El hombre del mantecado tenía el cilindro de corcho sobre el suelo y fabricaba helados incesantemente, con su pequeña máquina ya desniquelada. Andaba un perro husmeando junto a la heladera; había encontrado una galleta rota. «¡Bicho de aquí!» El perro se retiraba dos pasos y volvía a la galleta inmediatamente.
– ¡A la cola, a la cola! – decían los chicos. Se apretaban en fila uno tras otro.
– ¡Estás en orsay, tú! Yo vine antes.
– ¡Ñe! ¡Pero si hace diez días que estoy aquí, gusano!
– No acelerarse. Hay para todos – apaciguaba el heladero.
Santos y Sebastián se destacaban, más altos, en la fila de chavales. Paulina desde el corro se reía:
– ¡Chica, qué par de zánganos! Sebastián le decía al heladero:
– Si se viene usted allí será más fácil.
– ¿Y cómo hago?, ¿no ven ustedes la parroquia que tengo? No siendo que se quieran quedar para lo último…
– No, entonces despáchenos. Ya nos apañaremos.
– ¿Cuántos son?
Sebastián se volvía hacia Santos:
– ¿Dijo Daniel si quería?
– Pues no lo sé.
– Pregúntaselo, a ver.
Los de la cola protestaban. «¡Venga ya, que se derrite! ¡Menos cuento!» Santos gritó:
– ¡Daniel!
El aludido se incorporó, allí en el corro, y hacía un gesto interrogante.
– ¡Que si quieres helado!
Todos los de la cola estaban pendientes de Daniel; hizo señal de que sí con la cabeza.
– Venga, que sí – dijo uno de los chavales de la cola. El heladero había puesto ya tres helados, que estaban en las manos de Sebastián.
– Hasta once – le dijo Santos.
Un muchacho moreno levantaba los ojos hacia él y sacudía los dedos, diciendo:
– ¡Hala! ¡Once!
Luego asomó la cara al pocito de la heladera, como queriendo ver cuánto quedaba. Ya Sebas tenía las manos ocupadas con cinco helados; dijo.
– Yo me voy yendo ya con esto, no se deshaga. Cógeme las perras.
Se señaló con la barbilla a la cintura del bañador, donde traía prendidos tres billetes de a duro, y Santos se los cogía. Se estaban peleando dos chavales. Se habían desmandado de la cola y cayeron rodando en el sol. Todos los otros miraban la pelea desde sus puestos. Santos iba cogiendo los helados y se volvía de vez en vez hacia los luchadores. El más pequeño atenazaba al otro por el labio y el carrillo, clavándole las uñas. Voces de estímulo venían de la cola. Se rebozaban en el polvo, haciéndose daño, sin una palabra; sólo un jadeo entrecortado y sudor. Ambos estaban en taparrabos. «¡Hala, macho, que es tuyo!» Ahora uno de ellos tenía la mejilla contra el suelo y el otro lo clavaba allí con los brazos; pero en las piernas tenía el más chico ventaja, y apresaba al mayor por la cintura. Santos había pagado y se quedaba mirando la pelea, mientras del corro lo llamaban a voces sus amigos: «¡Eh, que se marcha eso!»
– ¡Qué vergüenza! – gritaba una mujer hacia los de la cola -. ¡Y los dejan, tan frescos, que se maltraten así! ¡Lo mismo que animales! ¡Consentir semejante espectáculo!
Se aproximaba a la pelea y tiraba del brazo de uno, intentando separarlos:
– ¡Venga, salvaje, suelta! ¡Pelearos así…! No le hacían caso. El heladero le decía:
– ¡Pues déjelos señora! Que se peleen. Eso es sano. Así crían coraje.
– ¡Y usted es igual que ellos! ¡Otro animal! El heladero no se enfadaba; seguía fabricando mantecados:
– Animales lo somos todos, señora, como serlo. ¿Ahora se entera usted?
Santos anduvo unos metros y se volvía de nuevo a mirar, mientras del corro lo seguían llamando. Los luchadores, rebozados de polvo, tenían los lomos rayados de arañazos y de huellas de dedos. El hombre de los helados sonreía, a las espaldas de la mujer que ya se alejaba.
Santos llegó a los suyos.
– ¡Vaya una calma, hijo mío! ¡Buenos vendrán los mantecados!
Bajó sus manos cargadas en el centro del corro.
– ¿Te creías que estabas en Fiesta Alegre, o qué?
Por los dedos de Santos escurrían amarillas goteras de mantecado líquido. Paulina chupaba su helado y se reía. Los otros libraban a Santos de su carga.
– Se han reducido a la mitad – protestaba Fernando -, ¡Si está toda la galleta amollecida, canalla! Santos dijo:
– Es que estaba la mar de emocionante – lamía el helado -. Se sacudían de lo lindo. Menudo genio que se gasta el pequeñajo.
– ¿No te lo estoy diciendo? En una cancha se ha creído éste que estaba.
Luego de pronto Sebastián se cogía la mandíbula, con un gesto doloroso:
– ¡La muela…!
Arrojó el mantecado y se retorcía, sin soltarse la boca.
