Ignacio movió satisfecho la cabeza y siguieron andando.
– Mil novecientos treinta y cuatro… Han pasado cinco años. ¿A ti te parece que han pasado cinco años?
Marta sonrió.
– A mí me parece que fue ayer…
Abordaron la avenida central del Paseo. El sol se filtraba por entre las hojas verdes. La atmósfera era estimulante.
Ignacio dijo inesperadamente:
– ¿Sabes una cosa, Marta? ¡Tenemos mucho que hacer!
Marta lo miró con curiosidad.
– ¿Por ejemplo…?
– ¡Qué sé yo! Tengo ganas de ver el mar… ¡He visto tantas montañas!
– De acuerdo. ¡Podríamos ir al cabo de Creus!
Echaron a andar de nuevo.
– Y otro día hemos de ir a Barcelona a visitar a Ezequiel… ¿Te acuerdas mucho de Ezequiel?
– ¿Cómo no voy a acordarme? -Marta, cada vez más contenta, añadió-: Seguro que nos saludará con el título de la película que ponen esta semana en el Albéniz: La pareja ideal.
Ignacio se detuvo otra vez y miró a Marta. Con mucha ternura le quitó la boina roja, con lo que le asomó a la muchacha el flequillo, mientras el resto de los cabellos le caían a ambos lados de la cara. Marta le gustó.
De no estar a pleno sol -¿por qué no esperó a la noche para llevarla a la Dehesa?-, le hubiera dado el beso que en vano deseó darle aquella tarde de San José, en el baile en casa de Mateo. Algo leería la muchacha en los ojos de Ignacio: su corazón se puso a latir con fuerza. En realidad, temblaban uno y otro, mientras se oían bajar lejos las aguas claras del Ter.
Fue un encuentro afortunado, que llenó de júbilo a Marta, tan necesitada como Pilar de contar en el interior del pecho con un héroe personal. Pasaron por detrás de la piscina; bifurcaron hacia la plaza de toros; y luego tomaron asiento cerca de unos jugadores de bolos, hombres de edad avanzada, que al encogerse para tirar parecía que iban a caerse al suelo.
El hecho de estar sentados intensificó entre ellos la sensación de intimidad. Marta había arrancado al paso un tallo de hierba y lo mordisqueaba.
– Ignacio… ¿es cierto que me echabas mucho de menos?
– ¡Claro! ¿Es que no me crees?
– Sí. Pero me gusta que me lo repitas.
– Pues voy a repetírtelo: estaba decidido a desertar…
Pasaron revista a todo lo que les había ocurrido desde que Ignacio se pasó a la España "nacional" y se alistó en la Compañía de Esquiadores. Hablaron de la provincia de Huesca y de la formidable impresión que al muchacho le produjo el valle de Ordesa. "Aquello es un milagro". De pronto, vieron desfilar un pelotón de soldados, manta al hombro. ¿Adonde se dirigían? Ignacio recordó sus largas caminatas, el fusil en bandolera y barbotó: "La guerra…"
Lo dijo en un tono tan colérico, que Marta se inquietó. Aunque comprendió que Ignacio no se refería al significado de la contienda, sino a algo propio. Ignacio quiso paliar su brusca reacción y dulcificó el semblante.
La muchacha se dio cuenta y aprovechó para rogarle:
– Háblame de tu guerra, Ignacio… ¿Para qué crees que te ha servido?
El muchacho se acomodó en el banco y encendió un pitillo.
– ¡Bueno! Yo odio la guerra, ya sabes… La guerra es espantosa.
– Marcó una pausa-. Aunque, en honor a la verdad, en el frente pasé ratos que no olvidaré jamás…
– ¿De veras?
– Como lo oyes.
– Echó una bocanada de humo-. Las guardias solitarias… Esquiar de noche… ¡Se piensan tantas cosas!
Marta lo miraba como escudriñándolo.
– No has contestado a mi pregunta. Te pregunté para qué crees que te ha servido luchar.
Respiró él hondo.
– Desde luego, me ha embrutecido… ¡Es inevitable! Pero, por otro lado… ¡quién sabe!; tal vez me haya ayudado a ver claro en mí.
Marta seguía mordisqueando la brizna de hierba.
– Pero, eso es contradictorio ¿no?
