Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Abrió la puerta rápidamente, entró y se sentó.

Arrancó el coche. El motor apenas emitió ningún sonido, simplemente susurró, perfectamente ajustado.

Ljunger puso la marcha atrás y el coche se deslizó lentamente por el camino de grava, poniéndose fuera del alcance de Gerlof justo cuando estaba a punto de alzar el bastón.

Demasiado tarde. «¡Por los clavos de Cristo!»

Gerlof se quedó desamparado en el prado. Bajó lentamente el bastón y vio el coche, y con él el abrigo, desaparecer en la distancia.

Ljunger estaba de nuevo cómodamente sentado tras el volante y ni siquiera miró a Gerlof; había vuelto la cabeza para dar rápidamente marcha atrás por el camino de grava. Viró en el terraplén por donde antes pasaba el tren y se alejó.

Más adelante, el Jaguar se detuvo un momento cerca de la carretera principal. Gerlof alcanzó a ver con los ojos entornados cómo Ljunger abría la puerta, tiraba la cartera y a continuación el abrigo. Luego cerró la puerta y prosiguió su camino. El sonido del motor se apagó.

Gerlof seguía de pie de espaldas a la lluvia. El fuerte viento susurraba en sus oídos.

Empezaba a estar empapado y congelado y nunca reuniría fuerzas para regresar hasta la carretera principal, ni a Marnäs. Ljunger lo sabía.

Levantó un pie, volvió como pudo el cuerpo, y dio media vuelta con pasos vacilantes. La playa seguía gris y desierta.

Calculó que la vieja parcela que Ljunger le había enseñado se hallaba a unos cincuenta metros. Podría llegar hasta allí y protegerse un poco del viento tras el muro de piedra.

– Entonces hazlo -murmuró.

Gerlof se puso en marcha. Paso a paso, usando el bastón como firme apoyo cada vez que le fallaban las piernas. Cruzaba el brazo libre sobre la pechera mojada de su camisa, como una lastimosa protección contra el viento.

Bajo los zapatos notaba el duro y firme camino de grava, construido hacía muchos años con piedra caliza triturada. El coche de Gunnar Ljunger no había dejado huellas en él, y la lluvia pronto borraría las marcas de las ruedas embarradas que pudieran aparecer un poco más adelante. Como si Ljunger nunca hubiera estado allí, como si Gerlof hubiera ido solo.

«La policía no sospecha que haya sido un crimen.» Seguramente ésa sería la noticia del Ölands-Posten , cuando lo encontraran congelado.

Empezaba a anochecer.

Paso a paso. Gerlof levantó una mano temblorosa y se limpió unas frías gotas de lluvia de la frente.

A medida que se acercaba a la playa oía más y más cómo las olas rompían rítmicamente contra la pequeña extensión de arena que se extendía debajo del prado. A lo lejos, una solitaria gaviota planeaba por encima del mar pese a los embates del viento. No era el único signo de vida; unas cuantas millas mar adentro, Gerlof vislumbró la borrosa silueta grisácea de un gran barco de carga que navegaba con rumbo norte. Sabía que por mucho que agitara los brazos o gritara, nadie le vería ni oiría.

Que recordara, nunca había estado en esa pequeña playa. Gerlof añoraba el paisaje abrupto de Stenvik; era yermo y hermoso. En su opinión la costa este de Öland era demasiado llana y frondosa.

El camino de grava acababa de pronto en un estrecho sendero que se prolongaba entre la hierba. Nadie había pasado por allí en mucho tiempo; la hierba era alta y dificultaba el paso, por lo menos el de Gerlof, que apenas podía levantar los pies. De vez en cuando llegaba una fuerte ráfaga de viento desde el mar que le hacía tambalearse y perder el equilibrio. Pero siguió caminando, paso a paso, y finalmente alcanzó el manzano. Tras esos pocos metros apenas le quedaban fuerzas.

Era un triste manzano, delgado y retorcido a causa de los fuertes vientos marinos. Las ramas carecían por completo de hojas y no proporcionaban protección alguna, pero al menos pudo apoyar la espalda contra el rugoso tronco y descansar un momento.

