Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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– Josefa -dijo la mujer a una negra-, encárgate de que se bañen y coman.

La vieja esclava los hizo bañar y vestirse de limpio antes de conducirlos a la cocina. Nacidos en la isla, ninguno de ellos entendía bien la lengua de sus padres. Por eso la anciana se vio obligada a amonestarlos en su mal castellano:

– Cuando suena campana, e' hora 'e comida pa'l esclavo… Lo amo no guta que su botine tengan la menor suciesa, así qui lo tienen con brillo la mañana -miró a los niños-. Eso le toca a vusé.

Caridad se enteró de que sería una especie de sirvienta de alcoba. Debería planchar, arreglar ei tocado de su ama, lustrarle los zapatos, perfumarla, llevarle refrigerios o abanicarla. Josefa se encargaría de adiestrarla en todos los menesteres porque, aunque ya la joven tenía alguna experiencia, la sofisticada vida en La Habana de extramuros requería habilidades más refinadas.

De vez en cuando, la muchacha acompañaba a doña Marité en sus paseos a otras fincas. Había una hacienda especialmente hermosa que visitaban de vez en cuando. Pertenecía a don Carlos de Zaldo y a doña Caridad Lámar, quienes habían heredado la propiedad después que su dueña anterior falleciera.

La primera vez que la muchacha llegó a la quinta con su ama, tres esclavos se ocupaban de regar y podar el jardín, abrumado de rosales y jazmines. Uno de ellos, un mulato de tez parecida a la suya, se quitó el sombrero al verlas pasar, pero Caridad tuvo la impresión de que no lo hacía por respeto al ama blanca. Hubiera jurado que los ojos del sirviente estaban fijos en ella. Fue la primera vez que vio a Florencio, pero no fue hasta tres meses después que él se atrevió a hablarle.

Una tarde, aprovechando que Caridad estaba en la cocina preparando un refresco para las señoras, Florencio se le acercó. Así supo que, al igual que ella, era hijo de un blanco y de una esclava negra.

Su madre había logrado comprar su libertad después que el dueño anterior la vendiera a don Carlos, pero la mujer prefirió seguir viviendo en la nueva hacienda con su hijo. A Caridad le pareció una situación extraña, pero Florencio le aseguró que había casos parecidos. A veces los esclavos domésticos estaban mejor alimentados y vestidos bajo la tutela de un señor que trabajando por cuenta propia, y eso había hecho que algunos negros percibieran la libertad como una responsabilidad que no estaban dispuestos a enfrentar. Preferían al amo que les daba un poco de comida, antes que vagar a 3a buena de Dios sin saber qué hacer. Florencio había recibido una educación esmerada, sabía leer y escribir, y se expresaba con un acento extremadamente educado, producto del afán de sus amos de tener a un esclavo instruido que pudiera realizar tareas de cierta complejidad. Pero a diferencia de su madre, que había muerto dos años atrás, Florencio quería independizarse y emprender un negocio. Ya nada lo ataba a la finca. Además, para él, como para la mayoría de sus hermanos, era mejor una libertad llena de riesgos que aquella esclavitud degradante. Y para lograrla, llevaba bastante tiempo ahorrando… La presencia de otro esclavo interrumpió la conversación. Caridad no pudo decirle que ella también había guardado dinero con el mismo fin.

A veces doña Marité iba a casa de doña Caridad; otras, los Zaldo-Lamar visitaban a sus vecinos. Como calesero, Florencio acompañaba a los señores en esos trasiegos, lo cual le daba ocasión para intercambiar unas frases con la joven cuando ésta salía a brindarle un refresco.

Sin que ambos se dieran cuenta, el tiempo se convirtió en meses. Pasaron dos, tres, cuatro años, en que los amores de la mulata con el elegante esclavo dejaron de ser un secreto para todos, excepto para sus amos.

– ¿Cuándo vas a hablar con doña Marité? -preguntó Florencio, una vez que llegaron a la conclusión de que ambos poseían capital suficiente para liberarse.

