Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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«No pretenderás decir que nunca te ha dado un beso».

«Pero, ¡serás asqueroso!», dijo ella exasperada. «Me imaginaba que me ibas a montar este pollo. Vosotros, los hombres, sois todos iguales. ¡Nosotras tenemos que ser por fuerza unas zorras todas! No, si quieres saberlo, Marcello no me ha besado nunca. Es como si fuéramos hermanos. ¿Está claro?»

«No veo por qué has de ponerte así. Al fin y al cabo, eres libre de hacer lo que te salga de las narices».

«¡Ah, no debería ponerme así! Me llamas puta, ¿y no debería ponerme así?»

«¿Quién te ha llamado puta?»

«Tú, si crees que yo voy contigo y después voy también con él. Él, sí que podría ponerse así, si acaso, si supiera que nosotros dos…»

Antonio se sintió derrotado. Antonio la creyó: era inverosímil, pero Antonio la creyó, tenía tal acento de sinceridad y orgullo ofendido Laide. Para ser capaz de mentir así, había de ser un monstruo: no, era imposible que una chica como ella consiguiese representar una ficción tan perfecta, había de tener una inteligencia y una imaginación propias de Shakespeare.

«Muy bien», dijo Antonio, apaciguado. «Y a tu Marcello, ¿qué le has dicho que soy yo?»

«Mi tío».

«¿Un tío aparecido de buenas a primeras?»

«Sí, le he dicho que antes viajabas, que estabas en el extranjero».

«¿Y te ha creído?»

«¿Por qué no habría debido creerme? No todos son como tú precisamente. Pero espera… me parece que es él».

XX

Lo miró con cierto miedo. No, Marcello no era un tipo como para dar miedo, ni siquiera a él, Antonio, el cincuentón.

Llegó con una scooter, iba vestido con discreto mal gusto, una corbata abigarrada, amarilla y verde, y un traje rayado. Pero, ¿y la cara? Lo importante era la cara.

La cara cuadraba con las descripciones de Laide. Era un joven bastante alto, más que Antonio, pero ligeramente encorvado. Pero, ¿y la cara? La cara era lo importante.

La cara cuadraba: cuadraba hasta el fondo. ¿Feo? Feo, no, peor: inexpresivo, carente de vida, obtuso. Pero feo no. Los ojos, sobre todo los ojos: sin vibración, sin chispa, sin intenciones siquiera ni sobreentendidos. Bonachón, vagamente soso. Sí, correspondía perfectamente.

«Mira», dijo Laide. «¿Sabes dónde está la plaza? Desde aquí, en línea recta, deben de ser doscientos metros: donde hay una pendiente. Tú vete a comer y después nos vemos en la plaza».

«¿A qué hora?»

«Ahora, ¿qué hora es?»

«Las doce y veinte».

«Pongamos a las dos y cuarto».

«¿Tan tarde?»

«Es que esos amigos míos no viven en el centro precisamente».

«¿A las dos y cuarto? Pero, por favor, no te hagas esperar».

«A las dos y cuarto. ¿Me oyes?»

«Sí, sí, ¿por qué?»

«Te hablan y tú pensando en otra cosa. Oye, ¿me harías un favor?»

Antonio miró a Marcello, que parecía ausente, del todo indiferente, apático.

«¿Qué?»

«¿Me guardarías a Picchi?»

«¿El perrito?»

«¿Cómo quieres que lo lleve en la Vespa? Además, es un tesoro, ya verás».

«¿Y hay que darle de comer?»

«Bah, no importa, comerá en Milán. Si acaso, una papilla, un poco de arroz y carne. Eso sí, carne cruda, por favor, y poca, verdad, que es pequeñín, mi Picchi».

Laide se acuclilló en el asiento con un salto gracioso que indicaba lo muy acostumbrada que estaba a hacerlo. Marcello arrancó. Ella hizo un gesto de despedida a Antonio. Después se volvió hacia delante, pareció apoyarse en los hombros de su acompañante y ya no se volvió más. Él se quedó plantado, bajo el sol, con el perrito en brazos.

Algo dentro de él le decía débilmente: "Mira que no es justo, piensa en tu edad, ella se va en moto con un joven de veintidós, veinticinco años, y te deja plantado aquí, como a un idiota, y con el perrito. ¿Comprendes lo ridículo que es? ¿Comprendes el papelón que estás haciendo?"

