– ¿Y a qué me hablas ahora de esa forma? No lo comprendo, Carmen, la verdad.
Alicia se interpuso sin dar tiempo a que Carmen contestara de nuevo.
– Pues yo, mira tú, a mí los pueblos no me disgustan. Una vida tranquila… – se detuvo, pensando -. Y luego, todo el mundo se conoce.
– A mí me aburre lo tranquilo – dijo Mely-, me crispa; la tranquilidad es lo que más intranquila me pone. Y eso de conocerse todo el mundo, ¡vaya una gracia!, ¿pues qué aliciente va a tener la vida si conocemos a todos? No me convence la vida de los pueblos, lo siento; debe ser el tostón número uno.
– Estoy contigo, Mely – decía Fernando -; no puede hacerte ilusión ninguna cosa, si sabes que mañana y pasado y el otro y el otro y todo el año vas a hacer lo mismo, las mismas caras, los mismos sitios, todo igual. Es una vida que no tiene chiste. Parecido al trabajo de uno, que tienes que asistir todos los días y hacer las mismas cosas, que lo único es estar deseando marchase. Pues igual en un pueblo; lo mismo.
– Pero en cambio no tienes complicaciones ni quebraderos de cabeza. Todo lo tienes a mano.
– A mí me sabe muy simple – dijo Mely -, ¿qué quieres que te diga? No puede saberte a nada una vida así. ¿De qué ibas a tener ganas?
– Pues de nada. ¿Es que hace falta tener ganas de algo? Estás tranquila y a gusto con lo que tienes y se acabó.
– Sí, sentadita en una silla y mirando al cielo raso. Ideal.
– Tampoco es eso, mujer. No exageres, ahora. También hay sus distracciones. Tú no conoces las fiestas de los pueblos; la gente se divierte en todas partes.
– Pues mira, si es así, vaya suerte que tienen, porque lo que es yo, por mi parte, suelo aburrirme muchas veces, con todo y que vivo en Madrid. Conque lo otro, date cuenta lo que sería.
– Cuestión de caracteres y lo que esté acostumbrado cada uno.
– A mí lo que me está aburriendo ahora es que ésos no bajen de una vez y comamos. Todo el mundo por ahí comiendo y nosotros aquí todavía, muertos de risa.
– Pues van a ser las tres – dijo Fernando. Miraba por entremedias de los árboles hacia la escalerilla del ribazo, al fondo, donde esperaban verlos aparecer.
– ¿Pero qué harán, digo yo, para tardar de esta manera?
– Bastante han hecho ya con ir, los pobres – dijo Paulina-. Y sin ninguna obligación. No hay derecho a quejarse, tampoco; eso es lo cierto.
– No, si quejarse, aquí nadie se queja – dijo Santos -; el que protesta es el estómago.
– Pues, claro; a ése sí que no hay quien lo calle. Siempre te dice la verdad.
– Y a la hora en punto; va con Sol.
Sebastián levantó la cabeza y se volvió a los otros:
– A mí lo que más me gusta de los pueblos son los higos chumbos. Se rieron.
Miguel decía:
– Vamos muy retrasados. Nos deben de estar echando maldiciones.
– La culpa es tuya – dijo Tito-, con esos admiradores que te salen.
– Esa es la fama, chico – se reía -. ¿Qué quieres que yo le haga? Uno se debe a su público.
– ¿Quién te habrá hecho esa propaganda?
– Seguro que ha sido el dueño, ¿no ves que me conoce de otros veranos?
– Y ese otro se debió de creer que tú eras un Fleta, o poco menos.
– Algo así pensaría.
Venían ya por el trecho de camino entre viñas, paralelo a la tela metálica. Al guarda de la viña no cercada le habían traído la comida y masticaba mirando hacia las cepas. No andaba nadie ahora por los alrededores. Vino el ronquido jadeante de un motor, y un viejo taxi urbano apareció por el camino de los merenderos, avanzando de frente hacia Tito y Miguel. Se echaban a una parte, dejando paso al coche que se desballestaba, repleto de personas, levantando una cola de polvo, hacia la carretera. El guarda viejo de la viña maldijo el taxi, el nubarrón de polvo que llegó a su cuchara, el domingo. Rápidamente recogió la tartera del suelo para taparla y proteger la comida. Alzó los ojos hacia Tito y Miguel; no los había visto llegar.
