Contaba que había estado de gira, con la Scala, en Alemania, Inglaterra, Sudáfrica, Egipto, México, Nueva York, donde había participado en una película, pero, si se le pedían detalles, no recordaba nada; si se le preguntaba dónde se había alojado, no recordaba nada. En cambio, sabía muchas cosas sobre los grandes hoteles de Italia, en todas las ciudades había frecuentado sólo los hoteles más lujosos.
«¿Cómo así? ¿Tan bien os alojaba la Scala?»
«Ah, no, desde luego que no, pero yo iba por mi cuenta y pagaba la diferencia».
Conocía también los hoteles de la Riviera. Decía que en el Bristol de Santa Margherita, o un nombre análogo, había habitaciones muy agradables, todas con baño, naturalmente, comunicantes de dos en dos. Él, desde luego, no le preguntaba con quién había estado. Habría respondido, como siempre, que había estado de vacaciones con su madre o su abuelo u otros parientes maduros e inocuos. En cambio, Antonio pensaba en excitantes fines de semana con hijos de millonarios o viejos industriales un poco entrados en carnes por los años y el trabajo, vestidos con prendas de Caraceni y muy acicalados, sometidos a electrocardiogramas semanales, pero con manos bastante gruesas, peludas y sudadas y que, con la respiración jadeante del tipo durante la cópula, apretaban ávidamente sus infantiles tetitas.
Muy poco después de que Laide riñera con la señora Ermelina, habían ido a casa de una amiga de aquélla, una tal Flora, que tenía un pisito por la parte de plaza Napoli. Antonio conocía, por haber estado dos o tres veces juntos, a aquella Flora, que decía ser estudiante de Derecho y era una muchacha esbelta: lástima que tuviese una cara demasiado oblonga, pero su cuerpo era magnífico. Cuando Antonio y Laide habían ido a hacer el amor en su casa, Flora no estaba y se habían puesto a hablar de ella. Laide sabía perfectamente que Antonio la conocía, pero no le importaba. Contaba que aquella Flora tenía a alguien que la mantenía en el hotel Gallia y le pasaba medio millón al mes y, sin embargo, ella, por una tontería de nada, había "metido la pata", por un capricho había mandado todo a la porra.
«Ah, si a mí me saliera una situación semejante, me la habría conservado bien, yo, no me la habría dejado escapar, seguro».
«¿Por qué? ¿Se la encontró en la cama con otro?»
«Ni siquiera. No creo. Debió de ser una estupidez, una venganza, ahora no recuerdo».
«¿Y quién era? ¿Un viejo?»
Ella se rió:
«Si le daba medio millón a ésa, seguro que no tenía veinte años».
«Y si uno así te ofreciera otro tanto, ¿aceptarías?»
«Vaya, ya estás tú en seguida… No querrás compararme con ese putón, espero… Nunca he visto a nadie trajinar como ella».
Entretanto, quitaba la colcha de la cama, la plegaba con cuidado, se veía que procuraba hacer las cosas bien, para quedar bien con Flora, e incluso ordenaba, volviendo a meter en la estantería discos apilados sobre una silla, colgando una bata tirada en el suelo, vaciando el cenicero.
Antonio:
«Pero si me ha dicho que está en la Universidad».
«Sí, la universidad del coito… Menuda guarra está hecha ésa. Le gustan también las mujeres».
«¿Por qué? ¿Lo ha intentado contigo también?»
«Pues yo creía que lo hacía fingiendo: vosotros, los hombres, os excitáis con ciertas escenas y resulta que…»
«¿Estuvisteis las dos con un hombre?»
«Una sola vez, te lo juro: la señora Ermelina insistió tanto».
«¿Y quién era él?»
«¿Él? No lo recuerdo».
«¿Y Flora lo hacía en serio?»
«Si hubieras visto cómo se puso a besarme, parecía volverse loca del gusto».
«¿Y tú la seguías?»
«¡Figúrate! A mí me daba asco».
Seguía la conversación en tono de broma, pero a cada frase a Antonio se le encogía el corazón en un puño: profanación, vergüenza, celos, tanto más amargos por el irritante candor con que Laide contaba las proezas.
«¿Y cuánto ganará Flora?»
«Dinero gana, seguro, pero tiene que pensar en su familia, le chupan por todos lados. Por eso, siempre está sin blanca. A mí, por ejemplo, aún me debe quince mil liras».
