En ocasiones, Eva quedaba fuera de juego. No comprendía que en plena contienda mundial aquellas mujeres chismorrearan sobre asuntos tan livianos. Exageraba. Aquellas mujeres se expansionaban o desahogaban como pudieran hacerlo los contertulios del café Nacional, pero cada cual en su interior era consciente como pudiera serlo Moncho. De suerte que cuando convenía hablar de política o de la guerra lo hacían también, y con conocimiento de causa.
– No sé por qué se dice que el sinsombrerismo halaga al marxismo -decía Charo-, puesto que en Rusia, a causa del frío, los miembros del Politburó llevan todos gorro de astrakán.
Intervenía María Fernanda.
– Sabíais que los rojos españoles residentes en Méjico se proponen colocar una estatua de Stalin en el cerro de los Angeles?
Le tocaba el turno a Esther.
– Leed mañana Amanecer. Se ha firmado un importante acuerdo comercial entre España y los anglosajones. A veces no entiendo a mister Churchill, y menos aún a mister Edén, quien acaba de declarar que la ayuda prestada por el gobierno español a las tropas aliadas que desembarcaron en África es impagable…
– Es la generosidad del vencedor -terciaba María Fernanda-. Sin contar con que España ha sido muy útil para el intercambio de prisioneros. La semana pasada en Barcelona se canjearon dos mil, entre ellos los generales Cramen y O'Carrol, en poder de los alemanes.
Hablaron de la cantidad de felicitaciones que todo el mundo recibió por Navidad: felicitaciones de barrenderos, de serenos, de vigilantes, de carteros, de limpiabotas!, etc., con sus versos ripiosos. Hablaron de la supresión del hombre-anuncio, decretada por el camarada Montaraz. María Fernanda dijo: "Mi marido consideraba humillante esta fórmula de propaganda, un hombre con una gran pancarta en el pecho anunciando cualquier producto". Hablaron -y Eva parpadeó- de que en el Ejército británico había más de 40000 judíos luchando. Y hablaron, cómo no!, de Núñez Maza.
Núñez Maza continuaba en Ronda, bajo libertad vigilada y seguía recibiendo a muchos "desafectos" del Régimen, e incluso a algún socialista. Circulaban fotocopias de sus escritos y era inexplicable que ello pudiera ocurrir. En el último hacía un canto a Julián Besteiro, que murió en la cárcel de Carmena el año 1940, mientras cumplía condena. Su esposa no pudo ir a verle nunca porque, al no estar casado por la Iglesia, no se la consideraba su esposa legal. "Haberse casado por la Iglesia!", había exclamado mosén Falcó.
Ana María, al regresar a su piso de la avenida Padre Claret, cuyo ascensor se estropeaba siempre, experimentaba un sentimiento dual. Satisfecha porque, pese a la edad, la consideraban una más del grupo, insatisfacción porque, por lo general, no se llegaba a ninguna conclusión. Claro que aquellas mujeres tenían buen cuidado de no mencionar sus propios méritos. Por ejemplo, María Fernanda no decía ni pío de las muchas veces que había conseguido arrancar de las manos del gobernador sentencias lesivas para los "desafectos". Tampoco Esther alardeaba de que había empezado a aceptar alumnos para clases de inglés. Ésta parecía ser la tónica imperante. En el Instituto Británico de Barcelona había cola para la inscripción. Carlota, la condesa de Rubí, no aludía tampoco para nada a sus donativos en favor de la Cruz Roja con destino a los damnificados por la guerra… En resumen, Ana María comprendía que las personas y las cosas tenían su cara y su cruz, lugar común del que Ezequiel le había hablado desde pequeña y del que era un veraz ejemplo su propio padre, don Rosendo Sarro.
Ignacio se interesó por cuanto se refería a Núñez Maza. Deseaba conocerle, debido a lo que de él le había contado Mateo. A este respecto Ana María, a mediados de enero, le llegó con la noticia del posible traslado de Núñez Maza a la provincia de Barcelona, porque en Ronda se pelaba de frío. Ignacio vio la puerta abierta. "Mateo me acompañará. Vamos a ver qué nos cuenta el actual admirador de Julián Besteiro, a quien hace un par de años posiblemente hubiera fusilado sin dilación".
