Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Se le doblaron las rodillas. Las piernas ya no le sostenían; cuando la corteza del árbol le rascó la espalda, gimió de dolor.

Fue deslizándose hasta que cayó a los pies del manzano con las piernas dobladas, y supo que no tendría fuerzas para levantarse. A menos que alguien le ayudara.

Gerlof sabía que si se sentaba apoyado en el tronco cometería un grave error. Una vez sentado, tarde o temprano desearía tumbarse en el suelo y, luego, cerraría los ojos y se abandonaría a la oscuridad.

Dormirse sería un error aún más grave.

Pero Gerlof se rindió al fin y se deslizó lentamente sobre la hierba.

Sólo se sentaría y cerraría los ojos un rato.

Öland , septiembre de 1972

Gunnar lleva un pico de hierro y dos palas en el portaequipajes del Volvo. Saca las herramientas, entrega una de las palas a Martin y luego mira a Nils.

– Bueno, ya hemos llegado -dice-. ¿Adónde vamos?

Hace mucho frío. Nils contempla la niebla que cubre el lapiaz. Percibe el familiar aroma a hierbas y tierra, y ve enebros, piedras y senderos débilmente marcados; todo sigue igual que en su juventud, pero no lo reconoce. Los puntos de referencia han desaparecido tras un velo de niebla.

– Tenemos que ir al mojón -murmura.

– Ya lo sé, dijiste lo mismo anoche -responde Gunnar, irritado-. Pero ¿dónde está exactamente?

– Aquí… cerca.

Nils mira de nuevo alrededor y se aleja del coche.

Martin, que apenas ha abierto la boca durante el viaje, lo alcanza rápidamente. En cuanto se ha apeado del coche, ha encendido un cigarrillo, y ahora fuma con los labios apretados. Gunnar se une a ellos y camina a su lado.

Nils aminora el paso, como si no tuviera prisa. Quiere que los dos hombres caminen delante de él, para poder vigilarlos.

Es la niebla más densa que Nils alcanza a recordar; de hecho en sus recuerdos de adolescente el lapiaz siempre aparece iluminado por el sol. Ahora le parece estar andando por el fondo del mar dentro de una bolsa de aire. El paisaje se desdibuja a pocos metros de distancia; el gris domina sobre los demás colores, y no le llegan más que sonidos apagados. Sólo lleva un fino jersey, una chaqueta oscura de cuero y vaqueros, y está helado.

– ¿Vienes, Nils?

Gunnar se ha detenido y se da la vuelta. Nils no ve sino una enorme figura gris delante de él, borrosa como un dibujo a carboncillo. Su mirada resulta difícil de captar e imposible de descifrar.

– No queremos perderte -dice, pero antes de que Nils le haya alcanzado se da la vuelta y prosigue su camino dando grandes zancadas por la hierba abatida por el viento.

El crepúsculo se cierne lentamente sobre el lapiaz. Anochecerá antes de que Nils pueda ir a casa a ver a su madre. ¿Estará al corriente de que ha llegado?

Nils pasa por encima de una piedra plana con bordes irregulares y forma de triángulo, y de pronto la reconoce. Ahora sabe dónde está.

– Es más a la izquierda -dice.

Gunnar cambia de dirección sin decir palabra.

Nils cree haber percibido un sonido apagado en la niebla; se detiene y aguza el oído. ¿Un coche en el camino de la aldea? Escucha en silencio, pero no se oye nada más.

Ahora están cerca, pero cuando por fin Gunnar y Martin se detienen junto a un montículo cubierto de hierba, Nils no está seguro de haber llegado. No ve alzarse el mojón por ninguna parte.

– Aquí es -dice Gunnar lacónico.

– No -responde Nils.

– Sí.

Gunnar patea la hierba unas cuantas veces, y descubre el borde de piedra.

Entonces Nils comprende que el mojón ya no existe. Ha sido olvidado. Hace años que ningún caminante ha colocado una piedra para honrar a los muertos, y la hierba pajiza del lapiaz ha acabado por cubrir el montículo.

Nils piensa en la última vez que estuvo aquí, cuando ocultó el tesoro. Entonces era tan joven que casi se sintió orgulloso de haber disparado a los soldados en el lapiaz.

