Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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Asentí, porque le seguía y porque me dio la sensación de que si no asentía volvería a explicármelo. Kyriakos era un hombre meticuloso, demasiado para tenerle puesto un precio a su tiempo, quizá. Mi asentimiento le confortó:

– Espléndido. Me agrada mucho tratar con usted, señor Moncada. Pues bien, todo esto nos lleva al siguiente razonamiento: hay que caer en una franja de desequilibrio, para poder entender hasta qué punto la violencia es el pilar sobre el que se asienta nuestro orden. ¿Y cómo es posible caer en una franja de desequilibrio? Lo cierto, señor Moncada, es que no es tan difícil como la mayoría de la gente piensa. Una combinación de azar y de culpa, como siempre pasa en la vida, puede llevarle a uno allí con relativa facilidad. Desde luego, hay franjas en las que será más improbable caer, dependiendo de la situación de cada uno. Ninguna aviación extranjera ha bombardeado nunca las ciudades de Estados Unidos, y esto es una tranquilidad casi indestructible para un americano; una tranquilidad de la que no goza, por ejemplo, un iraquí. Pero otras franjas están a nuestro alcance, o quizá sería mejor decir que somos nosotros quienes estamos al alcance de ellas. Y cuando un hombre normal, un hombre que ha vivido toda su vida en zonas de equilibrio, cae en una franja de desequilibrio, la súbita comprensión de la violencia y de su cometido desencadena en su espíritu fenómenos extremadamente notables.

Kyriakos se interrumpió. Se echó hacia atrás completamente y una vez que se hubo instalado a placer en el sillón comprobó la posición de su corbata, extendida de modo irreprochable a lo largo de su pecho y de su abdomen. Era un abdomen estrecho y liso como una tabla. Luego descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en la disposición inversa. Sin dejar de mirarme, sacó del bolsillo interior un paquete de caramelos.

– ¿Quiere uno? -me ofreció-. Son muy buenos, sin azúcar.

– Gracias -rehusé.

– Si yo fuera usted admito que habría alguna posibilidad de que tuviera la boca seca y por tanto un caramelo me sería de ayuda -conjeturó-. Pero claro, no todos los hombres están hechos del mismo material. Hay algo, sin embargo, siguiendo con nuestro asunto, en lo que casi todos los hombres, me refiero a casi todos los hombres que siempre han vivido en zonas de equilibrio, coinciden: una defectuosa conciencia del propio cuerpo. La culpa la tienen los analgésicos, la vida sedentaria, la calefacción, el aire acondicionado. En una franja de desequilibrio, cuando la violencia empieza a actuar sobre uno, esa falta de conciencia se revela como una verdadera desventaja. Y recíprocamente, para aquel que ejerce la violencia, se trata de una ventaja, porque opera como mecanismo economizador. Con mucha menos dosis es factible alcanzar satisfactoriamente los fines a los que la violencia sirve. Si un hombre, por su inconsciencia pasada respecto de su propio cuerpo, puede aterrorizarse porque le arranques una uña, no habrá necesidad de cortarle una mano con el machete. Lo malo, para el que cae en la franja, es que la violencia tiende a manifestarse por exceso, y a veces sin ningún sentido de la medida imprescindible. Medir requiere atención y no todo el mundo tiene tiempo, o la disposición precisa. A menudo, además, hay violencia de sobra y no hace ninguna falta ahorrarla. Se puede administrar con largueza, lo que multiplica indeciblemente sus efectos. Esto pasa, por ejemplo, cuando quien ejerce la violencia puede concentrarse, porque no tiene demasiadas víctimas a las que atender.

La sonrisa de Kyriakos se había ido abriendo poco a poco, hasta llenarle el rostro, aquel rostro angosto y terrible sobre el que chispeaban sus ojos. Eran verdes, del mismo tono claro que las pintas de su corbata. De pronto, la sonrisa desapareció.

