Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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Peor que antes, porque ahora aquel embrión de derecho volvía aún más insoportable la libertad de Laide, lo ponía aún más celoso. En el fondo, hasta entonces los encuentros con la muchacha eran concesiones maravillosas, un privilegio. Hasta entonces él había estado excluido del mundo de Laide, había como un muro que ocultaba su vida con sus misterios y él no presumía de poder conocerlos: su familia, los primeros amores, los novios, los "planes" con las alcahuetas, las veladas en el Due, el obscuro asunto de la Scala; sólo, que de vez en cuando ella salía para encontrarse con él. Antonio esperaba, ansioso: fuera, siempre que Laide aparecía, el alivio era indecible. Después ella volvía a entrar en su mundo, él ya no sabía nada más y renunciaba a esperar.

Pero ahora se había abierto una puertecita en el muro, él había entrado, tras dar sólo unos pocos pasos, y por allí había obscuridad, no se veía nada, menos aún que antes, cuando estaba fuera. No obstante, había entrado, por poco, por muy poco tal vez, se había acoplado en su vida y se sentía feliz de ello como de un paso adelante, de una conquista, pero, aun así, era peor que antes, ahora ya no era un extraño, en cierto sentido habría tenido derecho a saber y no sabía, ni siquiera podía preguntar ni indagar por miedo a arruinarlo todo. ¡Ay, si Laide hubiera tenido la sospecha de que por aquellas miserables cincuenta mil liras a la semana él se creía con derecho a mangonearla! ¿Acaso no le había dicho él mismo que la dejaba libre? Así, más aún que antes, se agolpaban y contorsionaban las pocas cosas que Laide le había contado de sí misma, cosas terribles incluso y que le infundían por dentro un escozor difícil de explicar y en el que se mezclaban la piedad, los celos, la ira y la lujuria y reavivaban su amor. Fragmentos infames y ambiguos, verdaderos y falsos, tal vez inventados incluso por ella con sutil malicia instintiva con el fin de excitarlo, volverse más interesante, mostrarse segura de sí misma, más allá del bien y del mal: mezcolanza de desvergüenza, descaro, sed confusa de vida, gusto por vengarse de su humilde suerte, orgullo popular, candor de niña. Por ejemplo: Le había contado que había entrado en la Scala muy pequeña, cuando tan sólo tenía cuatro años. No había ninguna joven como ella. Su madre era quien lo había querido y en la escuela de baile todas la llamaban "ratita". Erna Allasio, que en aquellos tiempos era la directora, se había encariñado con ella y poco a poco la niña había llegado a hacerlo bien. Había aprendido a dar el paso de despedida y a veces había hecho solos incluso, como las primeras bailarinas, pero el baile le resultaba una fatiga tremenda. A veces se sentía mal y a duras penas lograba dominarse. Hasta que una noche -estaban representando Vieja Milán- se había desplomado de repente, habían tenido que sacarla en brazos, había acudido el médico, que había diagnosticado un problema de corazón, pero, aun así, ella había querido continuar, con esfuerzos cada vez más terribles, por lo que ahora tenía el corazón destrozado: por ejemplo, ya no podía subir a la montaña, bastaban mil, mil doscientos metros, para que se sintiera mal. También por eso había decidido dejarlo, pero a ese respecto, cuando Antonio le hacía preguntas, se mostraba evasiva. No se entendía si había dejado la Scala definitivamente y cuándo lo había hecho o si aún seguía. De vez en cuando decía: «Esta mañana he ido a hacer ejercicios» o «Esta noche tengo trabajo». Él comprobaba en los programas y casi nunca había coincidencia. Si él insistía en preguntar, se ponía nerviosa. En una palabra, toda su vida de bailarina -y no había duda de que lo había sido: sabía demasiadas cosas de la Scala, conocía demasiados nombres, hábitos, proveedores de leotardos y zapatillas- estaba envuelta en una niebla y Dorigo empezó a dudar de que Laide siguiera yendo a la Scala desde hacía un tiempo y le desagradaba pensar que Laide hubiese dejado de ser bailarina. Era una lástima, la verdad, la calidad de bailarina de la Scala la habría enriquecido, la habría vuelto más importante, la habría sacado de la nefasta tropa de las chicas de alterne, habría hecho de ella una artista, en lugar de una puta sin oficio ni beneficio, la habría situado del modo más perfecto en el cuadro de Milán, cuya encarnación parecía Laide: una graciosa e impertinente banderita fluctuante en el inmenso escenario de tejados, chimeneas, iglesias y fábricas, sobre los patios recónditos, los viejos jardines, las historias, las supersticiones, las miserias, los sonidos, los delitos, las fiestas. Y, sin embargo, eran demasiadas las contradicciones y las lagunas. Entre otras cosas, ¿acaso era posible que en el cuerpo de bailarinas de la Scala, famoso en todo el mundo, tuvieran a una que todas las noches hacía un número en una sala de fiestas de fama dudosa? Antonio dudaba ya incluso de haberla visto de verdad en el escenario durante la prueba de Estrella vespertina. En el momento no había dudado de que fuera ella, pero, ¿no podría haber sido autosugestión? Es tan fácil confundir a una muchacha con otra, basta con que el peinado, el maquillaje, el traje sean diferentes y allí, para el ensayo, estaban todas vestidas de formas extrañas. ¿Cómo explicar, por lo demás, el hecho, inexplicable, de que Laide, si de verdad era ella, no se hubiese dignado hacerle un saludo, como si él no hubiese estado allí siquiera? ¿Cómo explicar que la compañera que se había acercado a la presunta Laide la hubiese llamado Mazza, cuando Laide se llamaba Anfossi? ¿Cómo explicar que, si la señora Ermelina había dicho la verdad, Laide hubiera ido a su casa a las cuatro precisamente aquel día del ensayo, precisamente cuando él la había visto o había creído verla en el escenario bailar el corro de los duendes? Otro recuerdo más: después de la representación, había pedido al fotógrafo de la Scala la foto de las nueve bailarinas vestidas de duendes, pero no había logrado reconocer a Laide: cierto es que, con aquel traje y el maquillaje, no resultaba fácil de distinguir. Había dos que podían ser Laide. Lo curioso fue que, cuando él, algún tiempo después, había enseñado la fotografía a Laide, al tiempo que le preguntaba: «Pero a ver, ¿quieres decirme cuál eres tú?», ella se había mostrado casi ofendida diciendo: «Ah, ¿así es como me quieres y ni siquiera eres capaz de reconocerme?»

