Menos mal que acababan de nombrar jefe nacional del Frente de Juventudes al camarada Elola, quien al parecer llegaba con ganas de trabajar. Le había llamado por teléfono y le había dicho: "Tengo la intención de recorrer una a una las provincias de España. Cuando le toque el turno a Gerona te avisaré".
Por si esto fuera poco, el "cáncer" del catalanismo avanzaba sin hacer ruido. Por ejemplo, seguía publicándose en Barcelona el semanario Destino, ahora aliadófilo y catalanista a la vez. Y por lo visto tenía gran éxito. Y el ingeniero Carlos Buigas, creador de las famosas "fuentes luminosas" de Montjuich, acababa de entregar a las autoridades un proyecto único en el mundo: la iluminación de la montaña de Montserrat. "Como no paren esto, el nombre de Montserrat se hará más popular que el de Walt Disney". Mateo creía saber que Carlota, al leer lo del proyecto había pegado un salto de alegría y se había apresurado a movilizar toda su influencia en Barcelona para que la genialidad del ingeniero Buigas se convirtiera en realidad.
Mateo estaba perfectamente enterado de que sus tres "pupilos" ex divisionarios eran los autores del atentado perpetrado contra Jaime. No dijo nada. Fingió no saberlo. A su ver, Jaime, separatista, se merecía esto y mucho más. Su librería de lance hacía más daño que los "partisanos" rusos, algunos de los cuales, según noticias, tenían doce, trece y catorce años. Lo que no comprendía era que el camarada Montaraz no se mostrara más contundente. "Qué quieres que haga! -se defendía el gobernador-. En todo caso, ponerme de acuerdo con el general Sánchez Bravo y declarar el estado de excepción".
El camarada Montaraz y Marta eran los dos grandes apoyos de Mateo. A su lado se sentía acompañado como cuando, en el hospital de Riga, empezó a andar con dos muletas. Los tres juntos conseguían incluso reírse y tomarse a chacota los chistes que circulaban por la calle. El último no era chiste, era una coplilla alusiva al estraperlo y decía:
La gente de España es boba
porque no recapacita
que está más sucia la escoba
que la basura que quita.
Alfonso Reyes necesitaba una mujer. Para él y para que cuidara de la casa y de su hijo, Félix. Una sirvienta a horas no le solucionaba la papeleta. Miró en torno y se fijó precisamente en Sara, la comadrona, que a pesar de ser hermana de mosén Falcó estaba lejos de compartir sus ideas.
Fue un "noviazgo" rápido. Alfonso Reyes tenia cuarenta y cinco años, Sara, treinta y dos. Sara necesitaba un hombre -se lo decía siempre al doctor Morell-, y aquel cosaco que llegó de Cuelgamuros con bigote y barba un poco rubios y pisando fuerte le vino como anillo al dedo. Fue coser y cantar. Con la llegada de la primavera se celebró la boda. Mosén Falcó les bendijo a regañadientes y luego se marchó sin participar siquiera en el modesto ágape celebrado en el propio piso de Alfonso Reyes, situado en la parte baja de la ciudad.
Sara era una comadrona eficaz; lo que no se sabía era si sería una feliz madre de familia, para el caso de que llegara la cigüeña. Bajita y fibrosa, con una desconcertante rapidez de movimientos. Estaba aquí y estaba allá. Tropezaba y volvía a quedarse en pie, como un muñeco "tentetieso". No era guapa ni parecía tener buen cuerpo; sin embargo, cuando Alfonso Reyes la desnudó se llevó una grata sorpresa. Excelentes atributos de mujer.
– Tendrás que enseñarme…
– No te preocupes. Aunque en Cuelgamuros casi perdí la costumbre…
– Has dicho casi?
– Bueno! En el Valle, los domingos a veces nos traían alguna mujer para merendar.
No hubo viaje de bodas, porque Alfonso Reyes tenía prohibido salir de la ciudad. "No te preocupes -dijo Sara-. Es una cárcel agradable". Alfonso Reyes rogó: "Repite lo que has dicho". Sara lo repitió y entonces Alfonso Reyes le tocó la barbilla y añadió: "Vamos a poner unos barrotes, como en la ventanilla del banco, para que nadie que no sea de nuestro gusto venga a darnos la lata".
