subirme la cremallera? ¿Cómo demonios se las arreglan las mujeres que no tienen marido ni mucama para ponerse ropa que se abrocha a la espalda? ¿Cómo te las arreglas tú que nunca has tenido ni una cosa ni otra?

– Ya basta, Oli -la había interrumpido ella a punto de perder la paciencia-, ni siquiera yo, que soy tu hermana, me creo este cúmulo de frivolidades y provocaciones en el que has convertido tu vida. ¿Además, qué quieres decir con eso de verles las caras? ¿Y qué carámbanos ganas con escenas absurdas como la de anoche o como la de hace un rato?

– ¿Aún usas esa exclamación del paleolítico inferior?, ¿carámbanos? Qué deliciosamente absurda eres, mi sol.

– Déjate de tonterías y contesta a lo que te he preguntado.

A continuación Olivia aspiró profundamente y, como quien intenta hacer acopio de paciencia, continuó diciendo:

– Veamos, querida, a ver si esta vez captas la idea. Nadie va por ahí diciendo lo que verdaderamente piensa o siente. ¿No es así? La hipocresía, o lo que es exactamente lo mismo, la buena educación, es un gran invento que sirve, sobre todo, para evitarnos el molesto espectáculo de los pensamientos ajenos. Hasta ahí estamos de acuerdo, ¿verdad? Sin embargo, cuando se rompen las reglas, cuando alguien, como hice yo anoche, dice a las claras lo que posiblemente nadie se atreve siquiera a confesarse a sí mismo, las formas saltan por los aires. Y existe además otro momento aún más interesante en el que no hay disimulo que valga: al producirse una muerte, ya sea real o fingida como la mía de hace un rato. Por eso lo que viste en la cara de todos esos lobos hambrientos minutos atrás no es más que el ensayo general de lo que sucederá dentro de muy poco si los acontecimientos se producen según mis planes.

– ¿Y qué demonios va a suceder? Nada, en absoluto. Ninguna de las cosas que dices tiene pies ni cabeza, a mi modo de ver.

– Precisamente ahí está el problema. En tu forma de ver, en tu forma de pensar, mejor dicho; tú nunca piensas fuera de la caja, tesoro.

– ¿De qué caja? Explícame por favor qué nueva y superferolítica teoría tuya es ésa -retrucó Ágata, más sarcástica que curiosa.

– No es ninguna teoría mía, aunque yo siempre la he practicado. Pensar fuera de la caja significa no razonar como todo el mundo, salirse del dos y dos son cuatro. En otras palabras, es relacionar cosas dispares, sumar peras con manzanas para solucionar lo que aparentemente no tiene solución.

– Vaya estupidez -respondió Ágata, ya muy irritada, y acto seguido se dedicó a descartar con un vaivén hastiado de la mano derecha todo lo que acababa de oír.

Es más, lo archivó en cierto apartado mental suyo muy antiguo, muy misceláneo y molesto que, de tener un rótulo, rezaría algo así como «Cosas de Olivia» o «Disparates de mi hermana». ¿Para qué seguir escuchando tonterías? Eran casi las once y con toda seguridad ya estaría servido en cubierta (y, con un poco de suerte con la presencia en la mesa de Vlad Romescu, como anoche) un gran desayuno. Uno de esos que se disfrutan en sitios pijos y caros y en los que abundan excentricidades como rollmops, arepas, quién sabe si incluso blinis con caviar o huevos rancheros. «A Olivia siempre le ha gustado -ironizó Ágata- mezclar "cuisines". ¿Podré tomarme otro Nongrass 321?», se preguntó, mientras cerraba la puerta del camarote de su hermana para subir a cubierta. Al hacerlo le pareció oír, al otro lado de la hoja, una risa ahogada y a la vez amarga, pero una vez más archivó el dato en el apartado «Cosas de Oli» mientras ponderaba si tomarse un Nongrass o ensayar, en cambio, algún otro nuevo milagro adelgazante. Probar, por ejemplo, una cápsula homeopática, carísima, que le había recomendado su vecina de rellano y que, según había leído en el prospecto que la acompañaba, tenía efectos controladamente laxantes.

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