Mosén Alberto estaba decepcionado. Era el único contraopinante del señor obispo, el único al que éste, por su autoridad moral, consentía que le formulara reservas.
– De verdad cree usted, señor obispo, que la población no sufrirá un empacho? Piense que durante la guerra hubo sacerdotes que frotaban con una medalla de la Virgen las balas, para hacer mejor puntería…
– No veo el empacho por ninguna parte -replicaba el doctor Gregorio Lascasas-. Lea esta noticia: mil novecientos ferroviarios han hecho ejercicios espirituales cerrados, impartidos en colegios y fábricas.
– Pero eso son manifestaciones externas, como los niños que usted bautizó y las parejas que unió en matrimonio. Si no estoy equivocado, lo que importa es la conversión interior. Los efectos de la misión de Barcelona no serán probablemente mayores que los de los bautismos en masa de san Francisco Javier en Asia, a finales del siglo XVI.
– Entonces, qué querría usted? -el doctor Gregorio Lascasas se sonó con estrépito-. A misa los domingos y sanseacabó?
– Nada de eso. Pero entiendo que deberíamos dosificar las cosas. Hemos pasado de un extremo a otro extremo, como ya ocurrió con los Reyes Católicos, Isabel y Fernando…
– Qué tiene usted en contra de los Reyes Católicos? -y el obispo se acarició el pectoral.
– Que olvidaron que catolicismo significa universalidad. La religión pasó a ser una secta nacional y ello impregnó toda su política de expansión y represión, como ocurre ahora con el general Franco. Por eso me permito recordarle una frase de Castelar: No hay nada más espantoso que aquel gran Imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta. No tenemos agricultura, porque expulsamos a los moriscos; no tenemos industria, porque expulsamos a los judíos; no tenemos ciencia, porque encendimos las hogueras de la Inquisición…
– Ah, mi querido mosén Alberto! Le gustan a usted ese tipo de síntesis, verdad? Yo podría contestarle con otras… A quién hemos expulsado nosotros de España? A los rojos, que estuvieron a punto de matarle a usted, aunque tuvieron que contentarse con matar a sus dos sirvientas… Dejando aparte al insigne Castelar, ha leído usted un curioso libro del arcipreste de Ribadeo, titulado Futura grandeza de España según notables profecías?
– No, lo siento… Tiene algo que ver con lo que estamos hablando?
– Estimo que sí… Ahí están recogidas las profecías de los videntes más variados. La madre Ráfols, Isabel Canori, santa Brígida, el beato Factor, etcétera. Todos apuntan en la misma dirección: la grandeza de España ha de llegar, y llegar del brazo del catolicismo más acendrado, sin que haya lugar para ninguna otra religión. Pues bien, pese a algunos excesos, creo que estamos en el buen camino… Y le voy a repetir a usted una frase de un hombre poco sospechoso!: Indalecio Prieto. Indalecio Prieto acaba de declarar en Méjico, y eso lo he sabido por el padre Jaraiz: Mucho, demasiado nos pesan los cadáveres de los trece obispos asesinados y los de los millares de sacerdotes. Ello significa que se han dado cuenta de que aquella semilla de mártires está ahora dando fruto…
Mosén Alberto, de repente, se sintió cansado. A veces pensaba que no había nacido para enfrentamientos dialécticos, sino para enriquecer el Museo Diocesano y recorrer la provincia junto al hijo del gobernador, Ángel, fotografiando los monumentos románicos. Ambos habían iniciado su labor, pese al frío reinante y a que anochecía temprano. Las pocas horas de luz les obligaban a madrugar, como cuando mosén Alberto tenía que celebrar aquella misa a las cuatro de la mañana para los cazadores. En varias "Alabanzas al Creador", publicadas en Amanecer, había dado pública cuenta de su gestión. Advirtiendo que el doctor Gregorio Lascasas estaba también cansado -estaba tan poco acostumbrado a que le llevaran la contraria!-, cambió de tercio y le puso al corriente de esa obra en que se había empeñado.
– Adelante, adelante… -le animó el obispo-. Más arte románico, y menos frases de Castelar.
