José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Cuando su hermana Laura fue a pedirles explicaciones, le contestaron:

– Hay una razón que esperamos te convencerá: nos casamos.

– ¿Cómo…?

– Como lo oyes. Nos casamos.

Era cierto. No se casaba uno solo, sino los dos. Con dos hermanas, hijas de un importante arrocero del pueblo de País. Laura quedó perpleja. A los muchos amigos que les felicitaban y luego les pedían que les reservaran uno de los pisos del inmueble en construcción, los industriales contestaron: «Los pisos que queráis, excepto entresuelo y principal. Éstos son para nosotros. Y el primero para Laura, si acepta…»

Para redondear su acción benéfica, a los Costa no les faltaba sino que se diera el permiso de reapertura de los locales políticos clausurados. Pensaban dotar a Izquierda Republicana de una serie de comodidades, para reagrupar a los afiliados. Sin embargo, el permiso no llegaba de momento.

La clausura originaba que el paro obrero apareciera más espectacular, que los afectados se sintieran más indefensos. Según estadística, eran 343 los obreros sin trabajo. Muchos hombres para una ciudad como Gerona. ¿Qué hacer en todo el día?

Surgió un hombre, decidido a amenizar la situación: el coronel Muñoz. El coronel Muñoz, al ver a los parados aburridos por calles y cafés, se dijo que era preciso imaginar algo. Algo para distraerlos, y al mismo tiempo para hacerlos aprovechar el tiempo, para instruirlos.

Empresario de espectáculos, dio con la solución. Para instruirlos organizó la proyección gratuita de documentales de cine en el Albéniz; para distraerlos, sesión diaria, a precios populares, de boxeo y lucha libre.

Los obreros acudieron en masa a ambos espectáculos, y su reacción ante uno y otro fue entusiasta. Los documentales les impresionaron mucho. Los tres hombres-anuncio de César pasaban al mediodía por la Rambla llevando los títulos sobre sus cabezas. Todos estos títulos giraban, por regla general, en torno a los arcanos de la naturaleza. El documental que cerró la primera sesión representaba la vida, en el fondo del mar, de un carnívoro de mil bocas y tentáculos devorando sin cesar docenas de indefensos crustáceos. Los obreros llegaron a odiar de tal modo aquel carnívoro que algunos le amenazaron con el puño cerrado.

En cuanto al boxeo y la lucha libre, nunca el coronel Muñoz hubiera podido soñar con un éxito parecido. El Albéniz, convertido en ring , se abarrotaba todas las tardes. Los hombres robaban a sus mujeres los dos reales que costaba la entrada. El boxeo los excitaba en la medida que las cejas de los contendientes manaban sangre; excepto algunos entendidos, atentos al juego de piernas, a la esgrima, a la técnica. Pero, sobre todo, la lucha libre. La lucha libre era prácticamente desconocida en Gerona. Fue una gran revelación. Los rivales subían al ring con albornoces vistosos, que ponían: Pantera, el Ogro, el Pirata. Enormes tanques humanos, que de repente quedaban desnudos y se precipitaban uno contra otro. Todo permitido excepto golpes con el puño cerrado, tirón de pelo, mordisco y asfixia. Lo demás -cabezazos, puntapiés, salto contra el pecho, retorcimiento de miembros, partir al rival por la mitad- no sólo permitido sino aconsejado. El público ululaba porque ocurría algo curioso: en el ring -como en el fondo del mar- se encontraban siempre el Malo y el Bueno, elegidos por el empresario coronel Muñoz. Una Pantera que descuartizaba a su adversario empleando malas artes; un adversario noble, resistente, que luchaba en silencio, con ciencia y sufriendo sin protestar. Inmediatamente los obreros odiaban a la Pantera; muchos le amenazaban también con los puños, lo cual a los espectadores les estaba permitido. Si al final la Pantera doblaba la espalda al Bueno, la gente desfilaba -Blasco en cabeza- inconsolable; si en última instancia el Bueno se llevaba la victoria, el cine amenazaba con venirse abajo.

Con frecuencia Matías Alvear, al salir de Telégrafos, veía la multitud haciendo cola para entrar en el local. Y su sorpresa era grande al advertir que en las filas abundaban las mujeres, y personas de las que nunca se hubiera podido creer que asistirían a tal espectáculo. Por ejemplo, el teniente Martín; por ejemplo, Julio García. A veces, Salvio, el novio de la criada de don Emilio Santos.

