Otras veces le escribía Padrosa, robándole un tiempo a la incansable labor que, junto con la Torre de Babel, desarrollaba en la Agencia Gerunda. "Cefe no se da cuenta, porque es más vanidoso que el comisario Diéguez, el del clavel blanco en la solapa. Pero pronto el alumno superará al maestro. Últimamente les ha vendido un cuadro a los hermanos Costa, un cuadro representando las preciosas casas colgando sobre el río Oñar, y ahora se dispone a pintarle un retrato a Silvia, una manicura que tú no conoces y que, por cierto, está a punto de contestar "sí" a mis honestas proposiciones. No sé si ahí lees periódicos. Si llega alguno, presta atención. Esos japoneses se meten donde no les llaman! Y los Estados Unidos, claro, no han tenido más remedio que gritar: "sálvese quien pueda". Recuerdos de la Torre de Babel, que todavía sigue creciendo. Un abrazo, Padrosa".
También a veces recibía carta de Ignacio. Éste parecía rebosante e intentaba darle ánimo. "Me alegro mucho de que estés bien, y de que gracias a haber trabajado en el Banco Arús ahora te hayan destinado al economato, dejando el pico y la pala. Descansa todo lo que puedas y no fumes demasiado. El día que me case con Ana María -no sé cuándo será- iremos a verte, si nos dan permiso, que espero que sí. Hay mucha nieve en la Sierra? Mateo me dijo que teníais todos una gota helada en la nariz. Es curioso que algunos obtengáis permiso para ir al cine a El Escorial y a las fiestas del Guadarrama. No te imagino bailando la conga, aunque, quién sabe… La vida tiene sus caprichos. Podías imaginar que Padrosa y la Torre de Babel tendrían un día mucho líquido en el banco? Pues ahí están. Agencia Gerunda. El no va más. Te envío el último recorte de Amanecer en el que anuncian su gestoría. Agencia Gerunda lo resuelve todo. Lástima que no puedan resolver con un papel y una póliza tus seis años y un día. Pero se habla de un indulto para la próxima Navidad. Ojalá sea así. Es cierto que te has dejado creer la barba? Yo me dejé crecer el bigote, aunque a Ana María no le gusta mucho. Mi gratitud, como siempre. Ya lo sabes. Un fuerte abrazo, Ignacio".
Alfonso Reyes, al recibir estas cartas, respiraba hondo, aprovechando que, en efecto, ya no trabajaba donde los barrenos, cuya polvareda destrozaba los pulmones. Tampoco estaba expuesto, como tantos otros, a la silicosis. Llevaba un gorro que le había regalado un ex legionario y en el economato tenía estufa. El ambiente en Cuelgamuros era de camaradería y hermandad, a menudo incluso con los guardianes. Se podía dejar un billete de cinco duros en la ventana con la seguridad de que nadie lo cogería.
Y si alguien necesitaba algo, los voluntarios acudían al instante. Dentro de la dureza de las obras, el reglamento se había suavizado. Las esposas de los prisioneros podían pasar con ellos los domingos y las parejas se hacían el amor bajo los árboles o detrás de las rocas. Continuaban sin alambradas para evitar las huidas, pues se demostró que nadie tenía este propósito, a sabiendas de que no llegaría lejos. Un par de anarquistas que lo intentaron, se jugaron el pellejo. Lo mismo que en el frente, terminado el trabajo cada preso demostraba su aptitud. Había un campesino gallego que sabía hacer sombras chinescas en la pared. Un tal Espárrago, alto y delgado, tocaba la guitarra. Alfonso Reyes había descubierto que, valiéndose de los dedos y de los labios, podía imitar onomatopéyicamente toda clase de animales, desde el gallo tempranero hasta el lobo de las estepas. Un hombre mayor, Federico, de Castellón de la Plana, que pergeñaba poesías -"Romancero de la tierra"-, les leyó lo último que escribió Miguel Hernández, que acababa de morir, el 28 de marzo, en la cárcel de Alicante: Adiós, cantaradas y amigos. Despedidme del sol y de los trigos. Este "Romancero de la tierra" eran cantos a la clandestinidad y los papeles iban a parar a la hoguera después de ser recitados. Federico lloró por la muerte de Miguel Hernández, al que consideraba una síntesis de Lorca y de Machado.