Ignacio estaba contento con Ana María. Prolongación de la luna de miel. La prueba íntima, de la que le había hablado Manolo -coincidir los dos en el cuarto de baño- la habían superado sin el menor apuro. La hora predilecta de los dos era después de la cena, cuando Mari-Luz se había acostado ya. Entonces leían o escuchaban música o canto, a veces, gregoriano! Y Ana María estaba a punto de tomar una decisión: aprender a tocar la guitarra. Sebastián Estrada era un consumado maestro. Había aprendido en el mar, en las horas solitarias y para bordonear la nostalgia de la tripulación. También quería Ana María una minimoto Soriano, como Gracia Andújar. Y tener un hijo. Y tantas cosas…
Adivinaba los deseos de Ignacio y se anticipaba a ellos, bajo el icono que Mateo se trajo de Rusia y que les regaló. E Ignacio la correspondía. Por ejemplo, la acompañaba a misa todos los domingos, e incluso a comulgar. Lo que le ocultaba Ignacio era que llevaba mucho tiempo sin visitar la celda del padre Forteza para confesarse. Con eso de Buda, Confucio, el sintoísmo, el animismo y demás se armaba un lío como los soldados americanos con el cambio de moneda de los rapaces de Napóles. Querría concretar! Y lo conseguiría. Lo conseguiría el día que encontrara un maestro, cosa tan difícil como que Jaime olvidara la paliza que le dieron los tres ex divisionarios.
"SI ES NIÑA, se llamará Carmen". Esto era lo acordado por Pilar y Mateo y por toda la familia. A medida que se acercaba el día, Mateo comentaba: "Lástima que mi padre no esté ya entre nosotros. Hubiera querido regalarle una nieta". Matías más bien intuía que sería niño, en cuyo caso se llamaría Emilio, en recuerdo precisamente de don Emilio Santos. Carmen Elgazu repetía siempre lo mismo: "Igual me da. La cuestión es que salga sano y salvo".
No hubo lugar. Era una niña, pero nació muerta. Tres vueltas del cordón umbilical la asfixiaron. El doctor Morell y la comadrona, Sara, no pudieron hacer nada por evitarlo, aunque Moncho opinó que tal vez en una clínica bien organizada hubiera podido salvarse. "Llegará un momento en que podrá cuidarse del feto en previsión dé que esto ocurra. Pero estamos todavía en mantillas".
El caso es que las opiniones no servían para nada. Pudo evitarse que Pilar, en medio de los dolores, viera a la niña muerta. Sara la escamoteó en el momento preciso, mientras Pilar la reclamaba para poderla contemplar. Mateo estaba anonadado. Nadie sospechó una cosa así. Nacían millares y millares de niños en el mundo sin los cuidados de que Pilar había gozado durante el embarazo, y tan campantes.
El drama se cebó en ellos, Dios sabía por qué. Mateo vio el cadáver, contraído, diminuto, que parecía un pingajo. En seguida tuvo la sensación de que no olvidaría jamás aquel pedazo de carne "sin bautizar". Tuvo un momento de rebeldía y miró al techo -al cielo- con los puños cerrados. Cuando Pilar se enteró, se desmayó. Al reponerse rompió a llorar, mientras el doctor Morell decía: "Dejen que se desahogue. Que se desahogue lo que sea menester. Para la madre es fundamental".
El piso de la plaza de la Estación se convirtió en un sorprendente velatorio, puesto que la cuna y todo lo demás estaba preparado. Se oían toda suerte de comentarios. "Lo importante es que se haya salvado la madre", "Mejor esto que no que hubiera salido mongólica o algo así". Mateo, al oír esto, pegó un puñetazo en la pared. Comprendió que ignoraba cuál habría sido, llegado el caso, su reacción. En Gerona había varios subnormales profundos y por regla general los padres los querían mucho más. Él temía que no hubiera estado a la altura. Pero no era momento para elucubraciones. Había que consolar a Pilar, cosa difícil, porque ésta no hacía más que continuar llorando, sufrir y morder la almohada.
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