– ¿Por qué? Embrutecerse quiere decir… perder la inocencia. Y en el fondo, ello enseña a conocerse, en lo bueno y en lo malo.
Ella preguntó con seriedad:
– ¿Qué se siente cuando se pierde la inocencia?
Ignacio hizo un mohín.
– ¿Tú no la has perdido aún?
Los ojos de Marta expresaron una rara seguridad.
– Creo que no…
Ignacio tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie.
– Se siente… como si se rompiera algo. Es… como si se envejeciera de repente.
La muchacha reflexionó.
– Dijiste que has aprendido a conocerte, en lo bueno y en lo malo. ¿Es que hay algo malo en ti, Ignacio?
– Sí, claro: me miento a mí mismo. Cambio de parecer. A veces, en invierno sudo y siento frío en verano. Absurdo, ¿te das cuenta?
Marta respiró tranquila. Por un momento temió oír quién sabe qué. Acabó riéndose. Tomó cariñosamente una mano de Ignacio y preguntó:
– Y lo bueno que te has descubierto, ¿qué es?
Ignacio mudó de expresión.
– ¿Cómo te lo diré, Marta? Me he dado cuenta de que no seré feliz si no hago algo que beneficie a los demás.
Ella se tragó la saliva y se apartó el flequillo de la frente.
– ¿Hablas en serio, Ignacio?
– Hablo en serio. Antes llegué a sentirme como un ser neutro. Era egoísta, era yo. Ahora todo eso ha pasado… La nieve lo cubrió. Sí, te lo repito: quiero hacer algo que sea útil a los demás.
Marta echó una mirada a las copas de los árboles y respiró hondo.
– Pero ¡eso es magnífico! -Y, ante la sorpresa de Ignacio, se volvió hacia él y le pidió un pitillo-. ¿Cuándo empezaste a sentir eso?
– Creo que fue en el Hospital Pasteur, de Madrid, curando a los heridos de las Brigadas Internacionales. Aquella gente me daba asco; y sin embargo, llegué a quererlos. Complicado, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
– ¡No, no! Es muy natural…
– Luego… sentí ganas de ser buen chico… en Valladolid. El día que tú regresaste de Alemania, después dé haber saludado a la estatua del Hombre Alemán desnudo. Recuerdo perfectamente qué deseé saludar a toda la humanidad.
Marta soltó una carcajada.
– ¡Ay, qué viaje aquél! Llegué a casa con una mochila que pesaba más que yo.
– Y que apestaba…
– De eso no me acuerdo. Me abrazaste y perdí la noción de todo.
– ¡Ah!, ¿sí? Entonces ten la seguridad de que en aquel instante perdiste la inocencia.
Guardaron un silencio largo. Marta chupaba con torpeza el pitillo que Ignacio había liado para ella. Por fin la muchacha reanudó el diálogo.
– ¿Has hecho ya algún plan para cuando te den la licencia?
Ignacio, como pulsado por un resorte, se levantó, recordando que ésa era la pregunta que él formuló a sus compañeros. Respiró intensamente, al tiempo que abarcaba con la mirada las copas de los árboles de la Dehesa.
– ¡Sí, por cierto! -respondió-. Quiero llegar a ser el mejor abogado de la ciudad… -Y volviéndose hacia la muchacha, añadió-: Y para que veas mi lado bueno, te prometo que le cederé a Mateo los clientes que me sobren.
Marta se levantó a su vez y se situó frente por frente de Ignacio. Estaban solos. Los jugadores de bolos se habían ido.
– ¿Quieres que te diga una cosa, Ignacio? Querría ayudarte a ser lo que te propones.
– Puedes hacerlo.
– ¿Cómo?
– Queriéndome mucho.
– Eso… ya lo hago. ¿No se me nota?
Ignacio no contestó. Tomó en sus manos la barbilla de Marta y, atrayendo a la muchacha hacia sí, le dio un beso prolongado y suave.
Al separarse dijo:
– Sí, se te nota…
Marta permaneció unos segundos con los ojos cerrados.
– Bésame otra vez.
Ignacio obedeció. El beso ahora fue eterno.
Marta por fin despegó los labios de los labios del muchacho.
– Gracias, Ignacio, por hacerme sentir lo que siento.
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