Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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En las calles cristianas de Bab Tuma o de Bab Charqui cohabitan once “Iglesias” separadas de Roma, con sus patriarcas y obispos. Hay además infinidad de órdenes religiosas con sus conventos y escuelas, casi todas francesas, herederas aún de las de la época del Mandato. Los católicos están lejos de tener las prerrogativas de entonces aunque viven en paz porque la Constitución de 1944, promulgada tras la independencia, y más tarde la de 1955, garantiza la libertad de pensamiento aunque afirman ambas que el derecho musulmán es la fuente principal de legislación, y preconizan que el Estado ha de respetar todas las religiones. Asimismo se garantizan la celebración de todos los cultos religiosos siempre que no alteren el orden público. En 1973 el presidente Hafez al Assad, presionado por el auge de los movimientos islámicos, añadió en la Constitución un párrafo en el que se afirmaba que “el Islam es la religión del Jefe del Estado”. En materia de matrimonio cada comunidad se rige por sus propias tradiciones, aunque a veces, como en el caso de la herencia, se aplica a unos y otros la ley del Corán según la cual la mujer recibe la mitad de lo que hereda el marido, y un tercio de lo que el marido aporta al matrimonio queda en reserva y va destinado a la mujer en caso de divorcio, así como las joyas adquiridas por uno y otro durante el periodo que están juntos. El musulmán tiene derecho a repudiar a su mujer, lo que no puede hacer el cristiano que tampoco puede divorciarse. En cuanto a la educación, puesto que el país está regido por el Partido Baaz que es laico, no se admite otra educación que no sea la del Estado, y los católicos no pueden tener escuelas a no ser que las dirija un musulmán. Hay ministros cristianos en el gobierno, y en general no hay problemas en materia de legislación en las comunidades religiosas, pero el miedo al avance integrista, tibio aún en Siria, hace temer a los católicos un fin que según les parece no puede ser otro que el de abandonar su país hacia un destino incierto. Sin embargo, a pesar de este sentimiento de inseguridad, los cristianos esperan, como todos, con cautela y temor, el desarrollo de los acontecimientos y aceptan y apoyan a un presidente, dictador bien es verdad, pero que hoy por hoy es el único capaz de detener una corriente que está sembrando los demás países árabes de muerte y de terrorismo.

Era ya tarde para visitar al patriarca maronita y en el sector cristiano de la ciudad antigua, lindando con el barrio judío, las calles se iban vaciando y apenas quedaba un recuerdo del trajín del día. Nos detuvimos en la iglesia de San Ananías, excavada como una gruta en las rocas con unos dibujos espantosos sobre la aventura de este santo que ayudó a escapar a san Pablo. Entramos después y nos sentamos como dos fieles más en los bancos de la iglesia maronita a oír los cantos desganados y un tanto gangosos de las mujeres bajo aquella decoración recargada y chillona tan cara al catolicismo del siglo XIX, con estatuas dolientes de escayola, flores artificiales, arcos de medio punto decorados con cenefas doradas y luces de neón. Y mientras miraba con disimulo el reloj y esperaba que el embajador diera la señal de retirarnos, reparé entre efluvios de incienso que al revés de lo que ocurre en las mezquitas, las iglesias católicas en general se llenan de mujeres y niños pero casi nunca se ve a un hombre. El embajador, de pie, alto y corpulento, más parecía un obispo de paisano que un devoto ciudadano, y antes de cinco minutos se inclinó y me dijo en un susurro, ¿nos vamos?

Los sufíes.

Quedaban en las callejas los hombres que recogían y entraban las mercancías. En el suelo apilados contra las paredes los montones de desperdicios formaban bultos en la penumbra. La ciudad antigua sin la luz de las tiendas tenía un aire un poco fantasmal y el ruido de las puertas persiana rompía el silencio que se iba adueñando de ella.

Algunas sombras blancas se deslizaban silenciosas por las calles desiertas y vimos cómo una tras otra entraban en un gran portalón que cerraban tras de sí con cuidado.

