Carmen Posadas - Invitación a un asesinato
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Invitación a un asesinato: краткое содержание, описание и аннотация
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¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.
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La lista de contraindicaciones es tan larga que Ágata deja por fin el prospecto que tiene entre manos para volver a interesarse en el libro. Piensa en abrirlo y hojearlo un poco pero al final desiste, se hace tarde. «A lo mejor le echo otro vistazo mañana o pasado», concluye antes de volver a dedicar su atención al maldito Nongrass 321.
«Bueno, allá va mi experimento adelgazante de hoy», se dice ahora, al tiempo que descarta definitivamente el libro y se dispone a guardar en un pastillero de nácar la mágica pildorita que ha elegido, entre varias otras, ingerir esa noche media hora antes de que comience la cena. Los médicos desaconsejan vivamente lo que está a punto de hacer, probar un día un adelgazante y al siguiente otro. Incluso le parece oír la voz de su dietista: «… Ni falta que te hace Ágata, tu problema de obesidad es mínimo, seis o siete kilos no son nada.»
«Eso, como siempre, depende de con quién se compare uno -piensa ella con un suspiro entre irónico y falsamente trágico antes de añadir que ya le gustaría ver a Toñi, su dietista, en este barco de ricos y guapos. Seguro que ella (que no es precisamente un junco, dicho sea de paso) también tomaba medidas drásticas. No tendría más remedio que hacerlo, no sólo porque hay ambientes en los que una se siente, inevitablemente, como una morsa, sino porque Ágata está segura de que Olivia, con la ayuda de ese ejército de silenciosos tripulantes orientales, les tiene preparadas unas comilonas estupendas a las que será dificilísimo resistirse, maldita sea-. Porque otra cosa no será mi querida hermana, pero hay que concederle que siempre ha sido una anfitriona de primera -piensa ahora antes de decirse que precisamente ésa es la razón por la que ha traído con ella todo su muestrario de productos-milagro-. Y según reza, por ejemplo, este pesadísimo prospecto de Nongrass 321 que acabo de leer, gracias a esta pildorita, podré comer todo lo que me dé la gana con la tranquilidad de que resbalará intestino abajo sin engordarme ni un gramo.»
«Ay -añade entonces con un pequeño suspiro irónico- si una pudiera nongrassarse no sólo por dentro sino por fuera para que le resbalaran otras cosas en esta vida además de la comida…»
SEGUNDA PARTE
En medio del silencio se oyó una voz…
inesperada, sobrenatural:
«Señoras y caballeros. Silencio por favor.»
Todos se sobresaltaron, se observaron
unos a otros y escudriñaron las paredes.
¿Quién había hablado? La voz continuó alta y clara:
«Os acuso de los siguientes crímenes.»
Agatha Christie,
Los diez negritos
Un brebaje muy especial
– Mirad todos, esto es lo que yo llamo un Sparkling Cyanide -dijo Olivia Uriarte observando al trasluz su copa en la que brillaba un líquido azul intenso. Acababa de encender un cigarrillo, y dejó que el humo se enroscara en el esbelto pie de la copa, igual que un áspid-. ¿A que parece letal? Sin embargo, se trata sólo de una parte de Curaçao, tres de champagne y un suspiro de angostura. Apuesto que nunca imaginasteis que un brebaje así podía ser tan delicioso.
Pronto serían las dos de la madrugada. Las drizas tintineaban contra los mástiles y una luna menguante iluminaba en gris la bañera del barco donde se había servido la cena. Después de la comida (que, tal como había imaginado Ágata, fue deliciosa) algunos invitados expresaron su deseo de regresar al interior de barco, no sólo para combatir el relente de la noche sino también, o mejor dicho sobre todo, para contrarrestar el extraño efecto de aquel brebaje con el que Olivia se había empeñado en hacer un brindis a los postres.
(-¡Hasta el fondo y de un solo trago! ¡Venga, como los vikingos, todo de un golpe!)
– Creo que será mejor que me vaya a la cama, estos horarios españoles matan a cualquiera -dijo Cary Faithful en inglés mientras comenzaba a ponerse en pie.
Pero descubrió que la cabeza le daba tantas vueltas que no tuvo más remedio que desistir y volvió a sentarse pesadamente.
– Prohibido irse a la cama -dijo Olivia con una sonrisa-. Además, todavía falta lo mejor. ¿Estáis preparados para una gran sorpresa?
A continuación fue Ágata la que intentó levantarse.
