Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Cruzando la calle, a unos veinte metros de la casa de las sufíes, se encontraba la puerta de los baños. En los países árabes los baños forman parte de la vida de los ciudadanos, como asistir a la mezquita o deambular por el mercado, sobre todo en los ambientes muy populares que conservan intactas las prioridades de sus ancestros.

Se trata en realidad de los baños turcos que, con infinidad de matices propios y de tradiciones concretas, pueden encontrarse en otros muchos países árabes y mediterráneos. Estos baños de la ciudad antigua, en general los ocupan en días alternos hombres y mujeres.

Empujamos la doble puerta y nos encontramos en una sala principal con un surtidor en el centro, flanqueada en los otros tres costados por habitaciones abiertas y alfombradas también, ‘liwanes’ elevados del centro por unos tres o cuatro peldaños, cada uno con un largo banco y perchas en las paredes.

Allí es donde las mujeres se desnudan y dejan sus ropas para pasar luego por pasillos estrechos con suelo de losas de mármol y luz cenital, al recinto de los baños.

El baño es además de un acto higiénico indispensable, un acto social. Para muchas mujeres la vida social se reduce a salir algún día con sus maridos a la caída de la tarde, y con los niños o la familia siempre, los rezos en las mezquitas, y los baños. Poco más.

Pero los aprovechan. Grupos de mujeres y niños forman corros en el suelo ante las piletas de agua caliente que manan sin cesar y con cuencos se la echan sobre el cuerpo unas a otras. Se lavan el pelo, se restriegan hasta quedar coloradas, juegan y charlan y hasta se llevan la comida que extienden en el suelo y comen con calma, borrosas por el vapor de agua que llena todo el ámbito. Los años han dejado lisas y lustrosas las paredes de piedra que tienen ahora la calidad de mármol tostado y bruñido. El vaho y la luz que entra en rayos oblicuos y altos por las lumbreras de las pequeñas cúpulas que se levantan sobre las salas encadenadas, darían al lugar, con sus entradas y sus recovecos y las mujeres tumbadas en los rincones, un aire misterioso, si no fuera porque los gritos de los niños, las voces de ellas, el choque de los cuencos contra el suelo o las piletas, e incluso el olor a pepino, retumban como ecos superpuestos contra los muros y el lugar se convierte en un caos monumental. Para entenderse no queda más remedio que chillar también.

Las mujeres están distendidas, entre ellas ya no tienen que cubrirse, y me dice Teresa que sus conversaciones son tan libres e incluso a veces tan procaces, que ríen a carcajadas sin temor ni pudor y nadie diría que son las mismas que caminan por la calle con los ojos bajos y la cabeza cubierta. Ahora, sólo con bragas o desnudas, van echándose cuencos de agua y cuando la piel se reblandece ya está dispuesta para el masaje.

Una vieja beduina con la cara tatuada, el pelo mal recogido en un moño del que se escapan guedejas mojadas, con un lienzo negro chorreando atado a la cintura y los pechos colgando vacíos, rasca espaldas y piernas con un guante de crin hasta arrancar las escamas muertas y dejar la piel roja pero lisa y suave como la seda.