* * *
El doctor Andújar continuaba ejerciendo de psiquiatra en el manicomio y en la consulta particular. En ésta obtenía éxitos, pero que no tenían repercusión en la calle. Éxitos anónimos. A él le daba igual. Lo que pretendía era ser eficaz. Amaba mucho a los locos, a los que trataba con gran cariño y de los que decía que a menudo daban ejemplo y soltaban verdades como puños, especialmente los esquizofrénicos. "La esquizofrenia es, en lenguaje profano, la rotura de la personalidad. Eso se da frecuentemente después de las guerras o de una etapa de infortunio". Sin saber exactamente por qué, asociaba esta palabra con el "amor" de su hija, Ricardo Montero. Últimamente se había enterado de que vieron al ex alférez dando tumbos por la noche, en compañía del capitán Sánchez Bravo, después de haber bebido más de la cuenta. Decidió, como al comienzo, esperar y no alertar a su hija, Gracia Andújar. El gigante se caería por sí solo. Gigante de los pies de barro? "Seamos más precisos. Un hombre tarado, que un padre no puede desear para una hija inexperta como los ángeles".
El doctor Andújar, sabedor de que en aquella guerra "de los cinco continentes" se estaba decidiendo el porvenir del mundo, desde un principio se propuso analizar, dentro de lo posible, la personalidad de Hitler. "Me interesan sus hábitos, su patología. A través de esos datos tal vez pueda aventurarse lo que va a ocurrir, las decisiones que el Führer tomará".
No le iba a resultar fácil recoger información. Contaba con Eva, la mujer de Moncho, con las revistas alemanas, con los discursos de Goebbels, con Mi lucha y diversos libros que se habían traído los fugitivos de Alemania, algunos de los cuales habían recaído en su consulta, otros, en la clínica del doctor Chaos. Se enteró de que Hitler era un maníaco de la limpieza, que cambiaba de camisa cuatro veces al día. Como calzado, no quería más que unos botines flexibles o unas botas con cañas blancas. Raramente, zapatos, que siempre tenían que ser de color negro. No llevaba cinturón, ni chaleco, pero utilizaba tirantes. Le gustaba llevar la cabeza descubierta, con un coqueto mechón sobre la frente. Cuando las circunstancias le obligaban a llevar sombrero o quepis, lo inclinaba ligeramente sobre la oreja derecha con la visera tapándole los ojos.
Hitler no llevaba joyas, ni anillos, ni reloj de pulsera. Guardaba un viejo reloj de oro, sin cadena, en el bolsillo de su chaqueta, pero siempre olvidaba darle cuerda. Había dicho que "piedad, bondad y clemencia" eran cualidades de esclavos. Afable en sociedad. Amigo de los artistas, los niños y los animales. Galante con las damas. Hitler era el compendio de una crueldad implacable y una maldad viciosa. Su ciclópea voluntad parecía poseer el increíble poder de paralizar los espíritus. En 1938 Churchill se atrevió a decir: "Si Inglaterra tuviera que defenderse de la anarquía, yo rogaría a Dios que le mandara un hombre del valor de Hitler".
En el curso de sus arengas se deshidrataba hasta el extremo de perder varios kilos de peso. Esta pérdida la compensaba con la absorción del contenido de botellas de agua colocadas al alcance de su mano. Lo primero que tomaba al despertar era una infusión de valeriana, detalle que Moncho hubiera aprobado. Había llegado a fumar cuarenta cigarrillos diarios, pero lo dejó. Tampoco bebía alcohol. Nunca llevaba dinero encima. Se lo prestaba Goering. Su modestia contrastaba con la suntuosidad de los edificios que planeaba, junto con su arquitecto Speer, al que, por cierto, el hijo del gobernador, Ángel, detestaba. Jamás consintió en desnudarse, ni parcialmente, ante testigos. Jamás se dejó radiografiar el pecho, porque hubiera tenido que mostrar el torso desnudo ante los doctores. Lloraba a veces, por ejemplo, cuando se le moría un canario o escuchando a Wagner. En su visita a París, después de la ocupación de la capital, al encontrarse ante la tumba de Napoleón dijo: "Éste es el momento más grande de mi vida".
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