– Ya está bien, Oli, es tardísimo y estamos todos cansados. ¿No pretenderás que juguemos ahora a uno de esos tontos pasatiempos sociales tipo descubra al asesino o el juego de la verdad, supongo? Venga, déjalo. Ya habrá tiempo mañana; yo también me voy a dormir.
Eso dijo, pero no logró moverse. Tenía los músculos rígidos.
– Carámbanos, Oli. ¿Qué demonios has puesto en este mejunje?
– Ya os lo he dicho -sonrió ella-, se trata sólo de Curaçao con Dom Pérignon, una combinación inofensiva. ¿No os sentís maravillosamente bien?
La velada había comenzado un par de horas antes y del modo más convencional. Ágata había sido la primera en subir a cubierta y a los pocos minutos hizo su aparición Sonia San Cristóbal. Aparición era, sin duda, la palabra adecuada. La modelo iba vestida con una corta túnica blanca de algodón con unos levísimos adornos color plata en los puños. Vista de frente, el aspecto no podía ser más angelical pero, de espaldas, la túnica se abría en un escote profundo que le llegaba más abajo de la cintura.
– Una noche maravillosa -dijo ella después de las presentaciones-. ¿Dónde está mi mami? ¿La has visto por aquí?
En ese momento, como si sus palabras fueran un conjuro, Ágata vio materializarse a su izquierda a madame Serpent. Y esta segunda aparición (no exactamente angélica) llevaba una túnica de una tela similar a la de Sonia que recubría su pequeño y sarmentoso cuerpo. Sólo que la suya era negra y sin escote en la espalda. «A Dios gracias -se dijo Ágata-. Parecen la noche y el día, el sol y las tinieblas. -Sonrió a continuación al comprobar que la madre le llegaba a la hija más o menos a la altura del antebrazo-. Son -concluyó Ágata- como el punto (uno bastante oscuro, por cierto) y una muy luminosa "i".»
– Usted debe de ser la hermana de Olivia ¿verdad? -inquirió la doña, y Ágata tuvo la impresión de que, al hacerle la pregunta, su interlocutora debía de estar cavilando más o menos lo mismo que ella sobre los caprichos de la genética-. ¿Son hermanas de padre y también de madre? -volvió a preguntar con evidente curiosidad, pero Ágata apenas tuvo tiempo de asegurarle que sí, porque en ese momento un golpe seco anunció la llegada a cubierta de un nuevo invitado.
– Santo Cristo -exclamó madame Serpent- tremendo cocacho se acaba de dar en la cabeza. ¿Está bien, ya pues?
– Sí, señora, creo que no ha sido nada -respondió el recién llegado, que no era otro que el doctor Fuguet.
Al salir a cubierta, su frente había chocado con el dintel de la puerta; un buen golpe, a juzgar por cómo había sonado aquello.
– Es lo malo de tener las piernas tan largas -dijo la doña con una sonrisa que dejó al descubierto un prodigio de remodelación dental que debía valer un Potosí-. Con esa estatura que usted tiene, apenas se pasa por las puertas, menos aún en un barco. En el mar hay que ir con cien ojos, muchacho, los golpes y los accidentes están a la orden del día, todo el mundo sabe eso.
– Joder, suegri, no sea usted mala folla -dijo una tercera figura que empezaba a emerger también del interior del barco, y Ágata pudo comprobar entonces que se trataba del novio de Sonia San Cristóbal, el tal Kardam Kovatchev, alias Churri.
A la luz de la luna y de los potentes focos que iluminaban la cubierta, Ágata tuvo oportunidad de estudiarlo con más detenimiento. A la primera impresión que había tenido al verle desde el ojo de buey de su camarote de que era corto de estatura, asiduo de algún gimnasio y posiblemente centroeuropeo, se unía ahora un dato más: una mirada entre dulce y melancólica que desentonaba manifiestamente con la frase macarra que acababa de pronunciar. A Ágata Uriarte le entretenía mucho intentar conocer a las personas por su forma de hablar y era firme creyente del «dime cómo hablas y te diré quién eres», pero en el caso de este muchacho había una clara contradicción. «Qué curioso -pensó-, lo que acaba de decirle a su "suegri" suena vulgar y malencarado, pero este chico no parece ni una cosa ni otra. Aunque… ya sé a qué puede deberse la contradicción -caviló entonces como si hubiera hecho un descubrimiento elemental-. Lo que le pasa es lo mismo que le ocurre a los muchos emigrantes que aprenden un idioma en poco tiempo y en la calle; no alcanzan a captar los matices que toda lengua tiene, por eso usan las mismas expresiones cuando hablan con una persona de edad que con un amiguete. Me pregunto qué pensará doña Cristina de que la llame mala follá y joder-suegri.
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