Fue la directora del archivo quien lo ayudó a encontrar lo que buscaba y lo atendió no bien supo que había sido el comisario quien lo había recomendado. Croce, según ella, cada tanto se retiraba al manicomio y pasaba un tiempo descansando ahí, como si estuviera en un hotel en las montañas. La mujer se llamaba Rosa Echeverry y ocupaba un escritorio en el centro del salón siempre vacío; fue ella quien lo guió por los estantes, las cajas y los viejos catálogos. Era rubia y alta, usaba un vestido largo y se apoyaba con alegre displicencia en un bastón. Había sido muy bella y se movía con la confianza que la belleza le había otorgado y por eso causaba una impresión de sorpresa verla renguear, parecía que su simpatía y su alegría no coincidían con la dureza de su cadera atormentada por el dolor. En el pueblo se decía que usaba morfina, unas ampollas de vidrio verde, que se hacía enviar desde La Plata y que retiraba todos los meses, con una receta del doctor Fuentes, en la farmacia de los Mantovani, y que ella misma se aplicaba luego de abrirlas con una sierrita y hacer hervir las agujas en la caja de metal donde guardaba la jeringa.
Vivía en los altos de la casa, en un amplio desván al que se accedía por una escalera interior. Cuando Renzi recurrió a ella, su única distracción parecía ser completar los crucigramas de antiguos números de la revista Vea y Lea y vigilar el canario que había colgado en la ventana trasera y que salía de la jaula y picoteaba el lomo de los documentos encuadernados.
– No hay mucho que hacer aquí, los lectores se han ido muriendo -le dijo-. Pero este lugar tiene la ventaja de ser más tranquilo que el cementerio, aunque el trabajo es el mismo.
Rosa había estudiado Historia en Buenos Aires y había empezado a dar clases en un colegio de Pompeya, pero se casó con un rematador de hacienda y volvió con él al pueblo; al poco tiempo el marido murió en un accidente y ella terminó sepultada en el archivo, donde nadie venía nunca a buscar ningún dato.
– Todos creen que recuerdan lo que pasó -dijo-; nadie necesita averiguar nada en estos lugares. Tenemos una buena biblioteca también -dijo después-, pero, como le digo, al final yo soy la única que lee. No sigo un orden alfabético, no me confunda con el Autodidacta de Sartre -alardeó-, pero tengo cierto sistema. -Leía muchas biografías y libros de memorias.
Le fue contando esa historia de a poco, pero Renzi tuvo enseguida la impresión de que se había establecido entre ellos cierta complicidad, cierta simpatía instantánea que a veces se da entre personas que acaban de conocerse, y que Rosa lo ayudaría a descubrir lo que estaba buscando. Decían que ella era o había sido amante de Croce y que a veces pasaban juntos algunos fines de semana. Lo invitó a recorrer el lugar y lo tomó del brazo mientras cruzaban la galería entoldada que daba al patio.
– Usted, querido, seguro va a escribir un libro con este pueblo. Una novela, una crónica, algo que pueda vender con facilidad para comprarle ropa a sus hijos o pagarse unas vacaciones con su mujer, y cuando lo haga se acordará de mí… Hubo una guerra familiar aquí… -dijo. Lo más interesante, según Rosa, era que cada una de esas luchas se había encarnado en individuos, en personas concretas, en hombres y mujeres con rostro y nombre que no sabían que estaban peleando en esa guerra y se imaginaban que sólo eran disputas familiares o peleas entre vecinos. La historia política argentina se movía a ras de tierra, mientras los acontecimientos pasaban por arriba como una bandada de golondrinas que emigran en invierno, y los habitantes del pueblo representaban y repetían sin saberlo viejas historias. Ahora estaba ese litigio por la empresa de Luca y la muerte de Tony parecía conectada con la fábrica abandonada. Hablaba con un tono alto y sereno, como si estuviera dando clase en un colegio, con la suficiente ironía para hacer notar que no creía demasiado en lo que estaba diciendo pero quería darle sentido a su trabajo de archivista del pueblo.
