Carlos Cañeque - Quién

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Premio Nadal 1997
¿Quién es el auténtico autor y protagonista de esta novela? ¿Acaso el desdichado y jocoso Antonio López, que se sienta todos los días delante de su "querido ordenador" con el fin de escribir un libro que le permita ganar un premio literario y en consecuencia abandonar "su doloroso anonimato"? ¿Tal vez el viejo editor G.H.Gilabert, que todas las tardes se reúne con su directora literaria para imaginar una novela interactiva en CD ROM sobre un fracasado profesor de literatura llamado también Antonio López? ¿O quizás el misterioso traductor que introduce unas notas a pie de página, hilarante parodia de la perversidad erudita de la crítica literaria? En el centro de ese laberinto lleno de referencias a personajes reales e inventados, de ficciones virgilianas y quijotescas, se sitúa el lector, que no tardará en entrar en el juego y ganar la partida al otro lado del espejo. A la sombra de la mirada perdida de Borges, del sarcasmo de Cioran, de la melancolía de Fernando Pessoa, Carlos Cañeque nos conduce por estas páginas donde predomina el humor y el goce por la literatura. Los grandes temas de este fin de siglo, lo fragmentario, la conciencia del fracaso, la dificultad de crear, la soledad, la neurosis, las fantasías de la aldea global, desfilan por estas páginas. Pero finalmente el universo literario, la novela que nadie escribe pero el lector lee, se erige en auténtico protagonista de Quién.

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Lloverás propuso incluso grabarle sus propios monólogos, pero a Antonio le pareció que no soportaría volver a escuchar esa dispersión de sentimientos inconexos. Necesitaba más estructura, más narrativa fuera de su propia persona, más alejamiento de ese ser lamentable al que en el fondo quería olvidar. Pero el psiquiatra insistía -hechizándolo en el diván- en que todo escritor construye sus personajes en función de sí mismo, y eso le fue convenciendo hasta que por fin, un día, comenzó a registrar sus vaivenes imaginativos en el ordenador. Primero intentó elaborar una clasificación temática para enumerar los asuntos que más podían agobiarle: los tipos de angustias y de fobias que sentía, la absurda relación con su mujer, la dificultad para afrontar la separación, el proyecto de una novela que no era capaz de comenzar, las inquietantes citas adulterinas con Teresa, los innumerables miedos y paranoias que le dañaban a veces sólo con salir a la calle, los insufribles colegas del departamento de literatura que le involucraban en feroces luchas internas, sus experiencias con las drogas, etcétera. Pero pronto se dio cuenta de que esas clasificaciones, ese aparente orden categorial de sus problemas no conducían a nada, al convertirse inmediatamente en una compleja red de imágenes y recuerdos que su mente era ya incapaz de diferenciar. Todo estaba relacionado entre sí, de forma que nada se podía pensar sin aludir a la globalidad de las cosas; porque aquella tarde de su infancia en la que presintió por primera vez el sexo no podía ser más o menos importante que la semana que se encerró en una pensión de Comarruga para leer Madame Bovary por segunda vez. Todo había dejado huellas imborrables en su memoria, todo se relacionaba con el que ahora era y sería, todo formaba pequeñas geografías definitorias en su piel. Qué islas recónditas, se preguntaba, habría dejado Emma Bovary en sus sueños y en su espalda; qué ignorado propósito albergaba la mirada sensual que él había imaginado en ella y que ahora se interpondría en la de todas las demás. No, sería mejor comenzar a escribir un diario sin atender a rótulos ni clasificaciones, dejando que los entresijos más ocultos se fueran sedimentando en función de los énfasis, de las reiteraciones y de las urgencias que su propio inconsciente arrojara espontáneamente sobre el ordenador. Fue a partir de ese pequeño axioma metodológico cuando Antonio se sintió capaz de comenzar a escribir todo lo que el azar (salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de una compleja y secreta maquinaria de causalidades) consentía presentar en su imaginación. [5]

Cuando Antonio saltó por segunda vez a la calle, notó un mareo y una fuerte presión en el pecho. Extrajo de su bolsillo uno de los tranquilizantes que siempre llevaba consigo y se lo tragó sin agua, como se había acostumbrado a hacer. Por el momento no quiso decirle nada a Silvia. Ella estaba harta de sus mareos y de sus fobias. Le habían aguado tantas cenas y compromisos que algunas veces llegaba a creer que lo hacía a propósito para fastidiarla. Empezaban con un dolor de cabeza y una creciente sensación de morirse para seguir con los «me quiero ir a casa» o con los «llama a una ambulancia». No es que ella reaccionara mal, no es que no fuera suficientemente comprensiva o maternal, pero claro, tener a un cenizo así a la vera se convertía en un verdadero calvario con cruz de plomo.

