Doña Cristina San Cristóbal, antes llamada Ana Christie y antes aún Cristobalina Sosa. Obviando las prostituciones, también todas las maniobras rastreras y posiblemente ilegales a las que tuviste que recurrir para llegar donde estás y educar a tu hija, ¿qué estarías dispuesta a hacer ahora por ella? ¿Eliminar a alguien que amenace su felicidad? ¿Vengar una antigua y gran afrenta de la que yo soy culpable? ¿Suprimir cualquier obstáculo que se interponga en el camino de la que consideras «tu» obra maestra? Todo esto y más. ¿Me equivoco, querida?
Y ahora vienes tú, Sonia. El único hombre al que has querido de verdad te dejó plantada por mí, y acabaste en lo que eufemísticamente llaman ahora una «casa de reposo» después de una tentativa de suicidio. Todo el mundo sabe que eres la bondad -y la estupidez, dicho sea de paso- personificada. Pero hasta las personas más pánfilas y estúpidas a veces son capaces de hacer cosas que uno ni imagina…
Vlad, tesoro, en esta lista no podía faltar tu presencia. No eres un invitado, no eres más que un marinero, un criado, un don nadie, condición a la que yo contribuí mucho a que llegaras. Para que lo sepáis: Vlad se acostaba con mi marido y me ocupé de mandarlo a galeras a remar. Por todo ello él me adora, como es lógico.
Muchos se preguntarán por qué he invitado a este aquelarre a dos personas a las que no conozco siquiera, como Miranda de Winter y Kardam Kovatchev. La primera está aquí porque pertenece a una extraña especie. Aquella de los hombres y mujeres que aman demasiado. Y lo hacen tan sin medida ni razón que son capaces hasta de matar con tal de proteger a quienes aman. Como le pasa a Miranda con Cary, por ejemplo. ¿No es así, Miri?
El caso de Kardam es más complejo. Está aquí por una razón que sólo él y yo sabemos. Como la vida está llena de casualidades, resulta que es el hermano de Cósima, la madre de mi pobre hija Clara. Cósima nunca se recuperó de aquel parto. Desde entonces entra y sale de instituciones psiquiátricas a cual más sórdida. Siempre juraste que la vengarías, ¿verdad, Kardam?
Y ahora sólo falta mi querida hermana Ágata. ¿Qué puedo deciros de ella? Supongo que todos conocéis la historia de Caín y Abel. El mayor era Abel, el guapo, el brillante al que todo le salía bien. Era egoísta, vividor, y pasaba el día sin dar golpe; sin embargo, gozaba siempre del favor de Yavé. Luego venía Caín, que era responsable y trabajador pero, por mucho que lo intentaba, todo le salía al revés. Caín el gafe, el insignificante, el pobre hombre. ¿Hace falta que os diga cómo acabó aquello? Es una de las historias más viejas de este mundo.
La voz calló de pronto. Todos se miraron y un silencio espeso se extendió por cubierta. Si alguno intentó moverse, no lo consiguió. Era como si sus músculos se negaran a obedecer. Entonces, desde donde se encontraban, pudieron observar cómo Olivia Uriarte se levantaba de su puesto en la cabecera de la mesa y lentamente desaparecía hacia el interior del barco, igual que si fuera devorada poco a poco por las entrañas del Sparkling Cyanide.
¡Por Dios, que abran esa puerta!
«Qué sueño tan extraño he tenido -he aquí lo primero que pensó Ágata al despertar muy temprano a la mañana siguiente. Le dolía la cabeza y le zumbaban los oídos pero, aparte de esos detalles, no creía posible que lo que recordaba de la noche anterior hubiera tenido lugar en realidad-. Debió de ser una absurda pesadilla -se dijo, y sin embargo, allí estaba, para desdecirla, el vestido que llevara la noche anterior e incluso el pastillero en el que había guardado las dos cápsulas de Nongrass 321 ahora vacío-. ¿Y si entre los efectos secundarios de aquel medicamento estuvieran las pesadillas e incluso pequeñas alucinaciones? -pensó-. No, claro que no, pero en todo caso debía tener más cuidado de ahora en adelante con sus pastillas-milagro.»
