– Sólo quienes no son capaces de escribirlas necesitan distraerse con las que escriben los demás.
Sin molestarse, el padre agregó:
– A propósito, ya estarás convencido de que para escribir una novela hispanoamericana se necesita ir allá y no quedarse en París.
Cuando le dije que inmediatamente empezaría a redactarla se puso muy contento y me prometió que uno de estos días vendría a charlar conmigo sobre el problema de Caín y Abel. No me atreví a confesarle que hacía tiempo había asesinado a los hijos de Adán y hasta la carroña de la quijada del asno desapareció calcinada por el sol en el desierto de mi memoria.
La cabeza me daba vueltas lentamente, pero yo estaba en mis cabales y me sentía mucho mejor cuando un trueno lejano anunció la llegada del próximo tren. Abrí la puerta, entré en el vagón de segunda y me senté en el último rincón para no tener a mi lado ninguna compañía. Tenía la impresión de oler mal, aunque acostumbrado a los efluvios de mis propios humores, sudores, exudaciones, secreciones y otras miserias corporales, había perdido la conciencia de ese olor. Siempre he pensado que el de santidad debe ser una sublimación del mal olor. Ahora me complacía el que el aroma ácido y húmedo que despedía mi cuerpo, se mezclara y se confundiera con el de los pasajeros que iban en el vagón. Ascendía lentamente hasta mi nariz y se condensaba en el techo del vehículo, pero aquella nube no era homogénea, pues en cada estación se renovaba el personal de los viajeros y los olores antiguos se mezclaban con los nuevos, no menos rechinantes y repelentes. Los hay melosos, ácidos, aceitosos, agudos como estiletes, incitantes como para los perros el que dejan las perras en un charco sobre la acera.
Yo soy una conciencia olfativa que se pasea por las calles, aspirando efluvios imperceptibles para quien no tenga la facultad de captarlos. Cuando me moría de hambre, lo que más me atraía al pasar a lo largo de las fruterías o las pastelerías, o delante de los restaurantes y los bistrots, no era la vista de ciertas cosas, sino su aroma. Hay telas y pieles cuyo olor me sosiega, y, en cambio, el que despiden los hules, los plásticos, las fajas de caucho, me quita las ganas de comer. No podía pasar por las carnicerías y las pescaderías del mercado sin volver la cabeza, porque me atormentaba su hedor, cuando la vista se hubiera recreado en el rojo escarlata de un pedazo de lomo, o en el azul profundo y el plata luminoso de las truchas y de las sardinas. Con los ojos cerrados distinguía claramente todos esos olores, los presentes y los ausentes, y entre los primeros los que flotaban y ondulaban como volutas de humo dentro de la atmósfera caldeada y espesa del olor general.
Entre Passy y Bir-Hakeim el tren saltó sobre el Sena con un alegre ruido metálico. El río era una lámina azul, con reflejos dorados, inmóvil entre los alvéolos de las orillas. Luego la Torre Eiffel a mi izquierda y a mi derecha un caótico hacinamiento de edificios modernos y mansardas viejas. Una mancha verde en Cambronne, la oscuridad del túnel en Pasteur, y finalmente Montparnasse donde una multitud que venía de la estación del ferrocarril tomó por asalto, con un ardor silencioso, los vagones del metro.
La enfermera entró a tomarme la temperatura y darme unas cucharadas cuyo mal sabor acompaña en sordina los que ella remueve con sus palabras en el fondo de mi garganta.
– ¿Un caldo de pollo para la comida? ¿Un trozo de carne asada? El doctor ha dicho que tiene que alimentarse bien.
El sabor del caldo de pollo es tierno y suave y apenas se insinúa en el paladar. En cambio, el solo recuerdo del de la carne asada me hace brincar los músculos de las quijadas. Cuando se han pasado muchos días bajo el tormento de un absceso que crece en la raíz de un colmillo, desgarrando la encía, no hay placer comparable al de dejarlo de padecer. Sentir los dedos finos de la enfermera hundidos en el pelo, y escuchar el chasquido metálico de las tijeras de peluquería, me producía una impresión deliciosa. Cuando después de meses de abandono, de sudor, de cansancio y de suciedad, me sumergí en la bañera hasta el cuello, me estremecí de placer de la cabeza a los pies.
