Según ella, algo estaba por pasar y el pasado era como una premonición. Nada se iba a repetir, pero lo que estaba por pasar -lo que Rosa imaginaba que iba a pasar- se anunciaba en el aire. Había un clima de inminencia, como una tormenta que se ve venir en el horizonte.
Y de pronto le pidió disculpas, se fue hacia un costado donde estaba la jaula con el canario y en el borde de la escalera, después de calentar en un mechero de bencina la tapa de la caja de metal de las jeringas para hacer hervir las agujas y de cortar el cuello de la ampollita con una sierra, se levantó el vestido y se dio una inyección en el muslo mirando a Renzi de frente con una sonrisa plácida.
– Mi madre a veces se olvida los libros que ha leído en los sillones del jardín. No sale casi nunca al aire libre, y cuado sale usa anteojos oscuros porque no le gusta la luz del sol, pero a veces se sienta a leer entre las plantas, en primavera, y suele murmurar mientras lee, nunca pude saber si repite lo que está leyendo o si - como yo misma suelo hacer a veces - habla sola en voz baja porque los pensamientos le suben como quien dice a los labios y entonces habla sola, vaya a saber, o quizá tararea alguna canción, porque siempre le ha gustado cantar y yo de chica he amado la voz de mi madre que me llegaba a veces desde el fondo de la casa cuando ella cantaba tangos, no hay nada más bello y más emocionante que una mujer - como mi madre - joven y bella cantando sola un tango. O tal vez reza, tal vez dice alguna plegaria o pide ayuda, mientras lee, porque lo cierto es que sus labios se mueven cuando está leyendo y no se mueven cuando deja de leer - contaba Sofía -. A veces se queda dormida y el libro se le cae en la falda y al despertar parece asustada y vuelve rápidamente a «su guarida», como llama mi madre al lugar donde vive, y se deja el libro olvidado y ya no se anima a salir a buscarlo .
– ¿ Y qué lee ? - preguntó Emilio .
– Novelas - dijo Sofía -. Llegan en grandes paquetes una vez por mes las entregas para mi madre, las encarga por teléfono y siempre lee todo lo que ha escrito un novelista que le interesa. Todo Giorgio Bassani, todo Jane Austen, todo Henry James, todo Edith Wharton, todo Jean Giono, todo Carson McCullers, todo Ivy Compton-Burnett, todo David Goodis, todo Aldous Huxley, todo Alberto Moravia, todo Thomas Mann, todo Galdós. Nunca lee novelistas argentinos porque dice que esas historias ya las conoce .
La casona del viejo Belladona estaba sobre una loma, al fondo de un bosque de eucaliptos, y había que subir un camino tortuoso que ascendía entre los árboles. Renzi había contratado un coche y el chofer le explicó por dónde llegar a la casa. Se habían detenido en un recodo, cerca de una senda que llevaba a la reja electrificada y a los portones de la entrada. La casona tenía su nombre labrado en un letrero de hierro forjado: Los Reyes . Renzi bajó y antes de que llegara a la verja salió el encargado de seguridad con anteojos negros y cara de cansado. Se comunicó con la casa con un walkie-talkie y después de un rato abrió la puerta y lo dejó pasar. Renzi esperó en una sala de techos altos y ventanales amplios que daba al jardín. Había cuadros y fotos en las paredes y sillones de cuero, como si fuera la sala de espera de un edificio público.
Al rato apareció una empleada con aspecto de enfermera que lo hizo subir por un ascensor a la planta alta y lo dejó frente a una puerta abierta que daba a una enorme sala, casi sin muebles. Al fondo Renzi vio a un hombre alto y pesado que lo esperaba de pie, imponente. Era Cayetano Belladona.
– Bravo me dijo que usted me quería ver -dijo Renzi después que se sentaron en dos sillones amplios colocados contra la pared.
– Y Bravo me dijo a mí que usted me quería ver… así que el interés es mutuo -se rió el Viejo-. No importa eso, importan las notas que usted está publicando en ese diario de la Capital. Uno las lee y piensa que este pueblo es un campo de batalla. Habla de fuentes que no explicita y eso, como siempre cuando un periodista cita fuentes reservadas, quiere decir que está mintiendo.