Nosotras compartimos la pileta con una mujer damascena que trabajaba en una empresa extranjera y llevaba biquini porque su pudor ya era occidental, y había venido por primera vez a los baños para acompañar a una muchacha neoyorquina cuyo aspecto andrógino contrastaba con los grandes y blandos volúmenes de las madres árabes desparramados por el suelo. La americana, una vez que se echó varios cuencos y se lavó el pelo, ya no sabia qué hacer. El tiempo para ella era de otro orden, volvía a aclarárselo una y otra vez porque no entendía estar tumbada sin otra cosa que hacer que echarse agua y hablar, mejor dicho gritar. La mujer árabe reía y chillaba enloquecida cuando la americana le preguntó dónde estaba la ducha de agua fría. Nunca me he duchado con agua fría, decía, y Dios me libre de hacerlo. La americana le contó que no podría ducharse sin acabar con agua fría, sobre todo al volver de esquiar, y cómo una vez en Suecia tuvo que romper el hielo para meterse en el agua helada de un lago después de una sauna. Resultaba ahora tan exótico lo que contaba a gritos para hacerse oír, con una voz que sin embargo, quizá por falta de costumbre quizá por el temblor de los ruidos en ese espacio cerrado, no alcanzaba a hacerse un lugar en el bullicio, ni en el vaho húmedo y caliente, ni en la luz de rayos altos y horizontales que dulcificaba las figuras y los rostros y convertía el lugar en un sueño. Aquí no cabía hablar de más nieve que la de los esplendorosos tiempos del pasado, la nieve para el deleite, para el placer, para conservar los manjares o atemperar la piel, no para la brutalidad y la agresión del deporte: nieves que los árabes traían desde los países septentrionales viajando de noche y ocultando de día los mulos cargados de hielo en las grutas profundas que jalonaban los largos recorridos, para llegar a los palacios de los califas con una mínima parte de la carga inicial. Una entre las mil exquisiteces de que disfrutaban los árabes cuando los occidentales estábamos sumidos aún en las llamadas tinieblas de la Edad Media.

Habíamos pedido a la vieja beduina que viniera a masajearnos.

Tres veces juró por estos ojos que las próximas seríamos nosotras, pero otras mujeres se le ponían delante y aunque ella juraba, chillaba y protestaba, a nosotras nos olvidaba. Llevábamos tres o cuatro horas, quién podría saberlo, en este lugar y habíamos comenzado a perder el sentido del tiempo. Ya no molestaban los gritos de los niños, ni el eco de las conversaciones que se deformaban de pared a pared. El placer del agua tibia, el cuerpo distendido, tumbadas y apoyadas contra esas paredes del siglo XI donde tantísimas mujeres antes que nosotras habían hecho lo mismo, dejamos correr el tiempo y perderse su noción sin reparar en que quizá éste fuera después de todo el gran placer que ya casi nos está vedado a los occidentales.

Cuando volvimos a la sala principal para vestirnos, estaba llena.

Junto a nosotras dos chicas jóvenes parecían esperar a alguien y una de ellas con un niño comenzó a interpelar a Teresa. Estás casada. Quién es tu marido. Ah, es sirio. De qué aldea, de qué familia, de qué clan. Pasó luego a interesarse por el mundo occidental y se reía al oír las respuestas.

La hermana que estaba a su lado tenía esos ojos grises que sólo he visto en Siria, gris transparente, felino y misterioso, pero eran ojos tristes, ojos sin proyectos, pensé, o tal vez son los ojos de una mujer cansada porque acaba de parir su primer hijo y tiene a la madre y a la suegra junto a ella marcando su camino y su destino. Pero aun así eran tan hermosos que le pedí permiso para hacerle una foto. Me dijo que sí con la cabeza y enseguida fue a ponerse el pañuelo, pero yo lo interpreté como una coquetería y disparé. La chica al darse cuenta se sentó desolada a punto de llorar mientras la suegra y la madre la regañaban, me dijo Teresa, por haberse dejado fotografiar sin pañuelo. Ella apenas protestó y no intentó siquiera defenderse. Yo no sabía qué hacer y no podía comprender qué cosa tan grave había ocurrido. Teresa me lo contó tras salir en defensa de la chica, porque para esas mujeres no importa andar desnuda ante las otras mujeres, pero ante los hombres, con excepción de los que no se pueden casar con ella, marido, hijos, padre o hermanos, no hay que mostrar jamás ni un solo cabello, y una foto quién sabe quién puede verla.

Sin embargo hice una foto a la matrona que regentaba el lugar, sin velo, y a su hija, que a todas luces estaba a sus órdenes y sería su heredera. Hijas sumisas, a la sombra de sus madres, que jamás tendrán ocasión de rebelarse, sin otro destino que enseñar a su vez a sus hijas el recto camino de la docilidad, el inamovible sendero de la vida, el que los musulmanes han dictaminado que escogió para ellas el Profeta hace ahora dieciséis siglos.

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