– La semana que viene -dijo ella-. Dame tiempo para prepararla.

– ¿Tiempo?

– Ha sido muy buena. Por lo menos, le debo…

– No le debes nada -se quejó él-. Tal parece que no quisieras vivir conmigo.

Ella se le acercó amorosa.

– No es eso, Flor. Claro que quiero estar contigo.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

Caridad sacudió la cabeza. No quería admitirlo, pero de pronto sentía ese miedo que antes le pareciera tan absurdo. Acostumbrada a tener un techo donde dormir y una cocina bien surtida, le aterraba la idea de verse en la calle, sin más protección que el cielo sobre su cabeza, obligada a ganarse el pan por sus propios medios y expuesta a cualquier desvarío de la vida. Era un reflejo que se había anclado en su pecho, como mismo queda sepulto el espíritu cuando ha vivido mucho tiempo a la sombra de un amo. Así se sentía ella: sin ánimos para valerse por sí sola, aterrada ante la perspectiva de un mundo que no conocía y que nunca le preguntaría si estaba o no preparada para vivir en él, un mundo con leyes que nadie le había enseñado… Pensó en esos pichones que tantas veces había visto balancearse indecisos sobre las ramas, llamados a puro grito por sus padres desde algún árbol cercano, y supo que tendría que hacer como ellos: abrir las alas y lanzarse al abismo. Seguramente se estrellaría contra el suelo.

– Está bien -dijo finalmente-, lo haré mañana.

Pero dejó pasar días y semanas sin decidirse a hablar con doña Marité. Florencio languidecía mientras podaba los rosales, más por el deseo de estar junto a su amada que por su frustrado plan de libertad.

Una tarde sorprendió una conversación que lo alarmó. Don Carlos lo había mandado a llamar. Florencio llegó al portal donde sus amos bebían champola y disfrutaban el fresco de la tarde.

– ¡Es el desastre! -decía don Carlos, mientras agitaba un periódico ante el rostro lívido de su mujer-. No podremos seguir viviendo en esta quinta. ¿Sabes que solamente para atender los jardines y la casa tenemos veinte esclavos?

– ¿Y qué vamos a hacer?

– No quedará más remedio que vender.

Florencio sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡Vender! ¿Vender qué? ¿La casa? ¿La dotación de esclavos? Lo separarían de Caridad. Nunca más volvería a verla… Don Carlos reparó en el mulato que aguardaba al pie de la verja.

– Florencio, prepara el quitrín. Vamos a la finca de don José.

El joven obedeció mientras un torbellino de ideas frustraba el empeño de sus manos por enjaezar los caballos. Después regresó a la casa y se vistió con botines, casaca y guantes. Estuvo a punto de olvidar su sombrero de copa. Don Carlos salió de la mansión como una tromba, periódico en mano, seguido por su atribulada mujer. Ambos cuchichearon durante el breve trayecto hasta la otra finca, pero Florencio no prestó atención a sus murmullos. En su cabeza sólo quedaba espacio para la única decisión posible.

La pareja se bajó del carruaje, sin darle tiempo a nada. Aún sentado en el quitrín, escuchó las voces agitadas y las exclamaciones de don José y de su amo. Aguardó unos segundos antes de entrar. Cuando ya cruzaba el patio, Caridad se interpuso en su camino.

– ¿Qué vas a hacer?

– Lo que acordamos hace tiempo.

– No es un buen momento -susurró ella-. No sé qué ocurre, pero no parece bueno… Tengo miedo.

Florencio siguió andando sin atender a sus ruegos. Su entrada al salón fue tan intempestiva que ambos hacendados detuvieron su discusión para mirarlo. Doña Marité se abanicaba nerviosamente en su asiento y se veía más blanca que el encaje de su abanico.

– ¿Qué ocurre? -preguntó don Carlos, con cara de pocos amigos.

– Mi amo… Disculpe su mercé, pero debo decir algo, ahora que están todos reunidos.

– ¿No pudiera ser en otro momento?

– Déjalo que hable -le rogó su mujer.

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