– En Siria, la banca no es privada, se nacionalizó en 1958 cuando se formalizó la unión con Egipto. Hay un solo banco hipotecario, el Banco Popular de Crédito, que concede créditos en las siguientes condiciones: el cliente deja dinero en su cuenta durante tres meses, después de los cuales el Banco le ingresa el doble de lo que figura en su haber que tendrá que devolver al interés del cinco por ciento. Además hay otros bancos según sean sus actividades: Banco de Industria, Banco Agrario…
Me perdí los demás bancos y las respectivas explicaciones atenta a los coches que pasaban por mi lado y me increpaban, porque los sirios, como a todos los demás habitantes de este planeta, se les encrespa el humor cuando entran en un coche y se les incrementa el desprecio contra su vecino.
Dejé a Adnán en su casa, y durante buena parte del día me dediqué a recorrer la ciudad con el plano desplegado sobre el asiento lateral. Las calles ya no estaban vacías y en el centro el caos se fue haciendo cada vez mayor. Hacía mucho calor, las bocinas de los coches formaban un barullo ensordecedor y todas parecían ir dirigidas contra mí. Pero yo no me inmuté, y al cabo de un par de horas había dominado mi propio temor y había encontrado el ritmo de la circulación de Damasco. Tal vez esto fue lo que de pronto me hizo sentir el entorno tan familiar: habían pasado unas semanas e, igual que con el tiempo se borra la mala impresión que el primer día nos produjo un detalle singular en una persona, suplantado después por su carácter cariñoso o su forma jocosa de hablar o quizá porque nos hemos enamorado de ella, vi Damasco desde otro ángulo, un ángulo desde el que ya no importaban los plásticos del suelo, ni las basuras en los rincones, ni las aceras deshechas, ni esa red inextricable de antenas e hilos que tanto me impresionaron el primer día. Comenzaba a sentirme como en mi propia ciudad.
La cita con Ismail.
El restaurante Sahara estaba en la gran avenida Faez Mansur, en el barrio de Al Mezze, que partiendo de la plaza Al Umawiyin se extiende hacia el este. Es la arteria principal de los barrios nuevos, donde vive la clase dirigente, los embajadores, la oligarquía y los burócratas, como había dicho Ismail aquel primer día.
Llegué a las nueve en punto, la hora de la cita, y en los cinco minutos que estuve esperando pasaron por mi mente toda clase de incertidumbres: ¿Era hoy el día de la cita? Y en cuanto al restaurante, ¿no me habría confundido de nombre?
¿No sería una ingenuidad por mi parte haber venido y tomarme en serio una frívola invitación de un compañero de viaje que ya la habría olvidado?
En cualquier caso, ¿qué importaba? Ayer sin ir más lejos me daba cierta pereza volver a verle.
Si no venía, tanto mejor pues.
Pero este pensamiento no lograba tranquilizarme y no hacía más que mirar el reloj que avanzaba a un ritmo demasiado lento. Me había sentado en una pequeña barra un poco apartada del comedor casi lleno de ruidosos hombres y mujeres vestidos con ostentación, y había pedido una ginebra seca para quitarme ese desasosiego que tanto me inquietaba, más debido a que no lograba descubrir su origen que al temor de que Ismail no apareciera.
Y para darme ánimos, pensé. ¿Ánimos? ¿Para qué necesitaba ánimos?
¿Qué me ocurría? ¿Tenía miedo, como me habían dicho antes de venir a Siria, a que Ismail fuera un espía? ¿Qué hacía yo allí dispuesta a cenar con un tipo del que apenas recordaba la cara?
Pero ni tiempo tuve de acabar la copa y responder a tanta pregunta cuando Ismail Kerak apareció ante mí. Tenía los ojos más grises aún que en mi recuerdo y vestía un impecable traje oscuro.
– ¡Hola! -dijo, y añadió con sorna-: ¿te acuerdas de mí?
