Pobre Jaime! Nadie podía vaticinarle, a lo largo de la jornada, lo que le ocurriría al llegar la noche. Los tres Reyes Magos se despojaron de sus disfraces, recobraron sus camisas azules y amparándose en la oscuridad penetraron en la librería por una puerta lateral -Facundo se había marchado ya-, y le pegaron a Jaime una tremenda paliza, hasta hacerle sangrar la boca y amoratándole el ojo izquierdo.
Jaime, por descontado, reconoció a los tres ex divisionarios, que salpicaron su gesta con palabras alusivas al Socorro Rojo, a los rusos y a la madre que los parió. Jaime chilló como un perro herido y al quedarse solo se fue, renqueante, al dispensario, que se encontraba lejos -cerca de Correos y Telégrafos-, para que le hicieran la primera cura. Allá no quiso revelar los nombres de los autores del atentado; se reservó para el día siguiente, convencido de que don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía, le haría caso.
Tiempo perdido. Don Eusebio Ferrándiz le recibió con semblante desolado. "Hay testigos?", le preguntó. "El testigo soy yo", contestó Jaime. "Entonces, me temo que no podremos formular una acusación en regla…"
El cantarada Montaraz no había sido el instigador del asalto, pero le ordenó por teléfono a don Eusebio Ferrándiz que diera carpetazo al asunto.
* * *
Las reuniones entre la élite femenina de la ciudad tenían lugar periódicamente. O bien en el salón del hotel Peninsular, o bien a domicilio, por rotación. Formaba parte de ellas, además de las mencionadas por Ignacio, Eva, la mujer de Moncho. Adela hubiera dado todas sus joyas para ser admitida, pero su marido era un simple telegrafista y la consideraban vulgar. Vulgar? Adela se tomó su venganza, apuntando directamente hacia María Fernanda, la esposa del gobernador. Puesto que Ignacio le había dicho paladinamente: "Adela, se acabó, vamos a terminar esto de una vez", la mujer, en cuanto pudo, se desquitó. Un par de miradas insinuantes a Ángel y se llevó el gato al agua. El muchacho picó, aun a riesgo de que su madre tuviera un ataque de nervios. Pero nadie había de enterarse. Ni siquiera Marcos, un bendito de Dios, como siempre.
Ángel no consiguió que Adela olvidara a Ignacio, como la Torre de Babel no conseguía que Paz olvidara a Pachín, pero era todo un hombre, tal vez con mayor experiencia que Ignacio, debido a la edad. El comportamiento de la pareja era digno del Kama Sufra, una embriaguez, un enajenamiento. Mientras Marcos estaba en Telégrafos enviando continuamente mensajes al Papa en pro de la salvación de Roma, Adela se refocilaba con su nuevo amor. Sabedora de las aficiones de Ángel a la fotografía, lo encandiló para que le sacara "desnudos" eróticos como para ilustrar los cuentos de Boccaccio. Ángel había saltado de los locos y los ancianos a los caprichos de una mujer febril, cuyo íntimo deseo hubiera sido llegar a supervedette del Paralelo, en Barcelona.
No, nadie estaba enterado de este emparejamiento, por lo cual la élite femenina de la ciudad se veía obligada a dar pábulo a otros rumores. Últimamente, además del incidente de Jaime, que se saldó diciendo que se trató de una riña personal con un borracho, los dardos apuntaban hacia Solita… y Rogelio! "Se conocieron en Rusia, y estas cosas pasan…" "Yo opino que Solita tiene perfecto derecho a tener un amante". "Sea lo que sea, es una muchacha estupenda". "De todos modos, es bastante mayor que Rogelio". Etcétera.
Las reuniones eran dispares, heterogéneas. Si alguien conseguía hilvanar el diálogo, era precisamente la benjamina del grupo, Ana María. A ésta no le gustaba el chismorreo. Tal vez, con la edad, modificara su criterio; pero, de momento, prefería creer que la gente era honrada, excepto cuando una guerra andaba de por medio. También la ayudaba Eva, metódica en su manera de hacer y que era la que les aportaba las noticias más interesantes; por ejemplo, que por fin el doctor Fleming había podido rematar sus estudios sobre la penicilina, gracias a lo cual ya se había hecho una prueba en España -el medicamento procedía del Brasil-, curando en cuestión de un par de días a una niña madrileña llamada Amparito Peinado, que padecía una mortal infección.
