– Otra que viene a malmeter. Me vais a hacer que cante – dijo Miguel -; a ver si así os calláis. Tú, Tito, ¿qué haces ahí de pie, que pareces el sacristán de la parroquia?
– ¡Vamos allá!, que se enfría – apremiaba Santos. Dijo Mely:
– Canta, Miguel, anda. Anda, alégranos la comida. Tito se despojó de la camisa y se sentó junto a Miguel.
– ¿No te desnudas tú? Te sentirás más fresco.
El otro denegó con la cabeza. Estaba destapando una cacerola roja que había venido atada con cordeles, curioseaba el contenido.
– Oye tú – dijo Tito, de pronto -; ¿y la sangría?
– ¡Calla, se me olvidó! ¡Pues rápido, que se va el hielo!
– ¡El limón! ¿Dónde está?
– ¿Habéis visto alguno el limón?
– En la fresquera a refrescar.
– Chístale a ver si acude.
– Menos bromas, que os quedáis sin sangría. El hielo está para pocas.
– ¿No se lo habrá guardado Mely por dentro del bañador?- dijo Fernando-. A ver, Mely…
– Anda, búscalo, chato – le contestaba Mely -; a ver si te quemas. Pero va a ser del guantazo que te arreo.
– ¡Pues si está aquí! ¿O es que no tenéis ojos en la cara? Se ha espachurrado un poquito, pero le queda sustancia todavía.
– Dámelo acá.
Miguel puso las manos en rejilla sobre la boca de la jarra y escurrió todo el agua del hielo en el polvo. Tito partía el limón en rodajas.
– ¿Cómo destaparíamos las gaseosas?
– Pues Sebas tiene una navaja de esas que sirven para todo.
Sebastián limpió la hoja en la servilleta y le pasaba a Miguel la navaja. Carmen dijo:
– Dejar un par de botellines para el que no quiera sangría.
– Aquí quiere sangría todo el mundo. Paulina replicó:
– A mí dejarme una gaseosa. Yo sangría no tomo.
– Echa el limón – dijo Miguel con la jarra en la mano.
Tito volcó las rodajas en el hielo del fondo. Luego cogió
la jarra y Miguel destapó las gaseosas y las mezcló también.
– A ver el vino.
Tito estaba mirando hacia Daniel, mientras sostenía la jarra donde Miguel echaba el vino.
– Listos – dijo Miguel-. Una sangría como el Mapamundi.
Se llevaba la jarra. Tito se sentó junto a Daniel.
– ¿Qué haces, Dani? ¿No comes? Aquí tienes un sitio.
– No quiero molestaros.
_ Venga ya de bobadas. Toma tu tartera. Y ahora mismo te pones a comer.
Ahora Santos se había vuelto a mirar la comida de Sebas:
– A ver qué te han puesto a ti.
– Nada. Pochitos con porotos.
Cubría lo suyo con la tapadera de aluminio.
– Te la cambio sin verla.
– Vamos, pira.
– Salías ganando, fíjate. Tito insistía con Daniel:
– Para mí que te quieres hacer de rogar. Venga ya, galápago; no seas…
Sebastián y Santos intervinieron:
– Como sigas en ese plan, nos repartiremos tu comida. Tú verás lo que haces.
Se levantó Daniel y recogía su tartera; se miraba con Mely un momento. Ella le dijo a Alicia, mirando hacia el suelo y ajuntándose un tirante del bañador:
– Tampoco tiene por qué estar así… Daniel se había sentado.
Sebastián lo veía un poco serio y lo cogió por el cogote, sacudiendo:
– ¡Aupa Daniel!, ¡que a ti lo que te priva es el etílico!
– También es bueno comer de vez en cuando – le decía Santos a Daniel, con tono consejero -; tomar de estas cositas, ¿no ves tú? Ya sabemos que el vino es la base de la existencia, pero esto tampoco no hace daño a nadie. Si no se abusa, claro está. A ti no te dé asco, prueba un poquito. Ya verás como te acostumbras poco a poco…
Se sonreía mientras hablaba, separando muy ordenadamente, en su tartera, con dos dedos, las patatas fritas de todo lo demás. Levantó la mirada hacia Daniel, y Daniel lo miró sonriendo; le dijo:
– ¡No eres tú guasón…!