– Son los sufíes -dijo el embajador en un susurro-, o los miembros de cualquier otra cofradía mística que van al ‘Zikr’ o ‘Hadrat’. Casi todas ellas fueron fundadas por poetas y místicos de los siglos XI, XII y XIII, y son muy comunes en todo el Islam. Los hombres visten chilabas blancas y se reúnen una vez por semana después de la última plegaria del día para entonar el nombre de Alá que repiten descomponiéndolo en tres sílabas una y otra vez, Al-la.há, Alla.há, hasta convertir la repetición en un canto. Y poco a poco por la mera respiración que brota con naturalidad de su propio cuerpo que balancean al ritmo de la palabra, se unen en una ola de oración y de comunicación directa con su Dios que les lleva al éxtasis. A veces uno de ellos se separa del conjunto y comienza a dar vueltas sobre sí mismo, se pierde su imagen en el torbellino de su propio voltear y surgen los tambores y los címbalos para unirse a la plegaria de un solista que entona alabanzas a Alá y que repiten hechizados los fieles. Hasta que van calmándose los efluvios de piedad y poco a poco vuelven todos a tierra. Entonces el hombre, separado de nuevo de su Dios, emprende el camino de vuelta a casa, tranquilizado y sereno, esperando en paz la próxima unión.

Cerca del Palacio Azem, entramos por una puertecita a un zaguán alfombrado y de allí por una estrecha escalera excavada en la roca, al comedor del “Umayad Palace”, una gran sala bajo arcos, atestadas las paredes y el techo de platos, fuentes, lámparas doradas, tapices y objetos de cristal del más puro gusto árabe donde, mientras cenábamos un ‘kebab’ con pimientos fritos y ensaladas diversas, una orquestina acompañaba a dos hombres y un niño sufíes que, vestidos con falda acampanada blanca, amplia faja roja, capelina sobre los hombros y gorro turco, daban vueltas sobre sí mismos con los brazos extendidos y transformaban en malabarismo aquel acto de santidad y transporte, ante el asombro de los nacionales y extranjeros que llenaban el local.

Las mujeres sufíes.

También las mujeres tienen sus cofradías y se reúnen una vez por semana para orar. Fue Teresa, la mujer de Adnán, quien me lo dijo cuando a los dos días, después de haberles llamado yo, me invitaron a su casa a tomar café. Vivían en el populoso y céntrico barrio de Chaalán, en el último piso con terraza de una casa amplia y clara, con cortinas de lino en los balcones y ventanas que se movían con el viento y suavizaban el calor y la luz cegadora del mediodía. Teresa era una andaluza de grandes ojos negros que volcaba en lo que decía y contaba una mezcla de entusiasmo y devoción. Llevaba varios años en Damasco y conocía todos los rincones y los secretos de la ciudad, y entre las muchas informaciones que me dio y los planes que hicimos aquella tarde, uno de los que no quedó en el aire fue el de ir al día siguiente a la ceremonia sufí de mujeres y a los baños.

Llegamos cuando ya había comenzado porque habíamos quedado en encontrarnos en la puerta principal del zoco. Eso creía yo, pero ella había entendido que la cita era en la puerta de la mezquita, es decir, al final del zoco Hamidie. Así que estuvimos una hora apoyada ella en las sagradas piedras de la mezquita y yo en la entrada del zoco, viendo llegar las mujeres en riadas, los hombres de dos en dos y los beduinos y los aldeanos cargados de cestas para hacer sus compras. Pedí agua a un vendedor ambulante cargado con su instrumental de hojalata a la espalda con guarniciones de colores y flecos y borlas, donde tintineaban jarras de metal, teteras pulidas hasta el centelleo y vasos que limpiaba él mismo con la habilidad de un experto y la tradición de generaciones, y levantaba después la jarra invertida que soltaba un chorro desde lo alto al estilo de los sidreros de Asturias.

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