– ¡Otro whisky, doble, sin soda, con hielo y agua, por favor!
Las muchachas cambiaron de mesa. Si prescindiera definitivamente de la novela de Caín y concentrara mi atención en la de la Isla del Caribe, me podría quedar en París. Se trata de un tema irónico, cuyas posibilidades dentro del mundo imaginario de la literatura no dependen de un sitio y de unos personajes determinados. Es una obra actual, contemporánea, que podría interesar lo mismo a un lector hispanoamericano que a un lector de París. Inclusive es un tema que con ciertas modificaciones se convertiría en una buena pieza de teatro, o en una película llena de movimiento, dramatismo y veracidad. Comenzaría con una angustiosa fuga nocturna para terminar en un bombardeo de la isla, en un cañoneo arrasador desde un barco de guerra, en un desembarco nocturno y un espectacular combate a mano armada. Es una historia que veo con ojos de espectador de cine y me cuesta cierto trabajo concebirla como lector de novelas. Si aplazara mi regreso -es una simple suposición- dispondría en efectivo de quinientos por cuatrocientos ochenta y cinco, son cinco por cinco, veinticinco, y van dos, cinco por ocho, cuarenta más dos, y van cuatro, cinco por cuatro, veinte, más cuatro, o sean dos mil cuatrocientos veinticinco francos; cuatro o cinco meses en los cuales tendría tiempo suficiente para conseguir algunas traducciones o alguna colaboración en una revista hispanoamericana. Lo importante es no perder los estribos, ni a Rose-Marie, en el momento mismo en que la acabo de encontrar. ¿Y qué pensarían el Ministerio que accedió a repatriarme, el Cónsul que me entregó el dinero de la repatriación, Miguel y su padre que la gestionaron, y mi hermana que conoce mi debilidad de carácter? Lo que dijeran el Cónsul y el Ministerio, si resolviera desaparecer en esta selva de París, me importaría tres pepinos. Miguel acabaría por disculparme, precisamente por conocerme y conocer a París. Mi abuela es el único ser en ese lejano y extraño mundo del otro lado del mar, que me conmueve de veras. Pero si Dios y un poco de buena suerte me acompañan, podría llegar a casarme con Rose-Marie y entonces solucionaría de golpe mi problema económico, la tranquilidad de mi casa y mi porvenir de escritor. Moriría de vergüenza si Rose-Marie, por encima del hombro, me estuviera mirando escribir. ¿Y por qué, si está enamorada de mí, no habría de casarse conmigo?
– Un whisky, por favor.
Allá no voy a encontrar sino realidades opacas y deprimentes: una ciudad fea, un barrio lúgubre por cuyas calles sucias vagan de noche los perros hambrientos y los fantasmas de los empleados públicos; una casa destartalada desde cuyas ventanas no se ve la torre de Saint-Germain des Prés; y en aquella casa dos seres sencillos que me quieren, pero con quienes nada tengo que hablar. Aun sin un franco en el bolsillo, en París puedo imaginariamente ser lo que se me antoja, y con un poco de suerte nadie me impediría llegar a serlo.
– Te vi al través de los vidrios con la pluma en la mano y sin levantar la cabeza. Estabas tan abstraído que tuve la tentación de acercarme y mirar por encima de tu hombro lo que estás escribiendo… ¡No pongas esa cara, por Dios!… Soy incapaz de leer una tarjeta postal que no me pertenece. Y ahora, ¿me vas a hablar de tu novela?
Una mujer bonita es como el sol, que cuando asoma entre un cielo denso y oscuro, en un momento transforma, colora, calienta, pinta súbitamente el paisaje. Rose-Marie ilumina el jardín central de la Place Péréire, realza el color de las rosas de la floristería de la esquina de la Avenue Niel, enciende las enormes cajas de vidrio de los restaurantes de la Avenue de Villiers y de la rue de Courcelles, y echa a correr el tren periférico que rueda por en medio y por debajo del Boulevard Péréire. El camarero malhumorado que me sirve despacio y mal, cambia de carácter cuando le trae a Rose-Marie una taza de café con leche. Los estudiantes que discuten en un rincón, levantan los ojos para mirarla. Cuando familiarmente me pone una mano en la nuca, me corre una descarga eléctrica a lo largo de la columna vertebral. Cuando le conté el dilema en que me encontraba, reflexionó un momento y dijo:
– Tus intereses están allá y no aquí; aquí eres un estudiante desconocido mientras que allá tendrás todas las ventajas de un muchacho rico, de buena familia, recién llegado de París. Además tu novela no se puede escribir lo mismo aquí que allá, y eso tienes que comprenderlo. Si la escribieras aquí, no la podrías publicar sino allá. ¿Qué interés tendrían los franceses en leerla, si la publicas en español? Y si la haces traducir al francés, ¿cuánto tiempo perderías en verla impresa y publicada?