Algunas personas acudieron a Comisaría para protestar contra estas sesiones: don Pedro Oriol, mosén Alberto. El Comisario dio a entender que no estaba facultado para impedirlas. Raimundo decía en la barbería: «Por lo menos en los toros hay arte». Mateo, que ahora siempre se afeitaba allí, asentía con la cabeza.

Pero la distracción de aquellos cerebros era ficticia. En el fondo los roía un gran malestar. A lo largo del día se entrecruzaban por las calles asqueados. En las conversaciones citaban a los Estados Unidos, de donde se aseguraba que los obreros parados iban en coche a cobrar el subsidio.

Un lugar había en que la crisis se hacía sentir terriblemente: el Banco de Ignacio. Cuando el muchacho se reintegró a su trabajo, se encontró con que su Sección de Impagados absorbía a dos empleados más que de ordinario. «Nadie paga, todo el mundo devuelve las letras.» Firmas solventes pedían: «Guarden las letras cinco días, ocho». El director preguntaba: «¿Dónde iremos a parar?» Cosme Vila leía sin cesar, entre los papeles. Y en el cajón tenía un retrato de Vasiliev. Cada vez que lo abría para escribir una carta a otro Banco o a una empresa burguesa, veía a Vasiliev con su poderosa cabeza. Cosme Vila y su compañera no se perdían una sola sesión de lucha libre.

Ningún empleado pareció sospechar la enfermedad que tuvo Ignacio. Si no ¡menudas bromas! Se le había ocurrido llevar al Banco el libro sobre Teresa Neumann que recibiera de César, y todos se rieron mucho con él.

En la portada se veía a la estigmatizada con los ojos manando gotas de sangre.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es?

– Es una mujer austriaca que tiene visiones.

– ¿Visiones? Los obreros en paro también las tienen.

– No os riáis. Es un hecho científico. Apenas si come desde 1923.

– ¡Los obreros no comen desde Felipe II!

– ¡Bah! Siempre seréis lo mismo. Docenas de médicos la han visto. Cualquiera puede ir a comprobarlo.

El único que le escuchó en serio fue el subdirector. A Ignacio el libro le había causado enorme impresión. Le dijo al subdirector: «Ahora yo me especializaré en este asunto de los estigmatizados, como usted lo hizo en Masonería. Ya hablaremos de ello, si le interesa». El subdirector le contestó: «Claro que me interesa». Luego añadió, mirándole con fijeza: «¿Qué te ha ocurrido? Me parece que vuelves a ser el de antes».

Ignacio se calló. En realidad, no sabía. Al entrar en el Banco había recibido la impresión de que era la primera vez que pisaba aquel local. Incorporados a su mente, y, sobre todo, a su sangre, los consejos de mosén Francisco, todo lo veía de otro modo. Pensó que había sido imprudente llevando el libro de Teresa Neumann. Y más aún, hablando de ello. Por un momento había olvidado que debía callar.

En todo caso, no reincidió. En los días subsiguientes cumplió a rajatabla su propósito: guardó un silencio estricto. No hablaba sino lo necesario, y se iba habituando a ello. «¡Te has vuelto mudo!» Callaba por convicción. Porque veía que, en efecto, el resultado de la cura era sorprendente. No hablaba sino le preciso en casa, y con el profesor Civil, los días de clase. Y el resultado era el previsto: se encontraba otro hombre, sereno, que trabajaba hacia adentro, que iba viendo las cosas claras. Parecía como si aprendiera a respetar al mundo, a sí mismo. Veía por las calles a los obreros en paro y callaba. Pensaba: «¡Señor, aquí hay un desequilibrio. Ayudadme a descubrir su causa!» Y entonces no pensaba -como hubiese hecho antes- en el fascismo o en «La Voz de Alerta» o en los moros que entraron en Oviedo. Sabía que el problema era más hondo. Pensaba que España no había encontrado su centro, que la gente andaba despavorida por la península buscando remedios parciales, y que desde docenas de años ninguna voz se había levantado a la altura suficiente para indicar: «El cáncer está ahí. Hay que hacer esto y lo de más allá». Entonces se asustaba porque le parecía que estas conclusiones se acercaban a las de Mateo; y callaba más que nunca, para alcanzar la verdad. Y viéndose incapaz, por el momento, de alcanzar la verdad de España, se tornaba humilde y pedía alcanzar por lo menos su verdad personal; lo cual suponía menos difícil porque en el fondo no tenía más que veinte años y su cuerpo no medía más que 1,74 metros.

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