Guardaba diarios, revistas, panfletos, documentos y muchas cartas familiares que le habían ido donando a lo largo del tiempo. Tengo, le dijo, por ejemplo, un archivo con los anónimos del pueblo. Son el género principal, los anales de la maledicencia de la pampa argentina. Empezaron el mismo día de la fundación de este lugar y se podría hacer una historia del pueblo a partir de esos anónimos. Todo el tiempo llegan mensajes nuevos contando intrigas y revelando secretos, escritos de los modos más diversos, con palabras recortadas de los diarios y pegadas en hojas de cuaderno, o escritos con letra temblorosa seguramente con la mano cambiada para disimular lo que no vale la pena ocultar, o con viejas máquinas Underwood o Remington que se saltan una letra, o en cartas impresas como panfletos en alguna pequeña imprenta de la provincia. Una sección especial del archivo tenía esos documentos clasificados en cajas marrones, alineadas en unos estantes cerrados. Le mostró el primero que había aparecido un domingo de 1916 pegado en la puerta de la iglesia y que fue leído en voz alta como si fuera un bando.
Vecinos, los legisladores provinciales no defienden el campo; tenemos que ir a buscarlos a las casas y pedirles cuentas. Más fácil es engañar a una multitud que a un hombre solo. Un argentino
Según ella, Croce había retomado la tradición de los anónimos para hacer saber que estaba disconforme con el giro de los acontecimientos y con los manejos turbios del fiscal Cueto. Como hacía siempre cuando estaba en minoría absoluta, se había replegado al hospicio del pueblo para enviar tranquilo desde allí sus mensajes anónimos con sus elaboradas hipótesis sobre los hechos.
Rosa había puesto varias veces avisos en los diarios del partido pidiendo que le donaran colecciones familiares de fotos, y también gestionó los documentos de los archivos de los ferrocarriles ingleses, las sesiones de la Sociedad Rural y las actas del Automóvil Club con el registro de construcción de los caminos y las rutas provinciales.
– A nadie le interesaban esas ruinas, sólo a mí -le dijo mientras le mostraba una serie de cajas muy bien ordenadas y clasificadas con los negativos y las fotos reveladas y los vidrios de las viejas Kodak-, pero siempre esperé que alguien viniera a desenterrar estos restos para darle sentido a mi trabajo.
Varias fotografías, agrupadas en una serie, mostraban distintas imágenes de la zona. Los albañiles con los pañuelos blancos de cuatro nudos en la cabeza construyendo una gran casona que iba a ser el casco antiguo de la estancia La Celeste; una foto del bar El Moderno, donde funcionaba un cine (y con una lupa Renzi pudo ver el cartel con el anuncio de la película Nightfall - Al caer la noche - de Jacques Tourneur); una instantánea de la temporada de cosecha, con una fila de peones en pata, subiendo, con las bolsas al hombro, por una planchada a los vagones de carga; varias fotos primitivas de la estación del tren con los silos, los «chimangos», las norias, en plena actividad y al fondo una trilladora tirada por caballos; una imagen del almacén de los Madariaga cuando no era más que una posta de carretas.
– Si usted mira las fotos va a ver que el pueblo no ha cambiado. Sólo se ha ido arruinando, pero en sí mismo sigue igual. Lo que pasó es que la ruta hizo que la riqueza se desplazara hacia el oeste. La fábrica, por ejemplo, está lejos de aquí, pero todo el pueblo vivía de la fábrica cuando las cosechas empezaron a perder el rinde. Y por eso la planta está en disputa, porque ese terreno en la loma y cerca de la ruta vale un Perú.
Renzi se pasó varias horas mirando esos materiales y pudo ver cómo se había desarrollado la fortuna de los Belladona. En el centro de la historia moderna del pueblo estaba la empresa que había construido Luca Belladona, con la ayuda de Lucio, el mayor de los hermanos, bajo la mirada a la vez condescendiente y escéptica del padre. Una construcción increíble, a diez kilómetros del pueblo, entre los cerros, con una arquitectura racionalista, que impresionaba aislada en medio del campo, como una fortaleza en el desierto.
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