– ¡Ni comer! – les gritó -. ¡No lo dejan a uno ni comer! ¡La mierda!
Se recrecía de nuevo al ver que alguien le estaba escuchando:
– ¡Domingos de la gran puta!
Y aún blandía en el aire la tartera y la estrellaba contra el suelo. Salsa y judías se derramaron por los terrones, salpicando las cepas. Luego volvió a sentarse y sacó torpemente la petaca, el librito de papel, y le temblaban con violencia los dedos liando el cigarro. Tito y Miguel caminaban de nuevo.
– Está chalado – dijo Tito -; tirar de esa manera la comida…
– ¡Se debe de pasar cada berrinche, el viejo!
– Con cabrearse no adelanta nada. Lo único que saca con eso es perjudicarse a sí mismo.
– Ya. Pero ninguno somos capaces de echarnos esas cuentas cuando nos vemos renegados. Uno se evitaría muchos disgustos, sujetándose a tiempo.
Ya llegaban al borde del ribazo. Las voces que subían de la arboleda y de los merenderos crecieron súbitamente al asomar. Resonaban aplausos en alguna parte. Tito miró en la jarra; dijo:
– El hielo no va a llegar. Está ya casi derretido. Comenzaban a descender con cuidado la escalerilla de tierra.
– ¡Mirarlos! ¡Allí vienen por fin!
Se revolvía todo el grupo. Decían: «¡Miguel, Miguel!», y Miguel se reía de tanto sentirse jaleado. Los ayudaron a soltar todas las cosas.
– ¿Y en esa jarra, qué traéis?
– ¿No os habréis olvidado de algo?
– Que no, mujer, que no.
Andaban revolviendo entre los macutos, buscando cada uno su tartera.
– Esa roja es la mía.
– ¡Si viene hielo aquí metido! ¿Para qué es este hielo?
– ¿Habéis traído más vino?
– Ahí está, ¿no lo ves?
– ¡Huy, mucho vino me parece que es éste!
– ¿Y en dónde habéis mangado los limones?
– Como sigas tirando de esa cinta seguro te cargas el macuto.
– ¡Un poquitito de organización!
– Di, ¿este limón para quién es?
– Para don Federico Caramico.
– Simpático él…
– Oye, y hielo y toda la pesca.
– A ver, a ver… ¡Pero si viene ya medio deshecho!
– Pues tú verás: con lo que han tardado, se les derrite hasta una llave inglesa.
– ¡A comer!
– Aquí, cada oveja con su pareja.
– ¿Y mi oveja, quién es?
– Yo, tu ovejita soy yo – dijo Mely a Fernando.
– ¡…nita tú! Siéntate aquí, mi reina.
– Si llegáis a tardar un poco más, asamos a Daniel – dijo Santos.
– Ése tiene que estar muy correoso.
– Y lo mismo te coges una garza de no te menees. El noventa por ciento de la carne del Dani debe ser puro alcol.
– Y el otro diez por ciento, mala leche – añadía Fernando. Alicia le replicó:
– Tú no hables. Que gracias a él te has librado de subir tú a por la comida.
– Tiran con bala – dijo Carmen.
Daniel levantó la cara y miró a Fernando.
– A ti, Fernando, te gusta mucho incordiar esta mañana por lo visto. Yo no te recomiendo que sigas por ahí. Conque ya sabes.
Fernando le contestó:
– ¡Ah, vamos! Ahora te da por espabilarte, ya era hora. ¿No habréis traído la tartera de Dani?
– Ahí está. Esa que queda debe ser la suya.
– Anda, pues si dijimos que no se bajara. Miguel levantó la voz:
– ¡Qué dijimos ni qué narices! Haberte subido tú, y entonces no la bajabas si no querías.
– Bueno, Miguel, bueno; no te pongas así.
– Tiene razón Miguel – interrumpía Carmen-. ¿No te han traído a ti la tuya? Pues da las gracias y a callar.
– A eso le llamo yo compañerismo.
Terciaba Mely:
– Pues ya está bien, digo yo. ¿Se come o no se come? Siéntate, Fernando.
– Aquí lo que hay es mucho mar de fondo.
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