No importaba. Tratábales por compañeros, que al fin ninguna diferencia era apreciable entre nosotros, ya que muchos de ellos tenían legitimado el origen; les sentaba a mi mesa en la taberna y en la posada, convertidas ahora en mi castillo, comportándome como el faraute que era, ya que nunca me dejó mi padre ser otra cosa. El cual al negarme nombre y regalías me transformó en rey, ya que los hombres y las mujeres voluntariamente se convertían en mis vasallos, según se esforzaban en contentarme y rodearme en corte, haciéndoseme más necesario a veces dejarlos que llamarlos.
Alguna influencia lunar debió de quedarme por herencia junto con los dineros, pues a ninguna moza de buen tomar le quedaban ocultos lunares que no le conociera. Cuantas residían en diez jornadas a la redonda aguardaban verme aparecer por aquella ruta que tan sabida me resultaba.
Los posaderos se sentían honrados acogiéndome, y el raudal de su vino se derramaba al empuje de mis dineros. Pues la fiesta siempre estaba bien concurrida, ya que nadie desconocía mi llegada. Y cuando yacían todos borrachos sobre las mesas y el suelo, continuaba en la alcoba, donde todas las mozas de la posada se esforzaban en complacerme, animadas sin duda por los gentiles posaderos, que se desvivían para dar bocados a mi bolsa. Y si escaseaban allí donde iba no había dificultad en llevarlas conmigo, para descubrir juntos ocasiones nuevas y lugares propios, como aquella bodega, que era fama encerraba el más rico tesoro del reino, custodiado por un celoso y experto cancerbero.
Rudo resultaba el bodeguero Puercovín. La única virtud reconocida era poseer aquella prodigiosa gruta poblada de olientes odres y panzudos toneles, verdadera morada de los dioses gustadores del agraz y el embocado, cuya visita negaba a los puros porfiadores, pues proclamaba que jamás los cerdos debían pisar el templo. Ignoro en qué casilla me tendría clasificado, mas cierto era que mis dineros le ablandaban, que a tan espléndido caballero y fino catador correspondía honrarle; se mostraba reverencioso cuando alcanzaba ganancia, mientras humillaba la frente y se embolsaba el oro.
Descendía a la cueva acompañado de las mozas gallardas y reidoras, destripando la ambrosía contenida en los ventrudos cuencos, y cuando las deleitosas tragantadas rebosaban el vino, lo derramaba por entre los senos de las mozas, tan remontados algunos que se saltaban desbocados el escote. Y como Puercovín lloriqueaba desesperado -pues su tosquedad se tornaba en sensiblería cuando de su vino se trataba-, con lamentos de que no merecía el suelo, húmedo y oloroso de tierra roja de mantillo de roble, una sola gota de aquel aloquillo pintón, para evitarle el sufrimiento lo recogía entonces con la boca, mientras se incrementaban las risas de mis bacantes, que me ofrecían sus orondas tetas descubiertas para que les sorbiese el caldillo que por ellas resbalaba. Y tal era el entusiasmo de algunas que me presionaban la cabeza, y al hundirme me faltaba el aliento, con lo que al separarme para tragar ansioso el aire aumentaba la fiesta y porfiaban cada una en hacerme boquear más recio.
Cuidaban mucho de ensalzarme las virtudes que ellas apreciaban, mas sabía yo que me acompañaban al tintín de los dinerillos, que otro fuera el paje si no mediara el oro. Pero disimulaba, pues, ¿qué me importaba si me ofrecían cuanto pudiera solicitarles? Decían ellas que otro más bravo y aguantador no conocían, pues les bramaba como tormenta hasta adormecerme por el cansancio y el agotamiento final.
Más prolongado hubiera sido el disfrute de los plazos si me requirieran algún esfuerzo. No así, y el transcurso de los años me generó empacho, a cuyo amparo nació en mí un sentimiento vano, un vacío en el alma que ya no se colmaba con las compañías, ni con mujeres jóvenes, ni con cualquier inventada orgía. Mi ansiedad se convertía con el tiempo en más profunda y tensa, hasta ganarme una desazón general que acabó sumergiéndome en dudas e infinitos anhelos, mas no acertaba a definir aquella desconocida sensación insatisfecha.
