José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Los estudios de este tipo interesaban grandemente a los lectores. Y sin embargo, ninguno de ellos obtuvo tanto éxito como el número extraordinario de El Proletario, que Cosme Vila lanzó dos días después de la nota de El Tradicionalista, como anuncio y preparación de la Asamblea General del Partido, con tanto fervor esperada.

Fue un número de dieciséis páginas, con un suplemento. Excelente papel, cubierta llamativa, impresión impecable. Tirada enorme, reparto gratis en Gerona y la provincia.

Cosme Vila había tenido la inteligente visión de abarcar a un tiempo lo mitológico y lo inmediato: con ambas dimensiones consiguió interesar a todo el mundo. Lo mitológico fueron las dieciséis páginas dedicadas íntegramente a Rusia, lo inmediato fue el suplemento, dedicado a personas y sucesos de la localidad.

Fueron varios días de trabajo intenso, que a la postre se vio compensado. El reporte sobre Rusia lo preparó Gorki.

En la portada se veía a Stalin sentado en el Kremlin. A sus pies miles de obreros aclamándole con rostro feliz. Arriba, en dos medallones poéticos, Marx y Lenin contemplaban, desde el más allá, su obra.

En el interior iba el reportaje, con fotografías y documentos verídicos. Los comunistas gerundenses quedaron boquiabiertos ante el espectáculo de las gigantescas obras que se realizaban en Rusia, de riegos, vías de ferrocarril, extracción de minerales, etc… Enormes tentáculos parecían extenderse por todo el país, multiplicando sus riquezas. Pero, acaso lo que más les impresionaran fueran las condiciones en que trabajaban los obreros rusos. Los comedores colectivos, las enfermerías, el número y magnificencia de las piscinas de que disponían en las mismas fábricas, los campos de deporte. «Comparad esta piscina de Novogorod con la de la Dehesa», escribía Gorki en tercera página, al pie de un grabado colosal. «Comparad este campo de fútbol de Odesa con el de Gerona, cuya utilización, obreros, os está prohibida so pretexto de que destrozáis la hierba.» Los militantes de Cosme Vila hundían la nariz en las páginas, husmeando en el Gran Canal, en los comedores colectivos, en las viviendas moscovitas, georgianas. Especialmente Teo, a la vista de aquellas piscinas, se volvía loco, pues su manía continuaba siendo dar saltos desde un trampolín, y comprendía que en Odesa, y sobre todo en Novogorod, podría darlos incluso mortales.

Los afiliados repetían lo que el doctor Relken había dicho un día en el Neutral: «Desde luego en Rusia se vive mucho mejor que aquí». Los afiliados estaban convencidos de que la gran masa de trabajadores se componía de voluntarios. En la última página, Gorki, insertó un grabado representando lo que sería el Metro de Moscú, todo en mármol.

En cuanto al suplemento, dedicado a la localidad, fue tal vez uno de los blancos más certeros conseguidos por Cosme Vila.

El papel utilizado era inferior al del Boletín, la impresión más deficiente, el tamaño más reducido; pero no importaba. Constituía un inenarrable desfile de personajes de la localidad, cada uno con su leyenda. Alguien lo bautizó: «Álbum familiar».

En primera página aparecía el comandante Martínez de Soria montando a caballo al lado de Marta. El porte de ambos era digno; por el contrario, sus rostros aparecían monstruosos, merced al procedimiento de alargar la boca de oreja a oreja.

Todo el mundo se rió de la doble imagen. Todo el mundo se rió, excepto Ignacio. Ignacio, al ver aquello, palideció, se le cortó la respiración. Había encontrado el suplemento en el vestíbulo, al regresar del Banco; alguien lo había deslizado por debajo de la puerta.

Jamás había sentido ira semejante. Su padre temió que cometiera alguna imprudencia, pues el muchacho miró, papel en mano, en dirección al local del Partido Comunista. «Verdaderamente es una canallada -dijo Matías Alvear, cubriendo con disimulo la puerta del pasillo-; pero ¿qué quieres? Todo eso se cae por sí solo, un día u otro.» Ignacio, inmóviles las mandíbulas, por fin dobló, a distancia, la hoja del semanario, y se encontró ante una nueva fotografía del comandante, esta vez desfilando sable en alto, mientras en un rincón unos obreros pequeños, reducidos de tamaño, le miraban con miedo.