– ¿Puede citar esa opinión? -dijo Renzi.
– No me gustan esas historias sobre mi familia -dijo el Viejo como si no lo hubiera oído- y sus disparates sobre las razones por las cuales Anthony trajo ese dinero. -No anda con vueltas, pensó Renzi, y sacó un cigarrillo-. No se puede fumar aquí -dijo el Viejo-. Y esto no es una entrevista, sencillamente quise conocerlo. De modo que no tome notas, ni grabe nada de lo que hablemos.
– Sí -dijo Renzi-. Una conversación privada.
– Soy un hombre de familia en una época en la que eso ya no significa nada. Defiendo mi derecho a la privacidad. No soy una persona pública. -Hablaba con extrema calma-. Ustedes los periodistas están destruyendo lo poco que nos queda de soledad y de aislamiento. Murmuran y difaman. Y gritan sobre la libertad de prensa que para ustedes sencillamente significa libertad para vender escándalos y destruir reputaciones.
– ¿Y entonces?
– Nada. Usted pide hablar conmigo, yo lo recibo -dijo, y apretó una perilla y una campana pareció sonar en algún lugar de la casa-. ¿Quiere tomar algo?
– Me dijeron que con usted puedo hablar francamente.
– Usted es amigo de Croce… También es mi amigo -dijo el Viejo-, aunque hace tiempo que estamos distanciados. Está enfermo, me han dicho.
– En el manicomio.
– Bueno -hizo un gesto que abarcó la pieza y toda la mansión-, casi no salgo de aquí, así que yo también estoy internado y ésta en un sentido es mi clínica… Mi mujer y mis hijas viven conmigo pero podríamos pensar que ellas también están internadas y se imaginan que son mi mujer y mis hijas del mismo modo que yo imagino que soy el dueño de este lugar. ¿No es así, Ada? -dijo el Viejo a la muchacha que entraba en la sala.
– Claro -dijo ella-. Los que nos ayudan y nos sirven en realidad son enfermeros que nos siguen la corriente cuando decimos que pertenecemos a una antigua familia de fundadores del pueblo.
– Perfecto -dijo el Viejo mientras su hija empezaba a servir whisky y acercaba una mesa baja de vidrio con ruedas de goma. Había una botella de Glenlivet y altos vasos tallados-. En estos pueblos de campo, cerrados como un gallinero, aislados de todo, como usted se imagina, la gente delira un poco para no morir de tedio. Y ahora que hubo un crimen, todos deliran con la historia de Tony y no hacen otra cosa que dar vueltas sobre ese asunto. Me gustaría terminar con esa calesita. Lo mejor para mi familia es cero noticias. Usted puede escribir lo que quiera, pero me interesa que sepa lo que nosotros pensamos.
– Desde luego -dijo Renzi-, pero sin citarlo.
– ¿Se sirve? -dijo el Viejo-. Ella es mi hija.
La chica le sonrió y luego se acomodó en una silla frente a ellos. No había hielo, el whisky en seco, a la italiana, pensó Renzi. La chica era la muchacha que había visto en el Club, ahora vestida con unos jeans pero siempre con la blusita sin corpiño. Tenía un anillo con una gran esmeralda y lo hacía girar en el dedo como si le diera cuerda y parecía malhumorada, o recién levantada de la cama, o a punto de venirse abajo pero sin perder el humor. De pronto un mechón de pelo se le caía sobre un ojo como si fuera una cortina y la dejaba medio ciega, o se le desabrochaba la blusa y se le veían las tetas (bellas y tostadas por el sol), y cuando alzó un brazo por un agujero en la sisa se le vio el vello crecido en las axilas oscuras (también a la italiana…). Todo parecía formar parte de su estilo o de su idea de la elegancia. De pronto, en medio de una frase se le cayó el anillo de piedra verde en el vaso de whisky.
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