José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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»En cuanto a las ideas políticas, ni hablar. En eso aún puedo meterme menos. Entiendo muy poco de política. Sólo te aconsejaría volver a lo dicho: ante cualquier doctrina, hay un método infalible para aquilatar su valor: la armonía. Conocerás el valor de las doctrinas por su armonía.

»Bien, creo que ya basta. Si quieres, ven a verme otras veces. Siempre me encontrarás. Cuando quieras. Y reza cada noche por lo menos tres avemarías. No te olvides de eso: es esencial.

»Ahora, en penitencia… rezarás… Una, una sola avemaría. Pero… empezando a cumplir con lo dicho: procura rezarla con atención. Y verás como en este simple acto descubrirás que te sientes mucho mejor.

Hora y media. Exactamente hora y media le costó confesarse. Al levantarse del confesionario, las piernas le temblaban mucho más que antes y las rodillas le dolían como si le hubieran incrustado granos de arena.

Se arrodilló ante el altar del Santísimo, oscuro, y rezó el avemaría, inclinada la cabeza. Y luego buscó a su madre con la mirada. Carmen Elgazu disimulaba su felicidad. Durante la hora y media iba pensando: «¡Gracias, Señor!» A cada minuto que transcurría pensaba: «Que dure, que dure…»

Salieron los dos: él la cogió del brazo. Al echar a andar, se sintieron protegidos por un gozo mutuo y solemne. Empezaba a oscurecer y hacía frío. Ignacio, con su mano derecha, apretaba el antebrazo de su madre: los altos tacones de ésta resonaban sobre el empedrado crac-crac, crac-crac.

CAPÍTULO XLV

En aquellas vacaciones de Navidad, no quedaron en el Collell más que algunos catedráticos y los criados. César se había pasado la noche del 31 de diciembre prácticamente en vela, arrodillado, y quiso esperar despierto a que en el monasterio sonaran las doce campanadas. Tan intensamente se sumergió en la meditación del momento, que le ocurrió algo extraordinario: no sólo no se acordó de Ignacio -de su cumpleaños-, sino que ni siquiera oyó las campanadas. Cuando volvió en sí, era el alba. Se encontraba en 1935.

Su profesor de latín llevaba unas cuantas noches atento a la vigilia de César, que en aquella ocasión alcanzó el máximo. Este profesor era un experto en problemas de ascetismo y misticismo. Quería escribir una Antología de autores ascético-místicos españoles, ¡y había descubierto que las obras pasaban de tres mil, sólo en la Edad de Oro! Franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, jesuitas, etc… autores no pertenecientes a Órdenes Religiosas, como Servet. Encabezando a los ascetas, Fray Luis de Granada y Fray Luis de León; encabezando a los místicos, Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

El profesor creía ver en César huellas de misticismo, y se decía que acaso en sus rezos, de intensidad creciente, se acercaba sin saberlo al estado extático. Cualquiera de los fenómenos corporales concernientes a los extáticos -elevación del suelo, aureola luminosa, emisión de perfumes o presencia de estigmas-, lo juzgaba posible en el seminarista. No olvidaba que César, de pequeño, al andar parecía que saltaba.

En todo caso, en aquel 31 de diciembre el profesor se pasó la noche entera vigilándole por el ojo de la cerradura, soportando el frío intensísimo del corredor. Pero César permaneció arrodillado e inmóvil… No se acostó ni un momento, y cuando oyó la campana salió para lavarse.

En la sacristía, después de la misa, el profesor se le acercó y le interrogó sobre el particular. El muchacho abrió los ojos atónito y asustado.

– ¿He faltado al reglamento? -preguntó.

El profesor le contestó que eso no importaba.

– Lo que me interesa saber es si te sientes fatigado.

– No… Ciertamente… no.

– ¿Qué meditabas?

– Pues… pedía perdón.

– ¿Experimentaste… algún consuelo especial?

César se pasó la mano por la rapada cabeza.

– Pues… no sé, padre. Hubo un momento… Una gran paz.

El profesor le tiró de la oreja y le aconsejó que no abusara. «Tienes que dormir. Piensa que no eres fuerte.»