Esas anomalías, que Laide había justificado a tambor batiente sin el menor embarazo, pero con historias bastante absurdas, resaltaban ahora como otras tantas pruebas de que la muchacha ya no estaba en la Scala. Un solo enigma permanecía irresuelto: ¿cómo es que, después de la salida a escena del ballet, cuando Antonio telefoneó a la señora Ermelina para fijar una cita con Laide, aquélla, en tono de broma, le había dicho: «¡Enhorabuena! Laide me ha dicho que lo vio en un palco, justo encima del escenario, y que estaba usted solito»?

Y eso era absolutamente cierto, el director le había dado permiso para ir a su palco, donde no había nadie más. Por otra parte, había que excluir que Laide hubiera presenciado el espectáculo desde la platea o desde otro palco, sin contar con que él, siempre tímido, se había mantenido un poco retirado, por lo que sólo desde el escenario o desde alguno de los palcos de enfrente podían verlo. ¿O tendría Laide a una amiga entre las bailarinas de la Scala que la mantenía informada de todo? Para satisfacer su curiosidad, Antonio habría podido pedir informaciones directamente a la escuela de baile y, desde luego, no le habrían dicho que no, pero, como ya habían acabado las representaciones del ballet, él ya no tenía motivo alguno para frecuentar el escenario y la escuela de baile. Si se hubiera dirigido a propósito para eso, habría parecido bastante extraño y en su fuero interno conocía ya la respuesta: le habrían dicho que Adelaide Anfossi ya no estaba. Tal vez hubieran añadido: «Mire, tenga cuidado con esa muchacha, fue expulsada hace tres años por motivos que más vale callar". Sí, le habrían dicho algo por el estilo, seguro, y para él, Dorigo, habría sido peor. No, mejor no indagar, mejor quedarse con el alma en paz. Total, Laide habría inventado, seguro, alguna otra trola, con Laide no se podía nunca aclarar nada.

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