Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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Abrió la puerta y se sentó en el umbral. El vecindario permanecía en tinieblas, inmerso nuevamente en uno de sus interminables apagones. Una ligera brisa recorría la calle, trayendo el vago rumor de las palmeras que cuchicheaban en el Parque Central. Sombras luminosas cubrían a medias el disco de la luna y se transformaban en volutas tiznadas. Por alguna razón recordó a Yuang. Últimamente pensaba mucho en él, quizás porque los años le habían hecho valorar más su sabiduría.

«Es una lástima que yo no la haya aprovechado más cuando él estaba vivo», se dijo, «pero debe pasarle a mucha gente. Demasiado tarde nos damos cuenta de cuánto quisimos a nuestros abuelos, de cuánto pudieron darnos y de lo que no supimos tomar en nuestra inocente ignorancia. Pero la huella de esa experiencia es imperecedera y de algún modo permanece en nosotros…».

Le gustaba mantener aquellos monólogos. Era como conversar de nuevo con el viejo mambí.

El viento silbó con voz de espectro. Por instinto alzó la vista: las estrellas hacían cabriolas entre las nubes. Miró con más atención. Los puntos de luz se adelantaban o retrocedían, se unían en grupos y parecían bailar en rueda; después se juntaban hasta formar un solo cuerpo y de pronto salían disparados en todas direcciones como fuegos artificiales… Pero no eran fuegos artificiales.

Akún -llamó en silencio.

La calle se hallaba desierta, aunque en la oquedad de otra puerta Pablo creyó percibir una silueta. ¿Era real?

Akún -repitió suavemente.

Las estrellas se movieron, formando figuras caprichosas: un animal… tal vez un caballo. Y montado encima, un hombre: un guerrero.

Akún.

Y escuchó la susurrante respuesta:

– Pag Li… Lou-fu-chai…

La visión blanquecina se movió en las tinieblas. Pablo sonrió.

Akún…

Un párpado de nubes dejó entrever la luna, cuya luz se derramó sobre los espíritus que deambulaban entre los vivos. De la tierra brotó aquel olor a hogar: era un aroma parecido a las sopas que hacía su madre, al talco con que su padre se cubría después del baño, a las manos arrugadas de su bisabuelo… La noche desfallecía como el ánimo de un condenado a muerte, pero Pag Li sintió una felicidad nueva y extática.

La silueta se acercó y, durante unos instantes, lo miró con aquella ternura infinita que sus años de muerto no habían extinguido. Con sus manos heladas le tocó las mejillas. Se inclinó y le dio un beso en la frente.

Akún -sollozó Pag Li, sintiéndose de pronto el ser más desamparado del universo-. No te vayas, no me dejes solo.

Y se apretó al regazo de su bisabuelo.

– No llores, pequeño. Aquí estoy.

Lo meció con suavidad, acunándolo dulcemente contra él.

– Tengo miedo, abuelo. No sé por qué tengo tanto miedo.

El anciano se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo, como cuando Pag Li era niño y se reclinaba en su pecho a escuchar las hazañas de aquellos héroes legendarios.

– ¿Recuerdas cómo conocí al apak Martí? -le preguntó.

– Me acuerdo -contestó enjugándose las lágrimas-, pero cuéntamelo otra vez…

Y Pag Li cerró los ojos, dejando que su memoria se fuera llenando con las imágenes y los gritos de batallas olvidadas. Y poco a poco, abrazado a la sombra de su bisabuelo, dejó de sentir hambre.

Hoy como ayer

Era tan temprano que el cielo aún conservaba sus tonos violetas, pero el bar parecía más oscuro que de costumbre. Guiándose por el recuerdo, más que por la vista, Cecilia fue acercándose al rincón donde solía sentarse Amalia. No creyó que hubiera llegado, pero prefirió esperarla allí. Cuando notó una sombra que se movía en la silla, se detuvo. La sombra pertenecía a un hombre.

– Perdone -dijo ella, retrocediendo-. Lo confundí con alguien.

– ¿Podrías quedarte un rato? -pidió él-. No conozco a nadie aquí.

– No, gracias -respondió ella con voz gélida.