Estaba delante de la puerta del hotel con el perrito en brazos, en el umbral del hotel había dos jóvenes sirvientes de éste, de uniforme, los que antes lo miraban: sin asombro, burla o ironía, pero lo miraban.

Se dirigió al primer restaurante, uno bastante famoso. Hacía calor y se sentó en una salita lateral en la que no había nadie. Dejaría en el suelo el perrito, que, pese a su pequeñez, tenía una vitalidad tremenda.

Pidió jamón, no tenía ganas de comer, comer le daba asco. Estaba solo. En la salita, dos mesas más allá, se sentó una pareja, debían de ser extranjeros. Ella, una rubia desteñida, se interesó al instante por el perrito e intentó llamar su atención con gestos graciosos. El perrito no le hizo caso.

Por mucho que masticara, no conseguía tragar. ¿Dónde estaría ella en aquel momento? Pasaban carritos cargados con todos los bienes de Dios; ¿a quién le importaban? Era demasiado a su edad. Imaginó que hubiera entrado un conocido y le hubiese preguntado qué hacía, de quién era aquel perrito. Era demasiado a su edad. Pidió un filete de ternera a la plancha. Tal vez consiguiese tragar el filete. La extranjera rubia había dejado de interesarse por el perrito.

Ir solo a un restaurante siempre le había desagradado. Con tal de no ir solo a un restaurante, casi siempre prefería saltarse la comida. Le trajeron el filete y la sopa para el perrito. Hacía calor, había mucha gente: comían con gusto, estaban alegres, los malditos. La una y media, hacía calor, aún tres cuartos de hora que esperar. Era un restaurante distinguido, iban y venían camareros y a Picchi no le gustaba la papilla.

Para acabar, lo más sencillo era un plátano, pero estaba verde y lo dejó a medio comer, y un café. El camarero, decepcionado por semejante cliente, trajo la cuenta. Las dos menos cuarto: media hora aún. Y ni siquiera tenía un periódico para leer. Esperó largo rato el cambio, pero el camarero no acudía y el perrito empezó a toquetearle los bajos del pantalón, quería subírsele a las rodillas, conque se lo colocó sobre las rodillas y se puso a acariciarlo: sabía tratar a los perros. ¿Y si hubiera ahuecado el ala? ¿Si hubiese descargado las maletas y el perro en el hotel y se hubiera marchado? Comprendía vagamente que un hombre, un hombre decente, no habría hecho otra cosa, pero él ya no era un hombre, era un desgraciado, era un niño, peor que un niño, era un gusano, un ser abyecto, también eso lo comprendía vagamente.

Con una sonrisa -por decirlo así- interna se imaginaba la escena. Ella, que llegaba, acompañada por el primito, al lugar de la cita, en la plaza, y no lo encontraba. Daban una vuelta por las calles cercanas: nada y ya eran las tres menos veinte. ¿Y si estuviera aún en el restaurante? Iban al restaurante. Tampoco allí. ¿Y si hubiese vuelto al hotel? En el hotel, nada más entrar Laide, el conserje le dedicaba una sonrisa que podía querer decir muchas cosas diferentes.

«Mire, señorita, su tío ha dejado dicho que tenía que marcharse, se disculpa por no haber podido esperar…»

«¿Y mis maletas?»

«Están aquí, señorita».

Y entonces ella se ponía blanca de rabia y a duras penas se dominaba para salvar la cara delante del conserje (creía que era necesario, ja, ja), pero sentía deseos de arremeter contra todo lo más sagrado y decirle cuatro frescas a ese sinvergüenza de su tío. Y ahora, ¿qué haría? Sin un céntimo en el bolsillo. ¡En Marcello no había ni que pensar! Era ella la que prestaba a Marcello de vez en cuando. Y, encima, la rabia y la humillación que sentiría, al darse cuenta de que el conserje lo había entendido todo y la miraba con una altivez y una superioridad que antes no tenía. Estaba más que claro que ella era una de ésas y que la historia del trabajo y las fotografías era una coartada pueril. En efecto, cuando ella se apresuraba a avisar de que aquella noche la pasaría también en el hotel, el conserje le anunciaba que su habitación ya estaba reservada y que no había ninguna otra libre y, cuando ella se enfurecía y suplicaba, el conserje le decía con una sonrisita transparente:

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