Buscó en el bolsillo derecho del pantalón. Encontró un objeto duro y lo sacó.

Era el móvil negro de Gunnar Ljunger.

Gerlof recordó que había cogido el pequeño teléfono del espacio entre los asientos cuando Ljunger se apeó y rodeó el coche para abrir la puerta. Había conseguido metérselo en el bolsillo justo antes de que Ljunger lo sacara del coche a la fuerza.

Pero el robo del móvil no era de gran ayuda, pues Gerlof no sabía cómo funcionaba. Intentó marcar el número de John Hagman, pero no sucedió nada. El móvil estaba apagado.

Se lo guardó en el bolsillo.

¿Debería sentirse agradecido de que Gunnar Ljunger le hubiera permitido conservar los zapatos? Sin ellos no habría sido capaz de avanzar ni un metro.

No, no estaba agradecido. Odiaba a Ljunger.

Terrenos y dinero; no había nada más. Martin Malm había recibido dinero para comprar nuevos barcos. Y Gunnar Ljunger había obtenido un sinfín de terrenos en los alrededores de Långvik para explotarlos.

Durante todos esos años habían engañado a Vera Kant, al igual que a Nils.

También Gerlof, por supuesto, había sido víctima de su engaño.

Ahora sabía casi todo lo que había ocurrido; su objetivo desde el principio no había sido otro, pero no le bastaba. Deseaba poder contárselo a John y a Julia y, sobre todo, a la policía.

Le habría gustado reunir a todos los implicados en el drama, explicarles cómo habían ocurrido los hechos y señalar a los culpables, al asesino de Nils Kant y del pequeño Jens, y provocar una gran conmoción, un murmullo de voces en la habitación. El asesino se derrumbaría y confesaría; el resto de los presentes se asombraría ante la verdad. Todos aplaudirían.

«Sólo quieres hacerte el interesante», le había dicho Julia una vez. Y seguramente tenía razón. A eso se reducía todo, a sentirse importante; no viejo, olvidado y más muerto que vivo.

Pero ahora estaba a punto de morir. La vida era luz y calor, y ahora que el sol se había puesto, la temperatura descendía rápidamente. Notaba los pies como témpanos de hielo dentro de los zapatos, tenía los dedos de las manos entumecidos. El frío le paralizaba, pero extrañamente también le relajaba y le confortaba.

Cerró los ojos unos segundos, e imaginó a Gunnar Ljunger alejándose en su cochazo. Había tirado el abrigo y la cartera de Gerlof para crear pistas falsas. Cuando lo encontraran, pensó Gerlof, la situación resultaría clara como el día: un anciano senil se había bajado del autobús y se había perdido, había caminado en el sentido opuesto y en su confusión se había quitado el abrigo por el camino. Al final había muerto congelado en la playa al caer la noche.

A Ljunger no le bastaba con matar a Gerlof; también tenía que hacerlo pasar por un idiota.

Inspiró el aire helado trabajosamente. ¿En qué momento el cuerpo se rendía y dejaba de funcionar? ¿No era cuando la temperatura de la sangre descendía por debajo de los treinta grados?

Debía hacer algo, por ejemplo bajar a la playa y grabar un mensaje en la arena antes de morir: GUNNAR LJUNGER – ASESINO, con grandes letras para que la lluvia no pudiera borrarlas. Pero no le quedaban fuerzas.

Se sentía como si se hubiera caído de un barco en alta mar: la misma sensación de frío, humedad y desamparo. Gerlof nunca había aprendido a nadar bien del todo, y cuando navegaba siempre había temido caerse por la borda. Habría significado el fin.

Pensó en Ella. Toda la vida había creído que cuando le llegara la muerte sentiría la presencia de su mujer de una forma u otra, pero no notaba nada especial.

Luego pensó en Julia. ¿Habría salido ya de Borgholm? Quizás en ese momento pasaba por la carretera en el coche de Lennart. Confiaba en que Ljunger la dejara en paz.

«Nunca estoy de pie si me puedo sentar y nunca me siento si puedo tumbarme.» Gerlof había leído esa frase en algún lugar, pero ahora no recordaba dónde.

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