Santos le hizo un guiño brusco y le dio un manotazo en la rodilla:
– ¡Ay, Daniel! – le gritaba -. ¡Precioso tú! ¡Si no fuera por tu tato, que te atiende y te da buenos consejos sobre la vida!
Sebas había sacado chuletas de su tartera; la manteca se había congelado. Se miraba los dedos pringosos y luego se los chupaba.
– Parece que te relames – dijo Santos.
– ¡Cómo lo sabes! – contestó Sebastián -. Yo ya te dije que salías perdiendo. Qué, ¿quieres una?
Sacaba una chuleta de la tartera y se la ofrecía. Cogía Santos la chuleta y levantándola en el aire, sujeta por el palo, se la dejaba caer hacia la boca, como el trapo de una banderita. Lucí apenas comía. Miraba a unos y a otros y quería ofrecer algo a alguien:
– Yo he traído empanadas. Probarlas; son de pimientos y bonito.
– No me gusta el pimiento – le dijo Paulina.
– ¿Tú, Carmen?
Enfrente de ellos estaban Alicia y Mely y Fernando. Alicia había dejado de comer y se frotaba con un pañuelo, mojado en gaseosa, una mancha de grasa que le había caído en la tela del bañador. Lucí comía su empanada y la tenía cogida con una servilleta de papel..«ILSA», ponía en la servilleta. Le había dicho el Dani:
– Estas servilletas se las mangamos a la casa, ¿no?
– Alguna ventajilla hay que tener. Traigo muchas. Coge si quieres.
– Gracias. Pues yo, yo paso por allí bastante a menudo y nunca tengo la suerte de pillarte despachando. ¿A qué horas te toca?
– Por la mañana, siempre.
– ¿Pero qué puesto es? ¿No es el que está de espaldas a la boca del metro?
– El mismo. Allí estoy yo como un clavo a partir de las diez.
– Pues es raro…
Se encogía de hombros.
– ¡Ahí va la sangría! ¿Quién quiere beber? Surgían los brazos morenos de Mely hacia la jarra, por encima de las cabezas:
– Dame.
Apresó el recipiente, sacudía la melena para atrás y se llevaba la sangría a los labios. Un hilo le corrió por la barbilla y le escurría hacia el escote.
– ¡Qué fresquita! Ali, ¿quieres beber?
Pasó la jarra de unos brazos a otros. Lucita decía:
– ¿Te gusta?
Carmen había mordido la empanada:
– Mucho.
Luci freció a Daniel su tartera:
– ¿Y tú, Daniel? ¿No me quieres probar las empanadas? – dijo.
El hombre de los z. b. decía desde la puerta:
– ¡Qué raro se hace ver un taxi de Madrid por estas latitudes; un trasto de ésos en mitad del campo!
– ¿Viene hacia aquí? – dijo Mauricio desde dentro.
– Así parece.
– Ése es Ocaña. Seguro. Me dijo que vendría cualquier domingo.
El coche había atravesado la carretera y ya venía por el camino de la venta, dejando detrás de sí una larga y voluminosa columna de polvo. Mauricio se había salido a la puerta para verlo venir. Se desplazaba lentamente la masa de polvo a deshacerse entre las copas de un olivar.
– ¿Cuándo piensas cambiar este cangrejo por un cacharro decente? – le gritaba Mauricio en la ventanilla, mientras el otro reculaba para poner el coche a la sombra.
Mauricio lo seguía con ambas manos sobre el reborde del cristal. Ocaña se reía sin responder. Echó el freno de mano y contestó:
– Cuando tenga los cuartos que tú tienes.
Mauricio abrió la portezuela y se abrazaron con grandes golpes, al pie del coche.
Salieron una señora gorda y una muchacha y muchos niños y el hermano de Ocaña y su mujer. La gorda le dijo a Mauricio:
– Usted, metiéndose con mi marido, como siempre. ¿Y Faustina? ¿Está bien? ¿Y la chica?
– Todos muy bien. Ustedes ya lo veo. Mauricio puso la mano en alguna de aquellas cabecitas rubias. Luego miró a la joven:
– Vaya. Ésta es ya una mujer. Ya pronto empezará a darles disgustos.
– Ya los da – contestaba la gorda -. ¿Conoce usted a mi cuñado y a su exposa?
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