Aquello era ingenuo e Ignacio no pudo reprimir un comentario que hirió los tímpanos de Carmen Elgazu.

Fue recorriendo las otras páginas, una por una. Y a medida que las doblaba iba comprendiendo la astucia de Cosme Vila. Vio a don Jorge apeado de un taxi en el portal de una de sus propiedades, pinchando con el bastón en un cesto lleno de patatas que le presentaba un colono. Vio a «La Voz de Alerta» en el café de los militares, inclinado en posición rastrera, ofreciendo fuego, con su mechero, a un coronel. El pie rezaba: «Dentro de pocos días, este hombre volverá a sentarse en la redacción de El Tradicionalista ».

Salía don Santiago Estrada del brazo de su mujer, en pleno Puente de Piedra, ambos soltando una carcajada. Luego una fotografía del señor obispo, al que seguían dos pajes sosteniendo cojines morados. Los Costa fumando un puro mientras los obreros salían de la fundición. ¡El hijo del profesor Civil con una octavilla falangista en alto! El notario Noguer, Laura, los capuchones de Semana Santa, un entierro de primera clase, con los plumeros de los caballos recortándose en el cielo azul.

Y en última página, el golpe mortal, la obra maestra del aparato fotográfico de Víctor: un clisé que representaba el Hermano Alfredo en el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, repartiendo caramelos a un grupo de chiquillos. Los ojos del hermano Alfredo, retocados con arte exquisito, expresaban una gran beatitud.

Ignacio, al terminar, se dirigió a la ventana del comedor, la abrió de par en par y tiró al río el suplemento. Pilar, que estaba en la ventana de su cuarto, ajena a cuanto ocurría, gritó: «¿Qué haces?» Ignacio se retiró y cerró los postigos con estrépito. La muchacha entonces miró abajo, al agua; y le dio tiempo de ver como la corriente se llevaba lentamente la gran carcajada de don Santiago Estrada.

Y no obstante, la finalidad perseguida por Cosme Vila había sido conseguida. En los cafés, los comentarios irónicos en torno a las fotografías se multiplicaron. Raimundo, extrañamente agresivo desde la guerra de Abisinia, pegó en la pared la correspondiente a «La Voz de Alerta». En el Banco era opinión unánime que Laura y el notario Noguer hubieran debido ser respetados; en cambio, el pinchazo del bastón de don Jorge a una patata tuvo gran aceptación.

Todo quedaba preparado para la Asamblea General. Murillo estaba tranquilo, pues Cosme Vila no le había dicho nada con respecto a la venta de la imagen. A Teo, una alusión a su hermano Jaime Arias, hecha en el Suplemento, le llenó de gozo, apaciguándole en parte de la rabia que le mordía por el atentado del teniente Martín. Toda la masa de afiliados al Partido Comunista vivía horas de fiebre, sobre todo porque se anunció que estarían presentes en el Teatro Albéniz varios dirigentes comunistas de Barcelona, y probablemente el camarada Vasiliev. La misma bomba número cuatro acabó siendo considerada una hábil jugada del jefe.

Cosme Vila no se movía de su escritorio, abriendo ahora un cajón, ahora otro. Su mujer le quería más que nunca; sus suegros sólo dejaban de pensar en él en los instantes estrictos en que tenían que cerrar el paso a nivel.

El jefe estaba satisfecho porque veía que abría brecha en la ciudad. Antes de las elecciones, la casi totalidad de afiliados eran obreros de fábrica; ahora sabía que algunos estudiantes de matemáticas se habían declarado comunistas en sus conversaciones, y al pasar él notó que le miraban con gran curiosidad y cierto respeto. Se hablaba de un practicante del Hospital, comunista. De un profesor del Instituto, de varios intelectuales solitarios, y aun de alguna persona hacendada.

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