– Dos veces ha llamado una señorita a preguntar por usted. No quiere dejar su nombre. Tiene acento extranjero y una voz muy bonita. El salto que di hizo desbordar la bañera y el agua chorreó alegremente sobre el piso.
– ¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?
– Nada, no me está pasando nada.
Cuando me levanté en busca de la salida al bulevar, me sentía débil y mareado. En la calle una ola de calor me dio en pleno rostro. El asfalto de la acera ardía y el café de la estación de Montparnasse estaba abarrotado de gente. En la barra pedí una botella de cerveza helada que bebí de un sorbo; pedí una segunda botella de cerveza; luego un Ricard doble con soda y hielo; en seguida, otra cerveza y otro Ricard. Mi cuerpo absorbía el líquido como una tierra resquebrajada por el sol.
Resolví regresar al metro en vista de que el sol estaba todavía muy alto. Descendí lentamente las escaleras, aliviado y sin dolor en el colmillo aunque tuviera rígida y pesada la parte baja del rostro. Un grupo de boy-scouts se alejaba a paso de carga, dejando una ancha estela de olor a ropa sucia y a sudor.
¿Con qué objeto este absurdo derroche de fealdades originales que hace la naturaleza en esta época gregaria? ¿Por qué este empeño en producir millones de tipos cuya fealdad difiere de uno a otro, pero en conjunto es igualmente grande? Bastarían tres o cuatro arquetipos de mujer, pues la belleza no depende de su exclusividad y un ramo de flores es más hermoso que una sola flor.
Rostros inertes que han perdido la facultad de iluminarse con una mirada inteligente o una sonrisa que distienda la rigidez de los labios herméticos. Rostros vagos, amarillos, informes, imprecisos, que naufragan dentro de su propia grasa. Rostros mortales, de gentes que se han anticipado a su propio cadáver. Rostros escandalosos y repugnantes, pletóricos de comida y de vino. Rostros arrugados, enjalbegados, pintarrajeados, proyectados hacia adelante por una nariz en forma de proa de góndola o castillo de carabela. Y en la corriente densa y granulada, cuántos cuerpos desagradables y desgraciados, cuántas piernas inmensas y bamboleantes, cuántas pantorrillas hinchadas y varicosas, cuántos brazos rollizos y cortos como aletas que aún no han empezado a encañonar. El amorfo y horrible amontonamiento de personas se integra y desintegra, se coagula y se liquida, se contrae y se distiende con movimientos viscerales, o se arrastra por los túneles convertido en un molusco monstruoso, o es un pulpo que proyecta móviles y escamosos tentáculos a través de los corredores. Y dentro de esa masa viscosa de modelos individual y originalmente feos, ni un solo rostro amable, ni una sola sonrisa, ni un solo amigo, ni un solo ser humano. Si yo cayera de bruces fulminado por un síncope, ese molusco, ese gusano, ese ciempiés, ese pulpo de la muchedumbre se arrastraría sobre mí con sus millares de patas, ventosas, tentáculos y escamas venenosas y urticantes. Nadie se detendría a levantarme. Tal vez el acordeonista ciego que canta en uno de los corredores comenzaría a gritar y llegaría la policía -la contra-muchedumbre- para sacarme de allí y tirarme en algún basurero municipal.
La voz de Rose-Marie es cantarina y se apoya en tres notas, mi, sol, fa sostenido, agrupadas en frases distintas, rítmicas y sincopadas. Abrevia hasta darle la rapidez de una semifusa la última nota de la frase, generalmente un fa sostenido. Es una voz aterciopelada, dorada, caliente, en clave de sol. A veces me ocurría que en el primer momento no entendía una sola palabra de lo que me estaba diciendo por quedarme embelesado oyéndola cantar, pues su voz era una invitación al canto desde la otra orilla del teléfono. Cuando el Padre llegó con dos paquetes de cigarrillos -me habían vuelto los deseos de fumar- no me atreví a preguntarle cómo había obtenido dinero para mi regreso al país. Por no ofender mi pudor, él tampoco decía una palabra. Yo ardía de impaciencia, y me urgía saber exactamente lo que había sucedido desde el día en que abandoné a Rose-Marie.
Читать дальше