«¿Cómo es eso? ¿Te proporcionó a alguien? ¿Hace también de alcahueta, entonces?»
«Es un asunto antiguo. Ni siquiera nos conocíamos, tú y yo. Por lo demás, no era para nada malo, era para una excursión».
«Una excursión que acabaría en la cama, ¿no?»
«Ya estás tú. Ni por asomo. Simplemente, una excursión y se acabó. Ella se había comprometido y no había podido ir, conque me rogó que fuera yo».
«Bueno, si era uno que pagaba, no lo haría por nada, me imagino».
«¿Sabes que eres muy poco amable?… Tú, con tal de ofender…»
«Pero perdona, me parece que no es necesario ser demasiado malpensado para imaginar…»
«Imaginar una leche… ¿Tú crees que todos son como tú? Furio Sebasti, por ejemplo…»
«¿Quién es ese Sebasti?»
«Habrás oído hablar de él, ¿no? El de la grifería».
«¿Es rico?»
«¡Quién lo fuera como él! Tiene un yate en Portofino en el que caben treinta invitados».
«¿Y tú has estado a bordo?»
«Yo, no, pero de vez en cuando me telefonea, me lleva a comer y después al teatro acaso y todas las veces me da veinte mil».
«¿Así porque sí? ¿Sólo por llevarte de paseo?»
«Bueno, pero pierdo una noche, ¿no?»
«¿Y te telefonea a menudo?»
«Hace meses que no lo veo. Siempre anda viajando por el mundo».
«¿Y cómo es que él te telefonea y yo no puedo hacerlo?»
«Él es amigo de mi hermano, pero tú eres muy aburrido, la verdad, con todas estas preguntas. ¿Qué más quieres saber?»
Él calló. A saber qué clase de excursión habría sido. Las presentaciones cuando ella hubiera llegado a la cita. Dos hombres y dos mujeres, seguro.
«Ah, ¿eres tú la amiga de Flora? Estás muy bien. Te felicito».
Montarían en el coche.
«Pues, ¿sabes que me alegro de que Flora no haya podido venir? Eres exactamente el tipo de chavala que me va. Yo las tetazas no las aguanto. Mientras que tú… déjame sentir… Eh, ¡caray! Déjame un momento… no irás a poner pegas, espero… si eres amiga de Flora… total, aquí nadie nos ve… Oh, muy bien, así… y ahora, mientras conduzco, pon la manita aquí».
Una ira, una rabiosa impotencia en Antonio, mientras con la imaginación reconstruía la escena, pero Laide lo hizo volver en sí:
«¿Se puede saber por qué pones esa cara? ¿En qué estás pensando?»
La primera vez que Antonio la había llevado a casa de Corsini, Laide le había enseñado cardenales en los brazos y en los muslos.
«¿Cómo te los has hecho?»
«Al hacer el numero en el Due», respondió ella con una punta de orgullo. «Él, el bailarín, en determinado momento me da un empujón y yo ruedo por el suelo. Se reciben ciertos golpes al hacer el blues».
«¿También anoche fuiste?»
«Sí, ¿por qué? Por cierto, tendrías que hacerme un favor. Cuando salgamos, acompáñame a la Feria de Muestras: total, desde aquí son dos pasos».
«¿Para qué?»
«Anoche un amigo, uno de los que van siempre al Due, me acompañó a casa y me olvidé la pulsera y el reloj en su coche».
«¿Cómo así?»
«Con la prisa por vestirme y salir, me los llevé en la mano y me los dejé en el asiento».
«Me parece un poco extraño».
«Tú siempre dispuesto a pensar mal, la verdad. Es sólo un buen amigo y, cuando digo amigo, quiero decir que no hay nada más».
Él no insistió, no hablaron más de eso, pero, cuando salieron, él no pudo resistir el deseo de quedarse un poco con ella, no le importaba llegar tarde a la oficina. Tampoco lo retuvo la vergüenza de acompañarla a ver a un hombre que probablemente la noche anterior, en la obscuridad, en el automóvil… («No, tesoro, aquí no, esta noche no… en el coche no me gusta… Ten cuidado, que me estropeas la falda… Bueno, entonces espera, que me quito la pulsera…») Lo encontraron sentado en una caseta de electrodomésticos, se levantó, fue a su encuentro, era un tipo de unos treinta años, bastante insignificante.
Читать дальше