Sara era feliz. Se compró ropa nueva e incluso un sombrero. Todo aquello había llovido del cielo. El doctor Morell le dijo:
– Has hecho muy bien, hija. Aunque, la verdad, yo nunca creí que te quedaras para vestir santos, entre otras razones porque los santos, ahora, van todos vestidos de la cabeza a los pies.
– Gracias, doctor.
Existía un peligro: Félix. Qué ocurriría con Sara? Se llevarían bien o se llevarían mal? Desde el primer momento el chico había dicho: "Me gusta, padre, me gusta… De verdad. Me gusta incluso el nombre!". Pero faltaba la prueba de la convivencia. Todo perfecto. A los ocho días Félix les había hecho un dibujo al carbón de las dos cabezas, dibujo que colgaron en la pared del comedor.
La resaca que le había quedado a Alfonso Reyes de su estancia en el Valle era muy concreta: temor al piojo verde. En su excursión a las Pedreras y a Montjuich había visto chabolas y promiscuidad, al igual que en la calle de la Barca. Y recordó una frase de Lenin, que Cosme Vila, antes, cuando estaba en el banco, citaba siempre: "O nosotros acabamos con los piojos o los piojos acaban con la revolución".
Desde que fue liberado se había cerciorado de lo que ya suponía: que existían ricos y pobres, sin apenas clase media. Tal desajuste podía resultar fatal. Pero él quería ser optimista y repetía siempre lo que le dijo a Ignacio: nada de rencores ni de desear que viniera la segunda vuelta. Buena disposición de ánimo, tranquilidad. Lo que en el banco echaba de menos eran la Torre de Babel, Padrosa y aquellos duros de plata que antaño sonaban -dring!- casi con majestad. Los billetes y las monedas de ahora recordaban los vales que se emitían durante la guerra civil en la zona "republicana".
Cefe, que fue su padrino de boda, le dio la razón. Existían dos mundos enfrentados: ricos y pobres. Él podía garantizarlo porque volvía a vivir la época de la dictadura de Primo de Rivera: las "señoronas" querían todas su retrato al óleo, sin regatear y con el mejor traje y la mejor pedrería. Las "señoronas", ya se sabía: eran María Fernanda, Carlota, Esther, Charo, la madre de Marta y alguna que otra de la provincia, especialmente de Figueras y Olot. "Las hay que se quedan inmóviles como si fueran estatuas; las hay que cada diez minutos piden permiso para sentarse. Hasta el momento, el cuadro más logrado ha sido el de Esther, que se presentó aquí con un abanico que cortaba el aire".
– Sigues con tus modelos, Cefe?
– Pues claro…
– Quiénes son ahora?
– Si se entera el obispo me envía a misiones… Dos gitanas que viven en Montjuich, que tienen la piel de seda y que parecen menores de edad.
– Hermoso oficio el tuyo. Yo en el banco sólo veo caras crispadas de gente que protesta las letras de cambio.
Félix no dijo "esta boca es mía". Guardaba un secreto. Desde que Cefe le dio permiso para pintar desnudos sin utilizar modelos de yeso, el chico andaba borracho. Estudiaba bachillerato y tenía quince años, y algún grano en la piel. Las dos gitanas se llamaban Pastora y Rocío y ante ellas sintió el latigazo de la carne. Hasta entonces, desahogo solitario y reproducciones de Rubens y de Boticcelli. Pastora un día le hizo un guiño, se las ingenió para quedarse solos y le ofreció su cuerpo. Félix descubrió un mundo de sensaciones inéditas, que iría repitiéndose periódicamente.
Aquello era superior a sus fuerzas y vivía obnubilado. Veía a Pastora en los espejos, en el firmamento y en el agua del río. Gitana! Amor aceitunado, como a la vera de los olivares. Pastora no decía nada. Ni una palabra. Todo transcurría en silencio, con sólo jadeos y suspiros. "Pastora, júrame que siempre será así". Ella no contestaba. "Pastora, si no me quisieras me pegaría un tiro". Ella no contestaba. Cefe descubrió lo que ocurría y les dio facilidades.
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