Aquel contacto fue un tal revulsivo para Félix que éste se puso a impugnar las tesis "pacifistas" de su padre. Le habían encarcelado injustamente y era hora de desquitarse. Alfonso Reyes no sentía rencor, pero Félix, sí. Se dio de baja del Frente de Juventudes, ante el estupor de Mateo, que supuso que su padre le había influido. Y cuando veía a Manuel Alvear de paseo con los demás seminaristas -Manuel también, por fin!, de pantalón largo-, les miraba como si fueran bichos raros. Dejó de ir a misa y de entenderse con Eloy, "que siempre sería un crío". Mejor se entendía con el Niño de Jaén, quien los domingos le abrillantaba los zapatos en el bar Montaña y que hubiera podido ser perfectamente hermano de Pastora. Y pensando en la guerra ya no pintaba el mar lleno de bicicletas, sino lleno de calaveras.
Alfonso Reyes no se tomó a la tremenda la reacción de su hijo. Ya nada podía sorprenderle. Sus amigos eran la Torre de Babel y Paz, Padrosa y Silvia; en menor grado, los hermanos Costa. Gaspar Ley le tenía mucho respeto, no sólo por su estancia en el Valle -la nulificación era ineludible-, sino porque Alfonso Reyes hablaba poco. A menudo se limitaba a sonreír como si supiera mucho más de lo que su interlocutor pudiera pensar.
Cabe decir que Alfonso Reyes, en sus tres años de reclusión, se había cultivado más de lo que hubiera podido suponerse. En primer lugar, en el taller de imprenta de Alcalá de Henares, donde habían recibido las visitas de Pétain y de Millán Astray, éste despotricando contra los intelectuales, que sorbían el seso al pueblo; pero, sobre todo, se había cultivado en el Valle de los Caídos. Pasó tanta gente por allí! Reclusos de toda índole. En su mayoría, semianalfabetos, pero también médicos, ingenieros, maestros, aparejadores etc., que cumplían condena. Especialmente útil le fue su estancia en el economato con la independencia que ello suponía. Y leyó. Y escuchó la radio. Siempre había algún sargento que le filtraba libros "subersivos", camuflados bajo tapas del padre Coloma. Incluso estudió un poco de inglés, gracias a un obrero que había trabajado en Gibraltar. Por de pronto, ahora resolvía en un santiamén los crucigramas que Solita publicaba en Amanecer.
Sus amigos se quedaban atónitos al escuchar sus teorías. Deseaba que ganaran los aliados, pero no los apreciaba ni tanto así, porque andaban del brazo de Moscú, culpable de que los republicanos españoles hubieran perdido la guerra. Y además, explotaban a sus súbditos de las colonias. Eran incontables los muertos neozelandeses, australianos, indostánicos, argelinos, marroquíes, etcétera. Ahora mismo en Montecassino ellos se llevaban la peor parte junto con los polacos. "A eso le llamo yo vender gratis la carne humana".
Por si fuera poco, en algunos aspectos defendía al régimen de Franco. Se realizaban muchas obras públicas, cuya renta se apreciaría más tarde y había orden público. Nadie se daba cuenta de la importancia de este factor, o se hablaba de "la paz de los cementerios". Cierto que existía el Sindicato de la goma, como lo apodaban en el Valle -los policías con sus porras-, y que los atracadores terminaban en el paredón. Pero el orden público era un hecho y él podía pasearse tranquilamente a las tres de la madrugada sin temor a que dos individuos, después de haber matado al sereno, le amenazaran a él con una navaja. Ningún piso desvalijado, ninguna joyería en peligro, apenas, de vez en cuando, los neumáticos de algún coche pinchados. "Y en el banco yo, rodeado de parné y tan tranquilo". Y esto no era así ni en Londres ni en Nueva York. Acaso fuera así en Rusia: un tanto a su favor. Naturalmente, se pasaba hambre y ahí estaban los millares de obreros que se fueron a trabajar a Alemania, y que por cierto estaban muy desilusionados. Nadie podía darle lecciones de lo que eran las potencias del Eje y los japoneses; pero era preciso no ponerles a los aliados coronas de santos. Con los bombardeos se comportaban tan brutalmente como Goering y compraban y vendían lo que fuere al mejor postor.
