Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Setrak Hovsepian era, una vez de pie, un hombre alto, de una delgadez huesuda que se manifestaba sobre todo en las mandíbulas salientes, hirientes, casi. Tenía los ojillos penetrantes y aunque a veces sonreía no perdió en toda la conversación, ni había de hacerlo a lo largo del viaje, esa mirada acerada, agresiva casi, con que ahora me contemplaba.

Tenía aparcado en la calle un coche inmenso de color amarillo pálido, un Oldsmobile de los años treinta o cuarenta, cuya parte trasera más parecía un dormitorio que el asiento de un coche.

– Podrá dormir durante el viaje -anunció escuetamente.

O sea, me dije, que supone que voy a alquilar un coche y viajar para estar dormida detrás, pero no le di mayor importancia.

Hay que regatear, hay que regatear siempre, aunque el precio nos parezca irrisorio, porque en el regateo está el placer de la venta, recordé las palabras del embajador.

Y cuando ya dispuesta a comenzar, le propuse que nos sentáramos en un banco de la plaza para establecer las condiciones, tomó la iniciativa y me invitó a su casa a tomar un café.

– Está a la vuelta de la esquina -dijo en su peculiar, casi anticuado francés que de todos modos hablaba muy bien-. A mi mujer le gustará conocerla y será para nosotros un verdadero honor -añadió con una tonadilla que me sonó a ritual.

Y después de mantener la vista fija en la mía aclaró-: Somos armenios -como dando a entender que no tenía por qué preocuparme.

Recorrimos las intrincadas callecitas del barrio Chaalán sorteando transeúntes y puestos de verduras y frutas, él unos pasos delante de mí, yo siguiéndole sin lograr alcanzarle, no sé si debido a que no sabía caminar junto a una mujer que no fuera la suya o porque tenía los pasos más largos que los míos. Las calles estaban atestadas y las tiendas abiertas acogían frente a las mercancías a multitud de mujeres y hombres charlando y comprando. Nos metimos por una puertecilla angosta y subimos una escalera tan empinada que tuve que detenerme a la mitad para tomar aliento. En el techo altísimo de la sala de entrada funcionaba un ventilador de aspas aunque no hacía demasiado calor, y de un tubo de calefacción, casi tocando a la historiada moldura de yeso, colgaban los retratos de los antepasados en distintas y solemnes ocasiones.

Desde la puerta me señaló a su mujer, que cosía en el balcón que daba al mercado y que al vernos se levantó y vino a saludarme. La hija salió por otra puerta y me dio la mano. Había en las dos una rara sumisión, no ante el jefe indiscutible de la familia, sino más bien ante quien hay que complacer por temor a que cualquier detalle pueda irritarle. Lo descubrí por la mirada de Setrak que no dejaba de escudriñar el ir y venir de las mujeres de la sala a la cocina con la tetera, las tazas, una fuente de galletas caseras y otra de frutas e incluso cuando se retiraron discretamente al balcón. Ante este despliegue de atenciones no me atreví a regatear y cerramos con facilidad el trato para un viaje de cuatro días. Cuando me levanté para irme me sentía un poco incómoda: por una parte estaba convencida de que Setrak me había dado un precio excesivo y por otra me echaba en cara a mí misma dudar de su buena fe y de su hospitalidad. Y para rematar mis dudas, la mujer al despedirme me obsequió con una cafetera armenia de cobre con soporte incluido que envolvió en grandes cantidades de papel de periódico.

Setrak me acompañó muy serio a casa en un taxi para saber con exactitud dónde vivía, me dijo, porque las señas que le había dado no le bastaban y del plano no se fiaba, y añadió:

– Así me será más fácil ir a buscarla el martes a las nueve como hemos convenido.

Yo tenía la vaga sensación de que en algún momento había cometido un error o había dejado algo por hacer, pero nunca imaginé que lo que veladamente se me recriminara, como Setrak habría de echarme en cara varios días después, fuera que hubiese aceptado sin rechistar su tarifa y ni siquiera me hubiera tomado la molestia de proponerle un nuevo precio, es decir, de regatear.