– Disculpa, no quise ofenderte. Llegué hace poco de Cuba y no sé cómo son las costumbres.

Cecilia se detuvo.

– Iguales que en cualquier otro sitio -le dijo irritada, aunque sin saber por qué-. Ninguna mujer medianamente cuerda se sentaría en un bar con un desconocido.

– Sí… Claro… -admitió él con un tartamudeo tan sincero que Cecilia estuvo a punto de sentir lástima.

De pronto supo por qué se hallaba molesta. No era por la invitación, sino porque el intruso había invadido el escondite que ella y Amalia compartieran tantas noches.

Buscó una mesa desde la cual pudiera vigilar la llegada de su amiga, pero casi todas estaban llenas. Tuvo que escoger una cercana a la pista. Se hallaba ansiosa por hablar con Amalia y decirle que se daba por vencida en aquel juego. Tenía el significado de las seis cifras, pero no entendía nada. El primer acertijo, vinculado a ella misma, continuaba siendo un enigma. «Cantina», «visión» e «iluminaciones» eran las palabras correspondientes a los números, pero no tenía la menor idea de lo que podían significar. Con el segundo grupo ocurría lo mismo. No sabía qué hacer con un «desafío», una «paloma» y un «cementerio grande».

Levantó la mirada y vio el paisaje que ocupaba toda la pantalla. Allí estaba de nuevo: en Miami, Cuba era más omnipresente que la Coca-Cola. Trató de distinguir la mesa donde solía reunirse con Amalia, pero se hallaba demasiado lejos y el bar estaba muy oscuro. No la vería si entraba, y quizás hasta se marchara si topaba con aquel desconocido en su puesto. Tomando aire, se acercó de nuevo al joven.

– Mis amigos están por llegar -dijo ella para justificar su atrevimiento-. ¿Puedo esperarlos aquí unos minutos? Siempre nos reunimos en esta esquina.

– Por supuesto. ¿Quieres tomar algo?

– No, gracias.

Ella desvió la vista.

– Me llamo Miguel -dijo él, tendiéndole una mano.

Dudó un segundo, antes de responder.

– Cecilia.

Hubo un parpadeo de luces que le permitió examinar su rostro. Tenía más o menos su misma edad, pero sus rasgos eran tan exóticos que casi se le antojaron extraterrestres.

– ¿Vienes mucho aquí? -preguntó él.

– Más o menos.

– Esta es mi primera vez -admitió él-. ¿Sabes si…?

En ese momento, varias personas pasaron junto a ellos, tropezando con varias sillas.

– ¡Gaia! -llamó Cecilia.

La figura que iba al frente se detuvo; y las otras la siguieron, tropezando como barajas.

– ¡Hola! ¿Cómo estás? -preguntó la recién llegada-. Mira quiénes vinieron…

Pero no terminó la frase.

– ¡Gaia! -exclamó el joven-. No sabía que estabas aquí.

– ¿Miguel? -balbuceó ella.

Se produjo un titubeo, y casi enseguida una especie de terremoto. Las siluetas que venían detrás se lanzaron hacia la mesa.

– ¿Eres tú, Miguel?

– ¡Qué sorpresa!

– ¿Cuándo llegaste?

– ¡Claudia, nunca lo habría imaginado! ¡Melisa, mira que hace tiempo! -decía él, riendo-. ¡Dios, qué casualidad!

Y ellas le pasaban la mano por la cabeza, se reían y lo abrazaban, como quienes han encontrado a un familiar después de mucho tiempo.

– ¿De dónde se conocen? -preguntó Cecilia.

– De La Habana -repuso él vagamente.

– ¿Alguien ha visto a Lisa? -interrumpió Gaia-. Fue ella quien propuso que nos reuniéramos aquí, y no la veo… Pero Lisa no había llegado.

– Tenemos un par de mesas reservadas -dijo Claudia-. Si quieren venir…

Cecilia alegó que esperaba a alguien y ambos se quedaron allí.

– Ah, el Benny… -susurró Miguel.

En la pantalla acababa de aparecer el Sonero Mayor de Cuba.

– «Hoy como ayer, yo te sigo queriendo, mi bien…»

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