Yo asentía con la cabeza sin decir palabra.
– Mientras me venía el sueño pensé mucho en tu novela la noche pasada. A medida que se la contaba a mi amiga, tanto la cena como el baile, y el pánico inicial, y la fuga nocturna, y la vida en la isla y todo lo demás, algo sonaba falso. Es una historia inventada de pies a cabeza, inverosímil aunque de una perfecta lógica dentro de un mundo imaginario… ¿No te molesta que te lo diga? ¿De veras te interesa?… Es una fantasía, pero no una novela. Es una mezcla de fábula de La Fontaine, Robinson Crusoe y Animal Farm de Orwell… ¿No la has leído? Me gustaría que la leyeras: es tu mismo tema pero trasplantado a un escenario de La Fontaine y cuando los animales hablaban. Pensaba en que podrías reducir las dimensiones de la Isla en el Caribe…
– Volverla un islote, o un atolón, o un cayo por ejemplo.
– Mi idea es que la conviertas en un relato para una revista ilustrada. Sería un sistema de comenzar a escribir y hacerte conocer del público.
Aquello me dio la idea de contarle en cuatro palabras mi proyecto de Caín y Abel, que mi memoria se resistía a olvidar.
– Ése es el tema, no lo vaciles.
Caminábamos a lo largo de la Avenue de Villiers, en dirección a la iglesia de Sainte Odile, cuya torre se dispara como un cohete desde la plataforma de ese barrio triste y sin carácter. Me parecía ridículo y redundante decirle que la adoraba, cuando nuestros cuerpos sin necesidad de palabras parecían imantados; y besarla en plena calle, detrás de una portera que arrastraba de la correa un perrito con un tumor monstruoso en el vientre, era un exabrupto. Al pie de dos ancianos que tendían la mugrienta gorra para pedir una limosna, tranquilamente nos besamos. Le prometí reducir la primera novela al tamaño de un cuento largo. Comenzaría seriamente a trabajar el tema de Caín y Abel, pero tendría por lo menos un mes para pensarlo, pues antes quería ir a Londres a mandarme hacer unos trajes.
– ¿No me decías que una vez arregladas tus cosas en América, volverías para Navidad con tu abuela y tu hermana? Deberías irte pronto. ¿Me lo prometes?
Al desaparecer tragada por el hueco negro de una puerta lateral de la iglesia, salí a la calle y a cada uno de los mendigos del atrio le regalé cinco francos.
Una primavera dorada, triunfante, acaba de salir de una tienda de modas donde se midió su primer traje largo. Desciende a la sombra de los plátanos por los Campos Elíseos, baila la ronda de los enamorados en los jardines del Rond-Point. Como un encaje de bolillo el follaje de los castaños florecidos ondula en el volante de sus enaguas blancas. Una victoria, con su caballo enjaezado de pompones rojos, espera al turista que ha de pasear lentamente por el viejo París. Y la primavera canta con centenares de gorriones que picotean gusanos y semillas en los jardines de las Tullerías. Una teoría de niños, borrachos de sol y de girar en el carrusel del Rond-Point, miran sin ver las parejas de enamorados que como Rose-Marie y yo caminan lentamente bajo los árboles. Nos detenemos a cada momento para darnos un beso asfixiante e interminable. Entramos en el Louvre. Del lado del Arco del Carrousel han abierto una sala nueva con ejemplares magníficos de estatuas góticas. Quiero ver a Rose-Marie delante de una adorable Virgencita de madera, de mejillas redondas, barbilla partida en dos, sonrisa ingenua y unas narices respingadas que tienen la facultad de expresarse sin necesidad de palabras. Entre las niñas uniformadas de un colegio que seguían detrás de una monja de gafas, tal vez una profesora de historia del arte, Rose-Marie parecía un ángel en medio de una muchedumbre de pobres seres humanos. Comparada con la Virgencita gótica resultó, como yo lo esperaba, mucho más bonita. Sólo las Vírgenes de Filipo Lippi, o algún inmaculado ángel de Frai Angelico con las grandes alas desplegadas, se parece a ella, tiene sus mismos ojos, o el contorno de su barbilla, o su sonrisa luminosa; pero ante aquella obra maestra de la vida, que es Rose-Marie, todas las Vírgenes y los ángeles del Louvre parecen naturalezas muertas. Permanecimos horas enteras asomados a la baranda del Pont des Arts. Mil parejas de enamorados pasaban triunfalmente con la primavera. Planchones y barcazas se deslizaban sobre el agua turbia del Sena.
Читать дальше