– No hay cosa peor que el helado, para la dentadura – le decía Lucita-. ¿Te duele mucho?
Sebas movió la cabeza. Una ráfaga de viento insólito levantó en la arboleda polvo y papeles, y les hizo cerrar los ojos a todos y proteger los mantecados entre las manos.
– ¿Esto qué es? – dijo alguien.
El heladero tapaba de prisa su cilindro de corcho. Medio minuto escaso soplaría aquel aire y ya se le veía alejarse por el llano de enfrente, con su avanzada de polvo rastrero, rebasando los ojos inmóviles del pastor.
– Será el otoño – dijo Fernando.
Todo había vuelto como antes y el hombre de los helados despachaba otra vez.
– Sí, el otoño – dijo Mely -. ¡Qué más quisiéramos! Ojalá fuese el otoño fetén.
Y miró hacia lo alto de los árboles, que habían sonado con el viento. Miguel estaba tendido junto a Alicia y le enredaba en los pies.
– No, no en la planta; me haces cosquillas.
Alguien hablaba con otro a largas voces, de parte a parte del río. Fernando preguntó:
– ¿Qué tienes tú con el otoño, Mely? ¿Por qué tienes tanta prisa de que venga?
Sólo Luci chupaba todavía el último resto de mantecado.
– Yo siempre tengo prisa de que se pase el tiempo – dijo Mely-. Lo que gusta es variar. Me aburro cuando una cosa viene durando demasiado – se echaba, con las manos por detrás de la nuca.
Tenía las axilas depiladas.
– Lo que es a usted y a mí, a cada uno en su concepto, nos ha tocado el seis doble en esta vida – le decía a Lucio el hombre de los z. b. -. Pero anda, que eso también tiene lo suyo. Eso de tener cuatro hijos, debe de ser un quebradero bueno.
Lucio asentía:
– Por lo menos nosotros – dijo -, si nos morimos, sabemos que no le hacemos a nadie la pascua. Lo que hacemos, si acaso, es quitar un estorbo.
– Yo, por mi parte, a los míos ya se lo tengo bien quitado. Hace más de quince años que ni asomarme por allí. Ni pienso. Una postal por Navidades, a nombre de mi hermana, y eso los años que me acuerdo de ponerla, y ahí se nos acabó la relación; el único estorbo que les doy, si es que siquiera la llegan a leer.
– ¿Qué tiene usted? ¿Los padres?
– Madre y hermanos. El padre ya murió. Mi madre se casó de segundas.
– Hará mucho tiempo, entonces, que perdió usted a su padre.
– Mucho. En el treinta y cinco. Yo tenía diecisiete y soy el mayor. A los diecinueve me tocó de incorporarme. Cuando volví del frente, me encuentro con que la casa ya tenía otro amo.
Lucio bebió un sorbo de vino; dijo:
– Eso no puede hacerle gracia a nadie.
– Ni chispa. Me recibieron con mucho remilgo, para ver si tragaba la pildora. Pero yo no tragué. ¿Le parece? Una mujer de treinta y nueve años, con tres hijos en casa, ya mayores, sin estrecheces de dinero ni nada. Y que ande pensando en casarse otra vez.
Lucio asentía con un gesto de comprensión.
– Ni a salir a la calle me atrevía; ni a alternar por el pueblo, fíjese usted, de la pura vergüenza que me daba. Escapado me lo conocieron todos. Y ninguno, ni el más amigo, se atrevía a mentarme la cencerrada que los habían dado. Fue mi hermana pequeña la que me lo contó, al cabo quince días de mi regreso. Se me cayó la cara de vergüenza. ¿Pues sabe usted lo que hice entonces? Me levanté al día siguiente bien temprano; me hago la maleta, y una vez que lo tengo todo listo, voy a la cuadra y le quito el cencerro a uno de los bueyes que teníamos – respiraba profundo, con una cara amarga; miró a la puerta, pasándose la mano por la boca -. Aún estaban acostados. Conque me planto en la misma puerta de la alcoba, con la maleta en la mano ya, y en la otra el cencerro, y me lío a sonar y a sonar y allí se las soné todas juntas a la pareja feliz. Mi despedida. Buena la que se armó. Se despertaron. Mis hermanos no se metían porque yo era el mayor. A fin de cuentas debían de estar conmigo, aunque no lo quisieran decir. Sale y quiere pegarme, el tío. Me decía: «¡A tu madre le haces esto!» «No que no se lo hago a mi madre», le contesto. «Va por usted, más que por ella.» Se me puso como un animal. Pero no lo dejé que me tocase. Y le sigo sonando el cencerro en todas las narices. Mi madre me chillaba desde la alcoba y me decía ciento y pico de barbaridades y cosas de mi padre muerto y comparándome con él. No llegó a levantarse de la cama. Y entonces cojo y le tiro el cencerro adentro de la alcoba y me marcho. Sólo mi hermana salió llorando al coche, la pobrecita. Ya casi lo sabían todos en el pueblo. Calcule usted el mal rato que ella pasaría, con solos quince años cumplidos, por entonces.
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