Ágata decidió vestirse sin más demora. Un bikini y un pareo destinado a camuflar algún que otro michelín era todo lo que necesitaba para subir a cubierta y darse un buen baño tempranero. «Uno sin testigos -pensó, porque, el primer día en bikini tras los meses de invierno siempre le había parecido deprimente por no decir terrorífico-. Al menos hasta coger un poco de color que matice estas lorzas -rió antes de recorrer en silencio el largo trecho hasta llegar arriba. Todas las puertas de los camarotes estaban cerradas-. Mejor así, qué lujazo un baño sin nadie a quien dar palique.»
En lo primero que reparó al salir a cubierta fue en que estaban bastante lejos de la costa. Debían de haber navegado durante toda la noche porque el incierto contorno de la isla se recortaba a varias millas de distancia entre la bruma de la mañana. «Qué típico de los ricos -se dijo entonces- es esto de no parar. Cuando están en un lugar, venga tirar millas a otro cuanto más lejos mejor, y luego ooootra vez para otro lado. Gracias a su proverbial baile de san Vito debemos estar como mínimo a dos horas de tierra firme -añadió mientras procedía a quitarse el pareo, lo que la hizo sentirse maravillosamente bien y dejar de pensar en los ricos. Y es que era tan suave la brisa y estaba tan en calma la mar que todo invitaba a zambullirse despreocupadamente desde la cubierta saltando la barandilla de popa. Por fortuna no lo hizo. De haberlo intentado se habría estrellado contra una plataforma desplegada dos o tres metros más abajo, a ras del agua-. Por todos los diablos -pensó-. Esa plancha de madera desde luego no estaba ahí cuando embarcamos ayer. Debe ser -caviló entonces- que la pliegan cuando el barco está a punto de hacerse a la mar y sólo la abren para facilitar el baño de los pasajeros una vez que paran o fondean.»
Ágata recordó a continuación una foto de su hermana que ésta le había enviado el verano anterior en forma de tarjeta postal, como era su costumbre. En ella podía verse a Olivia sentada de espaldas al mar en esa misma barandilla de popa en la que ella estaba acodada ahora. «Conociendo a Oli, apuesto que cuando se fotografió estaba desplegada la plataforma de allí abajo, con lo peligrosa que es una caída hacia atrás. Cualquiera se rompe así la crisma -reflexionó, juiciosa, recordando cómo en su infancia era ella, la hermana pequeña, la que alertaba a Olivia, tan despreocupada siempre, de posibles accidentes-. Me pregunto -se dijo a continuación, puesto que acababa de invocar el nombre de su querida hermana- qué mosca le habrá picado para comportarse ayer de modo tan incalificable, mira que soltar toda esa sarta de disparates sin pies ni cabeza después de la cena. "El juego de la verdad", así lo llamó, vaya numerito, nunca he visto nada parecido. ¿Será éste el último entretenimiento entre los millonarios aburridos? ¿Decirse burradas a la cara cuando están tan borrachos que ya no pueden moverse o reaccionar? Qué tropa, para mí que no saben qué hacer para dar emoción a sus tediosas vidas.»
El ruido de una ducha proveniente del interior del barco interfirió de pronto sus pensamientos. «Vaya -se dijo entonces con un pequeño gesto de contrariedad-, parece que empiezan a despertar los más madrugadores», e inmediatamente decidió tirarse al agua para asegurarse de que, en efecto, podía disfrutar de un baño a solas. Se dirigió a una de las barandillas. No a la de popa debajo de la que se abría la plataforma para los bañistas, sino a la de babor, la misma en la que estaba adosada la escalera por la que todos habían subido a bordo ayer. «¿Y no te da miedo bañarte así, a varias millas de la costa, sin nadie en cubierta por si te pasa algo? ¿Y qué me va a pasar? ¿Me va a comer un tiburón? Lo peor que puede ocurrir -se dijo como quien intenta conjurar un tonto temor- es que me tope con una medusa y, según recuerdo haber leído en alguna parte, las medusas prefieren la costa.»
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