Después, todo ha ido de mal en peor. Todo ha salido mal.

Nils señala con el dedo.

– Aquí… está por aquí -dice-. Cavad aquí.

Mira a Martin, que sostiene la pala en una mano mientras que con la otra busca un cigarrillo que llevarse a los labios. ¿Por qué está tan nervioso?

– Tendréis que cavar si queréis el tesoro -dice Nils.

Se hace a un lado y se dirige al otro extremo del mojón. A su espalda oye el ruido de la pala clavándose en la tierra. La excavación ha comenzado.

Nils escudriña la niebla, pero nada se mueve. Todo está en silencio.

Detrás de él, Martin ha empezado a cavar un profundo surco en la tierra. Y se ha tropezado con unas cuantas piedras, que Gunnar ha tenido que quitar con el pico, y tiene el rostro enrojecido. Respira pesadamente y lanza miradas de indignación a Nils.

– Aquí no hay nada -dice-. Sólo piedras.

– Tiene que estar aquí -responde Nils, y baja la vista al ancho hoyo-. Fue aquí donde lo enterré.

Pero ve que Martin tiene razón: el hoyo está vacío.

– Dame -dice Nils, irritado, y alcanza la otra pala.

Luego empieza a cavar, con enérgicos y rápidos movimientos.

Tras unos minutos aparecen las piedras calizas que cogió del mojón hace muchos años y que colocó alrededor del estuche para protegerlo.

Siguen ahí, aunque ahora están ennegrecidas por la tierra, pero el tesoro ha desaparecido.

Nils alza la vista para mirar a Martin.

– Te has llevado el tesoro -dice en voz baja, y se acerca unos pasos-. ¿Dónde está?

32

– Bueno, ya hemos llegado -anunció Lennart, y apagó el motor del coche de policía-. ¿Qué te parece mi escondite?

– Es precioso -dijo Julia.

Habían cogido un pequeño camino privado que discurría entre pinos y olmos a unos cinco kilómetros al norte de Marnäs y conducía a un calvero. Allí estaba la casa de ladrillo de Lennart, y el pequeño jardín ante el que se extendía el mar azul grisáceo.

No era grande, como le había dicho a Julia, pero no podía estar mejor ubicada. En torno a la casa no se veía más que el ancho horizonte. El bien cortado césped del jardín descendía casi hasta el mar y se entremezclaba con la arena de la playa.

Las ramas de las coníferas enmarcaban el jardín como las paredes de una iglesia. Proporcionaban sombra y amortiguaban los sonidos.

Cuando Lennart apagó el motor del coche se hizo un solemne silencio, apenas interrumpido por el susurro del viento al deslizarse entre las ramas de los pinos.

– Son pinos trasplantados -dijo Lennart-, pero cuando compré la casa ya estaban aquí.

Se apearon del coche, y Julia cerró los ojos y aspiró el aroma del bosque.

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

– Mucho… casi veinte años. Pero todavía la disfruto mucho. -Miró a su alrededor, como si buscara algo, y preguntó-: ¿Tienes alergia a los gatos? Tengo uno persa que se llama Missy, pero me parece que ha salido a dar un paseo.

– No te preocupes, no tengo alergia a los gatos -contestó Julia, y lo siguió con las muletas hacia la casa.

Las paredes de ladrillo parecían resistentes; se diría que ninguna tormenta invernal procedente del Báltico podría derribarlas. Lennart abrió la puerta de la cocina y la sujetó para franquearle el paso a Julia.

– Aún no tienes hambre, ¿verdad? -preguntó él.

– No, puedo esperar -repuso Julia, y entró en el pequeño recibidor al que daba la cocina.

Lennart no era un maniático de la limpieza, pero sí ordenado. Tenía la casa mucho más arreglada que su pequeño apartamento de Gotemburgo; los ejemplares del Ölands-Posten estaban pulcramente colocados en un soporte de madera que colgaba de la pared. Lo único que revelaba su profesión eran algunas revistas Svensk Polis colocadas también en el soporte. Por otra parte, había unas cuantas cañas de pescar en el recibidor, dos o tres tiestos en cada ventana y sobre el fogón una estantería repleta de libros de cocina.

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