Desde luego que no lo hacía a propósito -a no ser que algunos de sus propósitos escondieran insospechadas derivaciones hacia el masoquismo y la degradación-, pero el mero hecho de que ella pudiera creer que todo era un simulacro, le irritaba y le agraviaba en lo más hondo. Era verdad que Antonio notaba palpitaciones y sudores fríos, era verdad que percibía un insufrible hormigueo en las manos, era verdad que había sentido claros preludios de insuficiencia hepática y explosiva presión arterial, era verdad que al ponerse la mano en el corazón no se lo notaba palpitar, pero era también innegable que todos esos síntomas se convertían en psicológicos una vez que volvía a casa y conseguía relajarse un poco, y que la sonora ambulancia, el eventual médico que de forma espectacular le había suministrado un boca a boca en Finisterre o la melodramática visita semanal -con despedidas para siempre y lágrimas en los ojos- a las urgencias de la clínica Quirón, incrementaban en las mentes de los demás -también en las de sus compañeros de facultad- un curriculum lamentable.

Aquella misma mañana había estado haciendo el amor con Teresa, y el hallarse ahora con Silvia representando el papel social de marido consolidado, aumentaba su sentimiento de culpabilidad. Por un momento recordó que después del dilatado acto sexual, cuando Teresa se durmió, se había mareado más que otras veces. Pensó que debía de ser por la mezcla del hachís con el popper que inhalaba siempre con ella en los umbrales del orgasmo. Se había levantado para beber agua cuando sintió que estaba a punto de desvanecerse. Fue al cuarto de baño y abrió la ventana de par en par a pesar del frío. Seis meses antes, la primera vez que Teresa le dio a inhalar la sustancia líquida, creyó por un momento que esa intensa sensación en las vísceras y ese extraño calor en el pecho eran un signo inequívoco de la inminencia de su muerte. Silvia aceptaba compartir el hachís pero no el popper , por lo que éste se había convertido en otra secreta particularidad de su relación con Teresa. Pero el mareo de la mañana había sido inusualmente intenso y prolongado; además, a diferencia de otras veces, no acababa de pasarle totalmente. Todavía se sentía muy fatigado y, de no tener el compromiso del premio literario, se hubiera metido en la cama y hubiera intentado combatir el insomnio con los casi siempre inútiles ejercicios de tensión y distensión muscular recomendados en su día por el psiquiatra que se mató en las costas de Garraf. Además de los encuentros con Lloverás, Antonio estaba ahora siguiendo un tratamiento nuevo que consistía, en lo esencial, en asistir a «sesiones de rutinización y desdramatización fóbica» y en la compulsiva ingesta de un arco iris de pastillas.

Mientras conducía el coche, notó como si se moviera el suelo, como si no percibiera bien los pedales, como si la ausencia de gravitación le fuera a hacer levitar por encima de los coches del atasco, por encima de los semáforos y los árboles de la Diagonal. Descartó la posibilidad de que tales sensaciones pudieran ser atribuibles al hachís o al popper , por lo que creyó estar en las cercanías de una nueva fobia declarada. A pesar de esta evidencia empírica, resistió y fingió unas palabras de normalidad. El atasco de la Diagonal dilató hasta lo increíble el suplicio de este fingimiento. Abría al máximo la ventana como buscando desesperadamente una salida, pero tenía que volver a cerrarla porque el frío se instalaba en el interior del coche y Silvia se lo hacía notar.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, sí, sólo me agobia un poco el atasco.

– Bueno, es igual, no pasa nada, si llegamos tarde ya comeremos el segundo plato o el postre. Además, en general, la comida que se sirve en estas ocasiones es peor que la del cuartel.

Víctor y Ana les esperaban de pie, frente al café París, en la misma acera de otras veces. Tan pronto como les vieron llegar levantaron los brazos en un doble signo de alivio y reproche.

– ¿Qué pasa, tíos? Es tardísimo -dijo Víctor entrando y cerrando la puerta de un golpe.

– Este señorito se ha tirado una hora en la bañera, y la Diagonal está intransitable -respondió Silvia para desentenderse de toda responsabilidad.

– Llegaremos cuando estén fotografiando al ganador -agregó Víctor con cara de muy pocos amigos.

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