Más tarde lo comprendí: el regateo no es un sistema para practicar o evitar la estafa y el abuso, sino una forma de establecer la equidad, de encontrar el punto que conviene a uno y otro, el sistema de saber hasta dónde se puede llegar en los dos sentidos, de saber los medios y las intenciones del contrario, y de darle a conocer los nuestros. En definitiva, un arte del que tras ofrecer, objetar, rechazar y volver a ofertar, emerge un precio que no deja en el vendedor la sensación de depredador ni en el comprador la de haber sido engañado. En su primera propuesta Setrak había subido la tarifa, seguro de que yo iba a hacerle la consabida contraoferta, y por esto me invitó a su casa, para que con una taza de té y tiempo por delante yo pudiera regatear y oponerme, y a mí en cambio, con mi mentalidad occidental, el hecho de haber sido tratada con tanta deferencia me había provocado el efecto contrario. De ahí que se mostrara malhumorado, porque ahora se veía obligado a cobrarme un precio excesivo que de ningún modo había tenido intención de imponer. Y por mucho que durante el viaje quiso arreglar su parte del desaguisado con los pistachos, las frutas confitadas, los cacahuetes con que llenó el portamaletas, y las bebidas e incluso la charla, como en el fondo de su corazón me consideraba la verdadera culpable, dejó aflorar a todas horas su resentimiento, y yo que desconocía el origen de tanta aspereza no pude dar pie a la reparación: el mal estaba hecho y ya o había lugar para que germinara la cordialidad y la amistad.

IX. La costa del Mediterráneo.

Lo encontré limpiando la carrocería de su coche color crema en la puerta de mi casa a las nueve en punto de la mañana. Según las condiciones que habíamos establecido, el viaje había de durar cuatro días y si todo funcionaba bien le contrataría para visitar todo el país.

Aunque me había parecido una persona de trato poco fácil tenía la esperanza de que ante esta perspectiva reprimiría su mal talante.

Pero ni siquiera cuando comprendí lo que le tenía tan irritado, pude apearme de la convicción de que el carácter, como las ideas y las creencias, acaba por aflorar y no hay intereses de ningún tipo que puedan con él. Lo supe en aquel mismo instante, cuando le di la bolsa de viaje y me senté en el asiento delantero. Me fulminó con la mirada sin añadir una palabra al escueto buenos días que, sin embargo, había dicho en español. Frunció el ceño y su rostro adquirió una mueca rígida de malhumor que durante esos cuatro días había de alternarse a partes iguales con la conversación.

Salimos hacia el norte por una hermosa autopista que corre en parajes amplios al pie de los 2.814 metros de la cordillera del Antilíbano después de haber recorrido de este a oeste la falda del Casiún en la zona norte de Damasco.

Había chicos y chicas a la puerta de las escuelas, vestidos con el mismo uniforme que en Europa utilizan los soldados, de color caqui oscuro, casi verde, con pantalones y camisa con charreteras. La educación en este país es laica, mixta y obligatoria, y en la universidad hay más o menos el mismo número de chicos que de chicas, decía uno de los folletos que me habían dado en el Ministerio de Turismo.

El cielo estaba neblinoso, la gran fábrica de cemento extendía el polvo sobre las inmensas ciudades dormitorio que rodean Damasco por el norte, formando un telón de fondo los edificios de hormigón de veinte pisos, con las universales y raquíticas terrazas que el progreso concede a los marginados de la sociedad. Tras ellas los vergeles, las líneas de cipreses y eucaliptus, dibujaban corrientes de agua en lo que quedaba del oasis.

A medida que avanzábamos hacia el norte, los montes a nuestra izquierda, coronados por una piedra más oscura y más dura de aristas descubiertas por las lluvias y los vientos, se perfilaban frente al sol como sombras de castillos en la cumbre. Aparecieron después amplias laderas con cipreses, pinos y abetos recién plantados en una campaña por ganarle la batalla al desierto que, sin embargo como en nuestras latitudes, avanza todos los años. Algunas torres de agua lejanas y las canteras despanzurradas y huecas van modificando el perfil de las montañas. El resto es desierto, y más allá montes sin arbolado.

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