Ah, claro, él había compartido días y noches con los prisioneros, y muchos de ellos contaban auténticas atrocidades que cometieron en los comienzos de la guerra civil! Por desgracia, todo lo que podía leerse en el libro Causa general, que acababa de salir, era cierto. "No me caso con nadie, comprendéis? La vida es compleja. En Suiza hay setenta mil fugitivos y dentro de poco en Italia no se encontrará una sola persona que haya sido fascista".
Todas las objeciones que pudieran ponerle la Torre de Babel y Paz, Padrosa y Silvia o los hermanos Costa caían en el vacío. Ninguno de ellos había visto de cerca a Franco; él, sí. Y muchas veces. No era ni tan bajito ni tan tripudo como se pretendía, y montado a caballo se agigantaba como un jayán. Su característica era la serenidad y la capacidad de observación. Sus ojos se movían constantemente, lanzados hacia los lados y su voz peculiar era atribuible a una desviación del tabique nasal. "Yo he visto a marxistas-leninistas palidecer de timidez, no de miedo, en su presencia. Es un jefe nato, cosa que no será nunca ese gobernador llamado Montaraz, cuya cicatriz en la mejilla izquierda a lo mejor se la hizo un barbero de pueblo. En cuanto a la Falange, hay mucho que hablar. Vosotros os desternilláis de risa al oír la palabra, y es estúpido que lo hagáis. Claro que hay mucho arribista, pero también gente de buena fe, como ese cuñado de Ignacio que se llama Mateo y que en Rusia se la pegaron buena… Hay que ver las cosas con perspectiva y darse cuenta de que el ministro de Trabajo, Girón, para citar sólo un ejemplo, actúa también de buena fe, y que acaba de crear el Seguro de Enfermedad, cosa nunca vista en España y otro seguro para el servicio doméstico. Anda, decidles a las chachas que se rebelen contra Franco! Ya las oiréis. Franco ha jugado con la Falange como ha querido. Es su tapadera contra los monárquicos, contra los obispos y contra los burgueses. Pero él va a lo suyo, y les para los pies. Otro jefe de Estado menos fuerte que él les habría hecho caso a los falangistas y hubiéramos entrado en la guerra a favor de Hitler".
Paz escuchaba embobada. Alfonso Reyes, que mascaba chicle y que de vez en cuando se acariciaba la barba, hablaba con una extraña autoridad. Padrosa no decía ni pío y la Torre de Babel se limitaba a soltar de vez en cuando una carcajada, que no secundaba nadie. La que menos, Silvia. Silvia nunca fue anti-nada. Ella, primero niña pobre y huérfana de padre, luego manicura y luego la señora de Padrosa, con todas las comodidades que podía ofrecerle la Agencia Gerunda. A ella le hubiera gustado ver de cerca a Franco, del que en guasa se decía que se había aparecido a Dios y que despreciaba a los españoles, que no les tenía confianza alguna y que por ello los quería maniatados.
Los hermanos Costa eran otro cantar. No le discutían nada a Alfonso Reyes, a quien hubieran mandado en el acto a que lo visitara el doctor Andújar. Mientras comían ancas de rana sólo le preguntaban por lo que, a su entender, pasaría después de la guerra, en cuanto Hitler y el emperador del Japón se hubieran pegado un tiro.
– Lamento decepcionaros -les contestaba Alfonso Reyes-, pero en España no pasará nada. Franco se mantendrá en su sitio. £1 no cejará, y los aliados no querrán declararnos la guerra e invadir el país. Así que tenéis Franco para rato y el que crea lo contrario se dará de narices contra un farol.
Jaime, el librero, ignoraba las teorías de Alfonso Reyes. Por eso hizo el ridículo. Fue a verle a su casa por si quería organizar la revancha contra los tres ex divisionarios que le zurraron de lo lindo. Alfonso Reyes le puso la mano en un hombro.
– Habla con mi hijo Félix y que se haga lo que él decida.
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