Nunca antes reparara en los frailes, a los que en principio juzgaba enfadosos, después divertidos por aquel empeño en censurarme una vez que hube perdido la protección del conde, mi padre, que antes no se atrevieran, y cierto que encontraba burlesca la señal de la cruz y el vade retro con que me señalaban. Que nunca distinguí si me era dirigido en exclusiva o alcanzaba a la compañía de mujeres y hombres. Aun cuando todavía importaba menos a mis amigos, a los que sólo les acrecentaba la risa y la burla. Y yo acababa invitándoles a acompañarnos, pues mis fiestas abiertas estuvieron siempre a cuantos llegaban; me divertía verles retirarse, apresurados, invocando protección con ensalmos y latines, mientras me exorcizaban como a demonio.
Mas el espíritu taladra la materia como la gota de agua a la roca. Acabaron triunfantes. Y la razón me es ahora evidente: viven asidos al tiempo inmutable y se suceden como los granos de arena en el reloj; ninguno cambia ni se pierde, encuéntrense arriba o abajo. Mientras que entre mis dedos escurría la arena de la vida en una huida sin retorno.
Hasta que ojos y entendimiento se me fueron inundando con la parla de los monjes negros. Más iluminados nunca conociera otros. Insistiéronme en que fijara el alma en lo divino y despreciase el mundo vano. Y aunque no comprendía al principio, sin desentenderme totalmente de mis aficiones, que día a día se me presentaban más pesadas, en una temporada dime en cavilar sobre mi destino incierto. Mis dudas concluyeron un buen día mediante un aldabonazo en la puerta del monasterio más cercano: entre guerrero y fraile, que tal era mi alternativa, me acogí al sagrado y a la cogulla. Me pareció mayor el porvenir.
Gozosa me era la beatitud de mis hermanos frailes. Placentera la paz conseguida, el discurrir de los días consagrados al servicio de Nuestro Señor, alabando su Gloria. Aunque el cambio me resultase duro, pues de sobrarme tiempo y descanso andaba ahora peleando con el sueño, enredado con los nocturnos, levantándome a la media noche para bregar con los siete salmos, y por si faltaban se añadía otro más por la casa real, seguíanle maitines y laudes por los difuntos y por Todos los Santos, misereres y antífonas, vísperas y completas, retiros y capitulares, letanías y lecturas, que apenas quedaba tiempo para el trabajo, y además, como ayunar era obligatorio, al no haber con qué comer se combatía el hambre rezando.
Al fin, me descubrió el enemigo y comenzó un ataque sañudo, vengándose de que le hubiera abandonado -según se consolaba el prior-, pues siendo encendida mi devoción, tanto más violento era el ataque cuanta más calidad hallaban en el cristiano.
Tan espesa cohorte formaban a veces en derredor que no quedaba entre ellos espacio, y su presión me llevaba a desfallecimientos de espíritu y angustias de corazón. Pero nunca me faltaba el consuelo cierto de nuestro santo prior, quien se los conocía de antiguo, pues que soportaba él tan abundante cortejo demoníaco -compañía que nadie osara envidiarle-, siempre presidido por Meliar, al que los suyos intitulaban de abad, pues le estaban sometidas setenta y dos legiones, cada una compuesta de seis mil y seiscientos sesenta y seis que hacían en total cuatrocientos setenta y nueve mil y novecientos cincuenta y tres diablos, ya que Meliar estaba de non, cada legión albergada en el cuerpo de un monje y Meliar en el del santo prior, pues era muy respetuoso con las jerarquías.
Tanta era la soberbia de aquella hueste que para convencerme, y así pudiera juzgar por experiencia, me levantó el prior antes de nocturnos; encontramos que mientras los monjes permanecían en el sueño, reuníanse los demonios a capítulo en la sacristía, donde hacían divertimento con la parodia de imitarnos, contando al su abad Meliar las muchas argucias usadas para turbarnos las conciencias.
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