Dio la luz de nuevo y con cuidado sacó las piernas de la cama y se puso de pie sobre la alfombra. Sintió una fuerte punzada. Intentó andar. Lo conseguía con dificultad. Y era evidente que a cada minuto iría empeorando.
Entonces, yerto en el centro de la habitación, levantó la vista. El espejo le devolvió su imagen, despeinada, en pijama, y al fondo los ojos de San Ignacio fijos en él.
Repentinamente decidido, se examinó el mal. Recordó ilustraciones entrevistas en folletos higiénicos. Luego examinó la sábana. ¿Cómo borrar aquello, para que su madre y Pilar no se enteraran? Su madre y Pilar, lo primero que hacían cada mañana, era entrar en su cuarto y hacer la cama.
Volvió a acostarse, volvió a pensar en Canela, y recordó la advertencia de su padre. Sollozó, agarrado a la almohada.
De pronto llamaron a la puerta. ¡Santo Dios! Daban las ocho, tenía que levantarse. La puerta se entreabrió y entró Carmen Elgazu.
– Mamá… -balbuceó.
Carmen Elgazu se acercó a la cama.
– ¿Qué tienes, hijo?
Ignacio la miró con desacostumbrada intensidad. Carmen Elgazu, con temor, extendió su brazo y le tocó la frente.
– ¡Tienes fiebre!
– Creo que sí.
– Pero ¿qué te duele? ¿Cuándo empezaste a sentirte mal?
– Esta noche.
El termómetro fue elocuente. Matías Alvear acudió. Y Pilar. El desfile comenzaba. Todos rodearon su cama, sin saber lo que las mantas ocultaban. Todos le querían. «No te preocupes, iremos al Banco a avisar.» «¡Vamos a traerte otra manta!» «Un poco de gripe.»
La nueva manta cubrió definitivamente su secreto. Los postigos fueron entornados y quedó solo con su oscuridad. Oía los pasos cuidadosos de los suyos, en el pasillo. Reconocía los ruidos familiares en el comedor. Un absoluto abatimiento le invadió.
Al despertar sintió en el acto que el mal avanzaba implacable. Era preciso tomar una determinación. Algo que evitar a toda costa: la visita del médico. Por desgracia él era sumamente inexperto: necesitaba actuar con rapidez, que alguien le aconsejara.
Ignacio pensó: «Lo mejor será que le confiese la verdad a mi padre». Pero no se sentía capaz. ¡Qué humillación, y qué disgusto tan grande le iba a dar! Pasó revista a cuantas personas podían ayudarle: Julio, David, La Torre de Babel… Cualquiera de los del Banco debía de conocer la manera de… ¡Ah, si su primo José, de Madrid, estuviera allí! Recordó que José le había dicho: «A mí me han pillado tres ó cuatro veces. Pero ahora eso se cura en un santiamén».
Es… Pero ¿y si tenía algo grave?
Luego pensó en Mateo. Sí, el chico era apropiado. Serio, y guardaría el secreto. Pero… ¿y si era tan inexperto como él? Mateo siempre le había dicho: «Yo procuro contenerme. La castidad es muy importante».
El reloj del Ayuntamiento iba dando las horas. Su madre entró a verle. «¿Cómo te sientes? ¿Te falta algo?» El termómetro subió aún más. Carmen Elgazu se sentó un momento al lado de la cama. Ignacio vio su silueta recortarse contra el postigo semiabierto. «No será nada. Un poco de gripe.»
Hacia el mediodía tomó una determinación. Se lo diría a su padre. La mancha de la sábana era imborrable y acabaría por saberse. Su padre tal vez encontrara el medio de ocultarlo al resto de la familia.
Escuchando con atención, descubrió que su madre se había sentado en el comedor y que separaba en la mesa las buenas alubias de las malas. Las buenas resonaban al caer dentro del plato. Era un ruido familiar, inimitable.
Matías Alvear llegó de Telégrafos más temprano que de ordinario. Estaba impaciente por Ignacio. Colgó el sombrero en el perchero, se quitó el abrigo, le dijo a su mujer que hacía un frío insoportable. Luego entró en el cuarto de Ignacio.
– ¿Qué hay? ¿Cómo estás, hijo?
– Lo mismo.
Matías se le acercó y le puso la mano en la frente. Ignacio pensó: «Ahora». Pero un miedo irreprimible le atenazaba la garganta.
