Hablaba sin poder contenerse, pero cuando después del primer café, le pedí que me diera su versión de lo que había ocurrido en Hamma en febrero de 1982, todo atisbo de expresión se borró de su rostro, se levantó y sin apenas decirme adiós se dirigió al vestíbulo del hotel para desaparecer escaleras abajo.
Una somera visita a la ciudad que ardía en fiestas como todo el país me llevó al Museo, en el antiguo palacio Azem, donde se reproduce la estructura de la antigua casa siria. Consta de un patio central con limoneros, una magnolia y jazmín, y el ‘liwán’, la gran habitación para recibir, abierta sobre el patio, es amplio y tiene las paredes adornadas con azulejos.
Los colchones son de lana que se lava y se airea con varas al entrar la primavera, como se hace aún durante la limpieza anual en las azoteas de muchos otros países del Mediterráneo. Países, sobre todo los árabes, tan amantes de las limpiezas aunque tan poco dotados para conservar su patrimonio.
Un solo testimonio vivo de aquel mes cruento encontré en la ciudad, además de paredes machacadas aún por los tiros, alguna ruina abandonada y el barrio de Hadra en escombros. Nadie quiso contarme lo que había ocurrido, ni en el Palacio Azem, ni en el restaurante junto a las norias donde entré a tomar una cerveza, nadie parecía recordar o quería hacerlo. Nadie, excepto el viejecito que tomaba el sol en la plaza, que había visto la dominación de los franceses, y tantas, tantas cosas, decía moviendo la cabeza inclinada sobre el puño de su bastón, que para el tiempo que le quedaba por vivir se podía permitir no tener miedo. En vano esperé a que comenzara, no hacía más que mover la cabeza como si no pudiera creer lo que veían sus ojos al rememorar aquellas fechas. Entonces yo me senté junto a él a leer la guía inglesa de 1982, la única que daba alguna explicación de esa breve y cruenta batalla.
Los hermanos musulmanes pertenecen a una secta que fundó un egipcio con el fin de imponer la legislación musulmana, la ‘charía’, a todos los países árabes. En Siria se dio a conocer a finales de los años setenta actuando con fondos procedentes del Iraq y Jordania. Comenzaron entonces los atentados y muchos de sus miembros fueron encarcelados. Los hermanos reaccionaron con manifestaciones contra el régimen, y hubo varios meses de incertidumbre y miedo, porque había la creencia generalizada de que estaban a punto de tomar el poder.
El 2 de febrero de 1982 un destacamento de noventa soldados decidió asaltar una casa del barrio antiguo donde pensaban encontrar un depósito de armas. Pero fueron víctimas de una emboscada de los muhayirines armados que después de matarlos o llevarlos presos, se apostaron en las azoteas, tomaron una serie de edificios de la administración y de las fuerzas de seguridad, se hicieron con los depósitos de armas del ejército y se declararon en rebelión. Al día siguiente los vecinos de la ciudad oyeron la voz de los almuédanos anunciando que Hamma había sido liberada y que a continuación lo sería todo el país. Y para empezar, los hermanos musulmanes ejecutaron el primer día a cincuenta funcionarios, agentes de la policía secreta y a otros “colaboradores”.
El gobierno envió ocho mil soldados de unidades especiales de la tercera división de blindados que rodearon la ciudad. La televisión mostró un arsenal de armas presuntamente americanas que se habían encontrado en los depósitos de los rebeldes. La ciudad fue bombardeada para facilitar la entrada de las tropas y los tanques en las calles estrechas. Los hermanos musulmanes se concentraron y se organizó una verdadera guerra en la que murieron entre diez mil y veinticinco mil personas, según las fuentes. El 15 de febrero después de varios días de bombardeos intensos, el general de brigada Mustafa Tlas, ministro de Defensa, anunció que el levantamiento había sido aplastado, pero la ciudad permaneció rodeada y aislada durante semanas, hasta que fue ocupada por el ejército que durante meses se dedicó a la búsqueda y registro sistemáticos de cada barrio, casa por casa y calle por calle. Miles de hermanos musulmanes fueron encarcelados, otros lograron salir del país hacia Alemania o Arabia Saudí desde donde se les había dirigido. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos fueron en realidad los muertos, se dice que los prisioneros fueron encerrados en estadios o en el aeropuerto militar y se les abandonó a su suerte sin alimentos ni bebida, que cientos de ellos fueron ejecutados, que se volaron las casas donde se creía que había rebeldes escondidos. Por su parte el gobierno difundió el 22 de febrero un mensaje de apoyo al presidente junto con informaciones de los miembros del Partido Baaz de Hamma en las que se acusaba a los hermanos musulmanes de haber asesinado a militantes del Partido y a sus familias y haber mutilado y abandonado los cadáveres en las calles. Y el comunicado añadía que se habían tomado represalias contra ellos y se les había “dejado sin aliento para siempre jamás”. Se dice también que a los que fueron a la cárcel de Palmira se les dio más tarde la oportunidad de escapar para poder acribillarlos a tiros como a ratas durante la huida por el desierto.
El viejecito levantó la cabeza temblorosa y me miró cuando le pregunté si todo esto era cierto:
– ¿Sabe? -me dijo con calma para que pudiera comprender su francés casi olvidado-, son igual de bestias los unos y los otros, son de la misma sangre, son hermanos. Si los hermanos musulmanes hubieran ganado habrían hecho las mismas atrocidades. -Se detuvo un momento para tomar aliento porque a todas luces la afirmación le había fatigado. Después, levantando los ojos al cielo como si no le fuera posible comprender tanta barbarie, dijo casi en un susurro-: Todos los países son hermanos, todos cometen las mismas crueldades. Unos en nombre del orden, otros de la civilización, otros en nombre de su dios, todo vale. Pasan los años y los siglos y la humanidad no cambia. Nada hace suponer que nuestra civilización sea distinta y mejor que las anteriores.
·Y créame -añadió poniendo la palma de la mano sobre la mía-, créame porque es cierto: en lo que se refiere a la moral, el hombre no ha avanzado un ápice desde que se construyeron esas ruedas.
El chirrido de la madera girando sobre sí misma se hizo de pronto más evidente.
– Ni desde mucho antes -dijo-, ni desde que el hombre es hombre -y volvió a sumirse en sus pensamientos.
El Orontes.
Adnán y Teresa pertenecían a este tipo de pareja constituida por dos personas de marcada y peculiar personalidad, cariñosos, inteligentes y amables, con los que era fácil congeniar, hablar y divertirse pero que una vez juntas cambian de forma tan radical que su presencia crea una tensión extraña y siendo tan encantadores pueden llegar a ser insoportables. No hacían más que pelearse aunque jamás abiertamente, llevándose la contraria a veces, siempre con ese cariño que emplean entre sí las personas que quieren dar la impresión, a los demás y quizá a sí mismos, de que son una pareja perfecta. Como si tuvieran necesidad de afianzarse en la creencia de que habían de estar juntos y hubieran olvidado por qué.
El día anterior les había dejado discutiendo sobre la hora en que debíamos encontrarnos para el desayuno, y al ver que no se aclaraban les había dicho que sería mejor encontramos a la hora de comer porque yo me levantaba pronto y visitaría sola la ciudad.
Cuando llegué al hotel no era mediodía aún pero ya habían almorzado y tenían una prisa exagerada por visitar el valle del Orontes.
– El Orontes es un río muy largo, de unos 366 kilómetros, que nace en las montañas del Líbano y desemboca en Turquía, cariño -dijo Teresa mientras se abrochaba el cinturón.
– Así es -asintió un poco burlón Adnán.
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