Aquellas gentes querían vivir. Rebasaban el millar, de suerte que había muchos pueblos en España con un censo inferior. Angustias, congelaciones, mareos. Y tres o cuatro accidentes mortales. Los muertos no pudieron ser enterrados en aquel valle, que estaba destinado a los vencedores. El arquitecto, don Pedro Muguruza, lo visitaba con mucha frecuencia. También el general Moscardó, detrás de sus gafas impenetrables y el general Millán Astray, que se las arreglaba para combinar distribución de tabaco y arengas. Y por descontado, Franco visitaba también su "mausoleo", al que muchos consideraban su "querida". Franco llegaba de improviso, con su escolta de metralletas y ante su aparición todo quedaba paralizado. Siempre hacía algún donativo a los presos y se pasaba largos ratos contemplando Cuelgamuros desde todas las perspectivas. La cruz iba a tener, en efecto, ciento veinte metros y se la suponía la más alta de la cristiandad. Franco decía que había que hacer "el monumento que simbolizara, que representara plásticamente las virtudes raciales, como las del heroísmo, el ascetismo, el espíritu aventurero, el afán de conquista, que definían lo español como una unidad de esencia sublime y una permanente aspiración hacia lo eterno". Según él, "el Valle de los Caídos era algo insólito, algo que rebasaba lo normal. Era una pretensión con dimensiones de historia. Debía ser nada más y nada menos que el altar de España, de la España heroica, de la España mística, de la España eterna".
Félix tenía quince años, aunque parecía mayor. Su vida eran el dibujo y la pintura. Ya no dibujaba bicicletas en el mar. Seguía los consejos de Cefe: "Academia, mucha academia". En casa de Padrosa, la madre de éste, viuda, cuidaba de los dos. Padrosa era bajito y vanidosillo y llevaba siempre corbata roja. Félix, un buen día, al entrar en el estudio de Cefe, se encontró con una modelo, una muy joven pupila de la Andaluza, posando desnuda. Era la primera mujer desnuda que veía al margen de los libros de arte. Su impresión fue fortísima. Se conoció a sí mismo e intuyó que el mundo era más ancho de lo que había imaginado. Cefe le dijo: "Ya es hora de que vayas acostumbrándote". La pupila comentó: "Vaya consejos! No comprendes que a esta edad no pueden pagar? La Andaluza le daría una tableta de chocolate…" Félix no era muy fuerte y tenía los pies planos. Padrosa le dijo: "Tanto mejor. Así no tendrás que hacer la mili".
* * *
Entretanto, Manuel Alvear, la espina que, aparte de Pachín, Paz llevaba clavada, decidió por fin que sí, que lo del seminario le iba. No se atrevía a decírselo a su hermana y pensaba: "A final de curso lo sabrá". Mosén Alberto le interrogó a fondo temiendo que su pretendida vocación fuera un acto de rebeldía contra el ateísmo que había vivido en su hogar.
– Cuándo notaste que te gustaba la sotana? -le preguntó el sacerdote.
El muchacho, expansivo cuando hablaba de los demás, titubeaba al hablar de sí mismo. En esta ocasión acarició la boina vasca que le regaló "tío Matías" y que posaba en sus rodillas'.
– No sabría decirle… Ha sido poco a poco. Es difícil precisar.
– No puede tratarse de una simple corazonada?
– No, no, al contrario. Al principio, así lo temía y procuraba apartarlo de mi pensamiento. Y además, me daba miedo mi hermana, que me quiere mucho y que no se merece que le dé este disgusto.
– De todos modos, cuando llegaste de Burgos no podías ni soñar con que te ocurriera esto…
– Desde luego que no… -otra caricia a la boina-. Entonces los curas para mí eran todos fariseos. Y es que en mi tierra se portaron muy mal…
– Supongo que no habré sido yo quien haya intentado influirte -y mosén Alberto esbozó una sonrisa.
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