Y por la noche, cuando me despierta una campana lejana que el viento trae del barrio cristiano, vibran aún en la ciudad silenciosa ruidos perdidos en lontananza, y bajo la ventana de mi habitación del hotel, siguen prendidas las luces de una terraza donde seis o siete personas charlan al fresco de la madrugada y beben té o quizá cerveza: mañana viernes es la fiesta semanal. El cielo se aclara y aunque desde mi ventana encarada a occidente no veo amanecer, sí descubro los destellos que el alba arranca a la piedra blanca de los edificios. Las farolas de las calles y avenidas hasta donde alcanza la vista dibujan líneas de luz en la ciudad que comienza a despertarse y una vez más sube al cielo, aquí, en el país entero y en todo el mundo árabe, la oración de los almuédanos.
El guía Yemael.
Salí del hotel cuando todavía la mañana era fresca, con Yemael Telyebini, un guía que me proporcionaron en la recepción que tenía un lejano parecido con Omar Sharif: ojillos penetrantes y risueños y grandes mostachos negros en contraste con el cabello cuidado y plateado. Caminaba a mi lado un poco inclinado y hablaba en voz baja para dar más empaque a lo que estaba diciendo. Llevaba bajo el brazo un par de libros de consulta, me dijo, pero tardé muy poco en comprender que sólo sabía lo que repetía a diario, porque cuando le pregunté por qué las mezquitas tienen esa especie de pararrayos jalonado por tres bolas y rematado por una media luna de metal, dijo sin ningún rubor que lo ignoraba, y cuando más tarde quise saber hacia dónde estaba La Meca, lo ignoraba también, aunque sabía, añadió, que en la mezquita la dirección la marca el ‘mihrab’, el ábside. Se lamentó de que fuera viernes, la fiesta semanal de los musulmanes, y nos fuéramos a perder el abigarrado colorido oriental de la ciudad, y repitió la frase que debía de parecerle muy lograda, el abigarrado colorido oriental de la ciudad.
Pero a mí no me importaba. Las calles estaban desiertas y ninguno de los pocos hombres que transitaban por ellas iba hoy vestido con ropas occidentales. En los zocos, los portalones de madera de las tiendas estaban atrancados, y sólo de vez en cuando, aquí y allá, el ruido de cascanueces de una persiana metálica indicaba la presencia inusual de un comerciante laborioso. Rayos de luz de sol atravesaban en diagonal arcos y bóvedas desiertas y temblaban en el aire infinidad de motas de polvo movedizo tras las cuales las callejas silenciosas extendían hasta perderse el aroma misterioso de los siglos.
Recorrimos los zocos desiertos durante tanto rato que me perdí y caminaba tras él obediente. Al principio del recorrido Yemael me parecía un ser curioso: me tenía durante más de diez minutos ante una ventana o un dintel cuya contemplación e historia, por más rato que estuviéramos y por más veces que la repitiera, no lograba despertar mi interés, y en cambio pasábamos ante ‘medersas’ antiguas y bien conservadas o puertas entornadas que escondían mansiones y palacios, patios floridos con surtidores o grandes claustros que habían sido antaño un impresionante ‘jan’ donde se hacían las transacciones de mercancías, sin prestarles la más mínima atención. Sólo a media mañana descubrí que los arabescos que adornaban las jambas de las ventanas ante las que se detenía no eran más que letras antiguas árabes que él leía con la entonación de quien está improvisando.
Me di cuenta también de que la piedra de Alepo no es tan blanca como me había parecido al llegar, sino que tiene un leve tono de arena dorada y me explicó Yemael que ese matiz resplandeciente, esa pátina con tonalidades de mármol tanto de los edificios modernos como de los muros de los ‘jan’ o de los palacios, se conseguía por el ancestral procedimiento de regar las piedras con un tinte vegetal mezclado con agua al que se añade aceite de linaza para darle consistencia, duración y brillo, y al pie de una obra me mostró un montón de piedras vírgenes de ese baño que tenían aún la blancura metálica de la sábana. Un procedimiento parecido al que se utilizaba y se utiliza aún en el Ampurdán o en Mallorca e Italia, aunque mucho menos desde que se ha impuesto la cal de Andalucía, con el ‘caparrös’ o con los tintes vegetales para colorear las paredes revocadas de cemento y darles el tono tostado que tanto se aviene con el paisaje.