Al principio estuvimos los dos silenciosos y sonrientes e igualmente indecisos, y esto me tranquilizó. Los hombres demasiado seguros de sí mismos en estos primeros encuentros me aburren, me parecen de otro mundo y, en consecuencia, me retraigo porque dejan de interesarme. Pero a los cinco minutos una botella de vino nos había desatado la lengua y acabamos interrumpiéndonos para saber más y añadir a la otra nuestra propia experiencia o nuestra voz. La verdad es que Ismail Kerak era, y estoy segura de que sigue siendo, una de las personas más encantadoras que he conocido.
– Tú vives siempre en Jordania me dijiste, ¿no?
– Así es.
– ¿Los jordanos se consideran sirios? Me refiero si siguen pensando que pertenecen a la Gran Siria.
– Es difícil de decir, aunque más bien creo que ya no. Han pasado muchas cosas desde que los ingleses fundaron el reino hachemita jordano. Y además los dos países han estado enfrentados durante años. Sin embargo, ahora se llevan bien, y a nosotros nos es fácil entrar y salir de un país a otro.
Me contó su vida quitando importancia al exilio, a la pobreza y a la lucha del pueblo palestino al que él pertenecía.
– ¿Pobreza? Tú no pareces pobre.
– Soy de una familia pobre.
Los palestinos -dijo- tienen un sentido histórico muy desarrollado y de alguna forma están convencidos de que para sobrevivir la única solución que les queda es reproducirse a un ritmo más rápido que los pueblos que les subyugan y preparar lo mejor que puedan a sus hijos.
Todos los miembros de una familia trabajan para que uno de ellos, sólo uno, en la medida de sus posibilidades, pueda estudiar, convertirse en un sabio o en un experto.
– ¿Ése eres tú?
– Sí, ése soy yo. Y no sólo gracias a ellos he podido tener esos estudios, que de algún modo ayudan a conservar nuestro nivel cultural y científico, sino que ahora soy yo quien les ayuda a ellos devolviéndoles lo que hicieron por mí. Los palestinos apenas tenemos escuelas ni universidades, vivimos de forma muy precaria en el exilio o en los territorios ocupados y no entendemos qué es lo que ha ocurrido para que una injusticia tan grande y tan flagrante como se ha cometido con nosotros, nos revierta, es decir, se nos haga culpables de la situación a la que nos ha abocado la comunidad internacional.
– ¿Tú eres de los palestinos que estarían dispuestos a llegar a un acuerdo, o de los que creen que hay que seguir luchando?
– Sea cual fuere el acuerdo al que se llegue, nunca será en beneficio de los palestinos -añadió con cierta tristeza-, y sea cual sea el acuerdo que aceptemos, los palestinos nunca olvidaremos. Pasarán años y siglos, nos destruirán una vez más, nos exiliarán, nos deportarán, nos dividirán y seremos como ahora los esclavos de la zona, pero no olvidaremos. Esto no quiere decir que una vez firmada la paz sigamos luchando, pero nada impedirá que cada uno de nosotros se siente a la puerta de su casa a ver pasar el cadáver del enemigo, una vez hayamos comprendido quién es de verdad nuestro enemigo. Muchos de nosotros ya lo sabemos.
Pero no todos los palestinos pensamos igual.
Por el mero hecho de asistir los dos a esta cena nos habíamos hecho un poco cómplices. Pero ¿de qué? No habría sabido decirlo.
Tal vez por eso no me sorprendió demasiado cuando ya casi al final de la cena, mientras yo le contaba los lugares que pensaba visitar, me interrumpió:
– Déjame que sea yo quien te enseñe Palmira.
Me quedé mirando sus ojos fijos en los míos, que esperaban la respuesta, y le pregunté:
– ¿Qué me estás queriendo decir?
– Te estoy pidiendo que me dejes enseñarte Palmira, nada más, o dicho de otro modo, te estoy ofreciendo enseñarte Palmira. La conozco como la palma de la mano.
– ¿Eso significaría que vendrías en el coche conmigo?
– Así es.
– A veces no soy una buena compañera de viaje -le dije pensando en Adnán y Teresa, y en Setrak-.
Creo que cada vez voy perdiendo más la costumbre de viajar con otras personas.
Читать дальше