De pronto, estalló en un sollozo. No pudo reprimirlo. La silueta de su padre en la semioscuridad, la tibia y entrañable silueta de su padre le había desarmado.
– Pero ¿qué te pasa, Ignacio? ¿Por qué lloras?
Ignacio sintió deseos de encender la luz, de tirar de las sábanas y gritar:
– ¡Mira!
Pero se contuvo. Lloró, lloró incansablemente.
– Pero ¿qué te pasa? Habla. Cuidado, que tu madre te va a oír.
Ignacio se decidió.
– Papá… Tengo que darte una mala noticia. Lo siento.
– ¿Qué mala noticia?
– No te hice caso y… tengo algo.
Matías se incorporó y dio la luz.
– ¿Cómo que tienes algo?
– Sí. -Ignacio añadió-: Canela…
Matías quedó desconcertado. De pronto comprendió. Apretó los puños y los dientes. Miró a su hijo. «¡Vaya!» De pronto, sin acertar a dominarse, levantó el brazo y le pegó a Ignacio un terrible bofetón.
El muchacho estalló en un llanto sin consuelo y en aquel momento Carmen Elgazu apareció en la puerta. Ignacio se ocultó tras el embozo.
– Pero… ¿qué ocurre?
Matías dijo:
– Nada, mujer. Nada de particular.
Luego Matías se lo contó todo a su mujer. Imposible ocultar aquello, por duro que fuera. Era preciso llamar al médico, curarle.
Como un rayo había caído sobre la cabeza de Carmen Elgazu. No supo qué decir. Se quitó el delantal, se fue a la cocina.
Matías Alvear la siguió, diciendo:
– Yo se lo perdono todo, menos que haya sido un hipócrita.
Carmen Elgazu no comprendía. Se acercó a Matías. Le miró a los ojos. «Algo grave habremos hecho tú y yo, que merezcamos tal castigo.» No pensaba entrar a ver a su hijo Y sería la primera vez que ocultaría algo a mosén Alberto.
El médico dijo: «No es nada grave».
Una de las más grandes preocupaciones era Pilar. Era preciso impedir a toda costa que Pilar se enterara. Ello los obligaba a medias palabras, a repentinos silencios. Y aun así Pilar preguntaba: «¿Qué os pasa? ¿Es que Ignacio tiene algo grave?»
Ignacio había encontrado un consuelo: Pilar. Nunca la quiso como en aquellos días. En su ausencia, cuando la chica se iba al taller, se quedaba absolutamente solo. Sus padres no entraban a verle jamás; sólo cuando llegaba el médico o cuando cumplían sus instrucciones; pero no le dirigían la palabra. En cambio, Pilar había hallado la ocasión de demostrarle su cariño. No se movía de su lado. Le contaba cosas, le arreglaba la cama, le llevaba tazones de leche haciendo tintinear la cucharilla en el camino. Ignacio, para no llorar de agradecimiento, simulaba quedarse dormido. Entonces Pilar suspiraba y con frecuencia se sentaba en la cama de César y permanecía inmóvil.
En cuanto al muchacho, soportaba difícilmente su situación. Una sensación de miedo le invadía. Las visitas del médico eran una tortura, la vergüenza le mataba. Y cualquier gesto de sus padres, cualquier palabra, le parecía una alusión. A veces pensaba que no le perdonarían nunca. El médico estaba serio. Ignacio hubiera preferido el doctor Rosselló…
A veces pensaba que nunca más podría dar sangre para el Hospital… Sus libros de Derecho, quietos encima del armario.
Una cosa deseaba y le molestaba a un tiempo: las visitas. Del Banco habían acudido la Torre de Babel, el cajero y el de Impagados. «Una gripe. No será nada.» Al de Impagados le dijo. «Lo siento por el trabajo». «No te apures -le contestó éste-. Nos arreglaremos entre todos. Aunque trabajo no falta.» El cajero llevaba una franja negra en el antebrazo, y siempre hablaba de Paco, su hijo adoptivo.
Julio García le ofreció: «¿Quieres algún libro? ¿Quieres la gramola?» Mosén Alberto bromeó. Viéndole la barba le dijo: «¡Te advierto que yo también manejo la navaja!» Pero Ignacio, ante la expresión de su madre, sentía tanta vergüenza que no acertó a contestar.
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