Mientras caminábamos, Yemael me advirtió que tendría que ausentarse varias veces durante la visita para orar, porque como usted sabe los musulmanes tenemos que orar cinco veces al día. Y añadió con mucho celo y orgullo: nosotros tenemos cinco pilares, son los cinco dogmas escritos en el Corán que guían nuestra vida cotidiana, son los siguientes:
Chahada: No hay más Dios que Dios y Mahoma es su Profeta.
Salat: La llamada a la oración cinco veces al día, al alba, al mediodía, por la tarde, a la puesta del sol y a la caída de la noche, siempre de cara a La Meca y recitando las oraciones prescritas.
Zaka: La limosna a los pobres y a los necesitados. En los estados modernos musulmanes se ha convertido en un impuesto obligatorio destinado a los pobres.
Ramadán: Durante el noveno mes del calendario musulmán todos los musulmanes están obligados a ayunar desde la salida del sol hasta la puesta, en conmemoración del mes en que Mahoma tuvo la revelación del Corán.
Hadj: La obligación de peregrinar a La Meca por lo menos una vez en la vida durante la cual el peregrino vestido con una túnica blanca sin costuras da siete vueltas alrededor de la Kaaba, la piedra negra que está en el centro de la mezquita.
– Además -añadió-, el Profeta pidió y consiguió que los hombres se lavaran por lo menos cinco veces cada día. -Pero nada me dijo de la Guerra Santa.
Habíamos llegado frente a una puerta que Yemael empujó suavemente.
– Es un ‘jan’ -dijo y continuó:
– Lo que fueran antes los ‘jan’, las antiguas posadas casi todas de los siglos XIV a XVI o XVII, esconden sus patios, sus claustros y sus aposentos tras un portalón claveteado y se han convertido hoy en almacenes, talleres e industrias.
Con la puerta más abierta descubrimos, aun siendo fiesta, una actividad febril, y al acercarnos al impresionante pórtico en aparejo en hilada alternando las piedras blancas y las negras, vino de malos modos el capataz y nos dio con el portalón en las narices, aunque no antes de que hubiéramos visto a decenas de niños bregando con bultos envueltos en tela de saco para apilarlos bajo las galerías. Yemael parecía avergonzado y casi se excusó: es obligatorio que los niños vayan a la escuela, dijo, pero como hoy es fiesta, la policía hace la vista gorda para que puedan ganarse un pequeño salario que vendrá bien a sus familias. Esto antes no ocurría.
– ¿Cuándo es antes?
– Antes, quiero decir, hace unos años. Con la llegada de Al Assad se prohibió el trabajo infantil, pero ya sabe, todas las leyes acaban por relajarse con el tiempo.
El trabajo infantil es una plaga mundial muy difícil de extirpar en países cuya práctica era habitual hace tan sólo veinte o treinta años y que siguen rodeados de otros donde casi siempre por deudas de sus antepasados que no lograron redimir con el trabajo de toda una vida, cientos de miles de niños nacen esclavos todos los años. Niños que recogen basuras o mendigan para otros en el Sudán, niños que desde los cuatro años fabrican ladrillos como sus padres en Mauritania, niños que en el Chad cargan con bultos superiores a su tamaño.
O los niños de Asia, África y América Latina que, sin nacer esclavos, trabajan en el campo, el desierto, el pantano, la fábrica o la prostitución. Niños que no conocerán en toda su vida un solo día de libertad.
La ‘medersa’ Chahadbajtiya.
Buscando un poco más lejos el portal de estalactitas en aparejo de dos colores de la ‘medersa’ Charafiye de 1242 que ha sido convertida en biblioteca, entramos en otra ‘medersa’ muy pequeña que me sobrecogió: la ‘medersa’ Al Chahadbajtiya. Al ver la dificultad que tenía en pronunciar esta palabra, Yemael me dijo con benevolencia que todo el mundo la conoce por Masyid Cheij Maruf Firdaus. Esta ‘medersa’ cuyo nombre vulgar le parecía al guía mucho más fácil de pronunciar, no aparece en las guías y no es probable que pudiera encontrarla por mis propios medios aunque recuerdo que estaba por la parte sur en el zoco Al Darb, no lejos de la gran mezquita.
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