María Fernanda, tan aprensiva siempre -le temía al cáncer-, comentó:
– Le diré a mi marido que tenga siempre penicilina en casa…
– No es fácil conseguirla.
– Se hará lo que se pueda.
Ana María, Charo y Eva eran las únicas mujeres del grupo que no habían tenido hijos. En una de las tardes en las que les dio por abordar el tema -el bridge lo jugaban por las noches-, les pusieron como ejemplo el último premio de natalidad: María Martínez Rodríguez, de Barcelona, acababa de enviudar, tenía treinta y ocho años y había traído al mundo veinte hijos.
– Jesús! -protestó Esther-. Manolo dice que eso debería de estar castigado por el Código civil…
Aparecieron en Gerona las minimotos Soriano, flamante innovación. La primera muchacha que se paseó por Gerona montada en una de ellas fue Gracia Andújar. Sorteaba los obstáculos con una elegancia impar. "Gracia tiene clase y se entenderá muy bien con José Luis". Por cierto, que la única mujer del grupo que sabía conducir coche era Esther. Se habían comprado un Studebaker y a menudo se iban todas con él a inspeccionar las obras del chalet que Ángel les construía en S'Agaró. En estas excursiones lo pasaban divinamente comentando la belleza del paisaje de Gerona a la Costa Brava. Tierra ubérrima, tupido arbolado, masías centenarias y, de pronto, el mar. Las obras avanzaban y Ángel les había prometido que a principios de verano estarían concluidas. "Ya lo sabes, Ángel -le repetía Esther-. Quiero que la fachada sea blanca, como en mi tierra". "No hay inconveniente. Al lado del Mediterráneo, la solución es correcta". Tendrían piscina y pista de tenis. Más adelante, tal vez, un yate como el de don Rosendo Sarro.
Charo conocía muy bien a aquellas mujeres porque todas acudían a su flamante peluquería -peluquería Charo-, en la que ella no se ensuciaba los dedos. Tenía dos dependientas muy capaces y lo que Charo hacía era dirigir y, por descontado, cobrar. Se puso de acuerdo con Dámaso y repartía a las clientes unos sobres perfumados que hacían las delicias de los amantes de la limpieza. Sus preferencias iban para Esther, pese a que ésta últimamente parecía desentenderse un poco de las preocupaciones sociales que la absorbían tiempo atrás.
– Te das cuenta, Esther? Estamos en plena guerra… Cuántas personas, en el mundo, viven como tú?
Esther hacía un mohín y dejaba en el cenicero la larga boquilla que le regalara Ignacio.
– Sí, comprendo muy bien lo que dices. Y a veces me asusta tanta felicidad… Temo que de repente caiga un rayo del cielo y todo salte por los aires.
– Por qué? -intervenía la condesa de Rubí-. La vida tiene altibajos. Hay que saberlos aprovechar… Mi marido opina que antes de la guerra civil y en sus comienzos lo pasó fatal. De modo que si ahora se toma un whisky lo saborea a modo, mientras contempla los cachivaches que los Reyes Magos le trajeron a Augusto.
Fue Carlota la que les habló de que un ingeniero español llamado Alejandro Goicoechea, asociado con el financiero José Luis Oriol, había presentado un tren articulado ligero que se llamaría Talgo. "Va a ser la revolución". Al mismo tiempo, otro español, Teófilo Gaspar Arenal, había inventado un producto para conservar los frutos de la tierra por tiempo indefinido. "Otra revolución".
Esther cortó por lo sano.
– Pase lo del Talgo… Lo del señor Teófilo, esperaremos sentadas.
Ana María, que de vez en cuando hacía un viaje a Barcelona -siempre en coches de primera-, habló de un elefante llamado Perla que había sido regalado a la ciudad. Tenía 17 años y era precioso. "Millares de niños fueron a esperarle al parque de la Ciudadela. Y con la excusa de los niños, fueron también los mayores".
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