Una gran paz. El hombre entendió que César cruzaba las vías del ascetismo, pero que por el momento no había recibido ninguna manifestación mística, de matrimonio espiritual. Pero estaba seguro de que las recibiría un día. Y entonces, dichosos los que hubieran estado a su lado.

César se había turbado mucho con las preguntas: hasta el día de Reyes, estuvo en la enfermería; el día de Reyes, las monjas le pusieron dentro del zapato un libro sobre la estigmatizada Teresa Neumann y una bolsa de caramelos. «Te lo ha dado el Rey negro.» Las monjas sabían que César le tenía al Rey negro un cariño especial. Veía en él el símbolo de que el cristianismo no distinguía entre colores y razas. El muchacho se llevó los regalos a la celda, y se pasó el día leyendo el libro, de cabo a rabo, y comiendo caramelos.

A la mañana siguiente mandó a Pilar los que aún quedaban en la bolsa y el libro a Ignacio. «Léelo -le dijo a éste-. Ya verás qué prodigios más grandes. ¡Y Teresa Neumann vive aún, en Konnersreuth! Y uno de mis proyectos es ir un día a verla…»

Las fiestas habían terminado para todo el mundo, en el Collell y en la ciudad.

Los hijos del comandante Martínez de Soria se habían marchado la víspera de Reyes. Mateo había sido su inseparable camarada, además de Marta. Juntos habían visitado a Octavio Sánchez, quién resultó en efecto un simpatizante de Falange. El empleado de Hacienda -andaluz, que ceceaba con mucha gracia- escuchó con atención a los tres muchachos y al final, dirigiéndose a Mateo, le dijo: «Cuenta conmigo», en tono escueto y prometedor.

Luego… la ciudad reemprendió su vida y su muerte. La tregua había terminado.

E inmediatamente apareció con claridad un hecho: el paro forzoso roía como un cáncer la base de muchas familias. Metalurgia, construcción, la gran fábrica Soler -cintas y productos de goma-, Industrias Químicas y tartáricas, las imprentas, en todas partes decían: sólo tres jornales, sólo dos. Muchos obreros recibían una papeleta: «Hasta nuevo aviso». Las fábricas de bebidas veraniegas morían de frío; las de alpargatas, debido al mal tiempo, no vendían nada. Las perfumerías contemplaban intactas sus inmensas garrafas. ¡Hasta las viejas que vendían castañas -en verano mantecados- se quejaban! En la provincia, Portugal daba golpes mortales a la industria del corcho. En el resto de la nación, David y Olga no habían mentido: setecientos mil obreros parados.

El bar Cataluña estaba abarrotado de hombres sombríos lo mismo que el café Gran Vía. Algunos habían invadido el fondo del Neutral. En las barberías nadie tenía prisa. Obreros acostumbrados a madrugar se quedaban en cama hasta las once. Luego entraban en la cocina, dando un empujón a su mujer.

Sólo los Costa hicieron algo para remediar la situación. No sólo no despidieron a nadie, sino que, utilizando las energías acumuladas en la cárcel, inauguraron, contiguo a las canteras, un taller de marmolista para labrar las lápidas del cementerio. Ocuparon a tres hombres: un muchacho llamado Pedro, de una gran timidez, que había ido a pedirles trabajo; un tipo gordo -Salvio de nombre- que resultó ser el novio de Orencia… y Bernat. Bernat, dueño del taller de imágenes.

En efecto, uno de los afectados por la gran crisis había sido Bernat. Imposible continuar. Cuando vio que en la revolución de Octubre las iglesias no ardían se consideró perdido. En los Bancos le retiraron el crédito. «Otra revolución será.»

Bernat labraba ahora lápidas de cementerio como simple jornalero, junto a Salvio y Pedro, clientes uno y otro de la barbería comunista. Y si por alguien lamentaba el cierre del taller era por César.

Los Costa tuvieron otro rasgo aún: decidieron construir el inmueble de siete pisos, para aliviar el paro en la construcción. Encargaron el proyecto a los arquitectos Massana y Ribas, que colaboraban habitualmente.

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