Lucio miraba al suelo, escarbando en el piso con un pie.
– Son cosas tristes las de las familias. ¿Luego qué tal se apañó?
– Pues ya con lo corrido que estaba de la guerra y la edad que tenía, no me podía asustar el mundo. Había aprendido en el frente el oficio de barbero; conque si un día afeitas a éste y el otro día al de más allá y acabas siendo el barbero de tu compañía. Y tal que me fui hasta Burgos, donde tenía un brigada, el cual se había portado muy bien conmigo en el frente. Y ése me colocó. Allí aprendí a cortar el pelo; pero acabé encontrándome a disgusto y me marché también. Y dando vueltas hasta hoy, de una parte a la otra. Soy culo de mal asiento. Aquí en Coslada es el primer sitio donde me he establecido por mi cuenta. Y ya ve usted, ni aun así deja uno de luchar ni de tener disgustos. Por eso es por lo que digo que me ha tocado el seis doble en esta vida. ¿Qué le parece? ¿Es así o no es así?
– Desde luego. Así es. Cuando uno sale torcido de su casa, con culpa o sin ella, torcido andará ya siempre por el mundo. Ya nada puede enderezarte. Basta que salgas con mal pie, que ya no rectificas en la vida. Si se portaron mal los tuyos, o fuiste tú el que te portaste mal con ellos, eso es igual. La cosa es que lo llevas dentro y no hay quien te lo saque, por muchos años y por mucha tierra que se pongan por medio.
– Sí que puede que sea como usted dice…
– Pues no le quepa duda. ¿ Cuál es la condición de uno, sino el trato y el roce que has tenido en tu casa? Pues así como eres, arreglado a los disgustos o a los remordimientos que te lleves a rastras, así te rodarán todas las cosas en la vida. Y eso no se desmiente, ni por mucho emperrarse y romperse los cuernos por triunfar. Lo que sacas de casa, sea lo que sea, eso es lo tuyo para siempre.
– El seis doble o la blanca doble, como yo digo.
– O la ficha que sea; de las veintiocho, la que te toque. Pero ésa no te la quitas de encima. Es un juego donde no caben trampas. Eso bien lo sé yo; la mía también, si no es el seis doble es otra tirando a negra, desde luego.
– Sí; antes le oí referir lo de la tahona.
– Y como ésa, todas. Todas en el mismo carrillo me las han propinado. Ahora, yo, a diferencia de usted, tengo que confesar que tengo menos derechos de quejarme. No fueron ellos, no, sino más bien fui yo mismo el que se portó mal con los míos. A lo menos, así me lo parece. Conque a callar se ha dicho y apechugar con lo que sea. Con todo lo que ha venido y lo que falte por venir.
El hombre de los z. b., se pasaba las manos por la cara. Hubo un silencio. Luego dijo:
– Así es que a uno ni de casarse le queda humor. Hace dos años estuve a punto. A tiempo me volví para atrás. Eso me creo que he salido ganando y eso me creo que ganaron ella y los que hubiesen venido. ¿No le parece a usted?
Petra apartaba con la mano ramas de madreselva y de vid americana que se descolgaban de arriba.
– ¡De primera! – dijo Ocaña, sentándose.
Justi regaba el suelo a mano de cubo. Hacia la izquierda de la mesa donde se habían sentado, se veía un gallinero con su pequeño corral, limitado por tela metálica. Un conejo muy gordo miraba, con las orejas enhiestas, a los recién venidos. Los tres pequeños pegaron cara y manos a los hexágonos de alambre, para mirar al conejo.
– ¡Qué blanco es! – dijo la niña.
El conejo se acercaba una cuarta y movía, olfateando, la nariz. Comentaba Juanito:
– No le hace ningún caso a las gallinas.
– ¡Claro! Es que no se entienden; ¿no ves que son de otra raza?
– ¡Mirarlo cómo mueve las narices!
– ¡Vaya una cosa! – dijo el mayor -. Conozco a un chico del barrio que te las mueve igual.
– ¡Tiene los ojos rojos! – exclamaba la niña con excitada admiración.
Amadeo, el mayor, se retiraba un poco.
– No os recostéis, que se hunde la alambrada – advirtió a sus hermanos.
Sonó una voz detrás de ellos. Sólo Amadeo se movió.
– Vamos, está llamando mamá.
El conejo se había asustado al ver moverse a Amadeo. Juanito dijo:
– A que se mete allí.
La madre llamó de nuevo. El conejo se había parado a la puerta de su madriguera. Amadeo insistía:
– ¡Venga!
– Espera. A ver lo que hace ahora. Justina se ponía tras ellos, sin que la hubiesen sentido venir.
– Os llama tu mamá.
Se volvieron sorprendidos de oír una voz. Justina sonreía.
– ¿Qué? ¿Os ha gustado la coneja? Es bonita, ¿verdad? ¿Sabéis cómo se llama?
– ¿Tiene nombre?
– Claro que tiene nombre. Se llama Gilda. La niña puso una cara defraudada.
– ¿Gilda? Pues no me gusta. Es un nombre muy feo. Justina se echó a reír. Petra decía:
– Escuche usted, Mauricio. Seguramente usted sabrá informarnos qué finca es una que hay así sobre la carretera, a mano izquierda, según se viene para acá. Una que tiene un jardín precioso. ¿No sabe?
– Ya sé cuál dice, sí. Pues eso fue una quinta que se hizo Cocherito de Bilbao, el torero aquel antiguo, ya habrán oído hablar de él.
– Pero ése ya murió – dijo Felipe.
– Siií, hace un porrón de años que murió. Cuando él compró esa tierra no existía nada de todo esto. No debía haber entonces ni cuatro casas junto al río.
Petra explicó:
– Pues es que nos llamó la atención, esta mañana, ¿verdad, tú?, el paseo que tiene hasta el mismo chalet, y el arbolado. Debe ser una pura maravilla, a juzgar por lo que se ve desde la verja.
– Sí que lo es, sí. Ahora ya pertenece a otra gente.
– ¡Y grande! Es una finca que tiene que valer muchas pesetas – dijo Ocaña -. Entonces sabían vivir; no ahora estas casitas ridiculas que se hace la gente.
Mauricio estaba de pie junto a la mesa de ellos. Se veía a Faustina guisando, al fondo, en el marco de la ventana.
– Pero, ¿qué hacen esos niños? ¡Amadeo! ¡Venir inmediatamente! – gritaba Petra.
– En Barcelona, en la Bonanova – decía la cuñada de Ocaña-, allí sí que hay torres bonitas; y hechas con gusto, ¿eh? Jardines de lujo, con surtidores y azulejos, que valen una millonada. Es toda gente que tiene, ¿sabe? – hacía un signo de dinero con el pulgar y el índice.
– Sí, allí – dijo Mauricio -, mucho industrial. Petra llamó de nuevo:
– ¡Pero, chicos! ¡Petrita! ¡Veniros para acá inmediatamente! – bajó la voz -. ¡Qué niños! ¡Casi las cuatro que son ya!
Vinieron.
– ¡Venga; sentaros a comer! ¿No oíais que os estaba llamando? ¡Hacer esperar así a las personas mayores!
Felisa, junto a su madre, la miraba, como naciéndose solidaria del reproche. Justina los disculpó sonriendo:
– Estaban mirando la coneja. No los regañe usted. Eso en Madrid no tienen ocasión de verlo.
– Es blanca – dijo Petrita, animándose -; tiene los ojos rojos, ¿sabes, mamá?
– Calla y ponte a comer – le contestó su madre.
Comían con ansia y con alegría. Alargaban por la mesa sus brazos en todas direcciones, para atrapar esto y aquello, no siendo las veces que se llevaban un manotazo de parte de su madre.
– ¡Pedir las cosas! ¿Para qué tenéis lengua? Va a ser esto una merienda de negros. Felipe Ocaña decía:
– Como don Juan Belmonte no ha vuelto a haber ningún torero. Ni Manolete ni nadie. ¡Qué va! Asentía Mauricio:
– Sí; aquél, sí. Te producía la impresión de que todo lo hacía con la barbilla; lo mismo cuando daba una verónica, que cuando entraba a matar, que al recibir las ovaciones. Yo creo que los dejaba secos con el mentón, en vez que con la espada.
– Y aquella forma que tenía de trastear con los toros, despacio, con cuidadito, sin descomponerse, que lo veías trabajando, lo mismo que cualquier carpintero que trabaja en su taller, lo mismo que un barbero en la barbería, o un relojero; igual.
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