– Con esto llegamos a donde queríamos llegar, señor Moncada -aunque seguía marcando cada sílaba, como un locutor televisivo, ya no había afecto en el tono de Kyriakos; sólo una helada corrección-. Me incumbe el penoso deber de informarle que ha caído en una franja de desequilibrio, y que existe a su disposición una cantidad ilimitada de violencia. Antes le advertí que nuestro tiempo es costoso, pero ahora debo añadir que nos ha sido comprometida una sustanciosa suma, lo suficientemente sustanciosa como para que nos compense concentramos en usted, durante todo el tiempo que haga falta para despertar en usted la dormida conciencia de su cuerpo e ilustrarle de forma práctica sobre toda la teoría que hemos estado repasando. Ni Greg, ni Keith, ni yo, nos veremos perturbados por ningún impulso o pensamiento ajeno a nuestra tarea.

Proferida su amenaza, se quedó repantigado en el sillón, chupando el caramelo y observándome con un gesto inexpresivo, como Greg y Keith, pero éstos más atrás, incómodos en las sillas demasiado pequeñas para su tamaño. Durante un lapso eterno, estuve apostando conmigo mismo sobre quién sería el primero en levantarse y acometerme, Greg o Keith, o ambos a un tiempo, o quizá incluso Kyriakos. Aunque fuera menos robusto que los otros, qué iba a hacer yo (a lo mejor a Greg y a Keith sólo los quería para eso, para que le cubrieran e hicieran desistir a la víctima de cualquier resistencia). Al fin fue Kyriakos quien se levantó, pero no me acometió, sino que se fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua, porque el caramelo no debía ser bastante. La verdad era que había hablado mucho y bien. Bebió con ganas y luego enjuagó y secó con un trapo el vaso. Sin duda, era gente respetuosa. Desde allí, desde la cocina, Kyriakos se dirigió de nuevo a mí:

– Dicho todo lo anterior, que le ruego retenga en su memoria, a los efectos que luego le indicaré, me resulta mucho más grato darle mi buena noticia. Sí, señor Moncada -reafirmó, para vencer una hipotética incredulidad por mi parte-, traigo una buena noticia. Quien nos financia, mis amigos, Keith y Greg y yo mismo, somos personas piadosas. Y por eso, aunque no tendríamos ningún inconveniente, como queda dicho, en hacerle sentir los rigores de la franja de desequilibrio en que ha caído, queremos someter a su aprobación otra forma de solucionar la situación que se nos ha creado a todos.

Kyriakos vino de nuevo al sillón, frente a mí. Se sentó, pero esta vez no se echó hacia atrás. Se quedó inclinado hacia adelante, hacia donde yo estaba.

– La solución es sencilla, pese a la gravedad del problema -aseguró, conciliador-, y confío en que la comprenda y no se oponga a ponerla en práctica. Para ello le ruego que tenga la bondad de revisar su actividad de las últimas semanas. Si lo hace con cuidado, estoy convencido de que dará con algo de lo que no está contento. Algo que hizo pero no debía hacer, o algo que dejó de hacer y debería haber hecho. ¿Ya lo tiene?

La pregunta me cogió desprevenido, pero no creí que pudiera callarme.

– No sé -tartamudeé, y sin saber lo que iba a decir, seguí-: ¿Es que…?

– Chist. No me lo diga -rechazó Kyriakos, cerrando los ojos-. Es algo que tiene que tener claro en su interior, no decírmelo a mí para que se lo confirme o se lo desmienta. Por otra parte, y desdichadamente, ni yo ni mis amigos Greg o Keith podemos serle de ayuda para eso. Ignoramos qué es lo que debe hacer o dejar de hacer. ¿Lo tiene usted?

– S…Sí -me doblegué, desconcertado.

– ¿Está seguro?

– Sí -repetí, persuadido por el terror que me inspiraba la proximidad de las manos de Kyriakos, finas y esqueléticas como su rostro. En la izquierda tenía la cicatriz de un arañazo reciente, una costra negruzca sobre un surco rojizo en su escasa carne.

– Bien -suspiró Kyriakos-. Ahora ya sabe lo que tiene que corregir.

Volvió a acomodarse en el sillón, se aflojó un milímetro el nudo de la corbata, me miró con simpatía. Parecía relajado, y también Greg y Keith, aunque estaban más lejos y eran más hieráticos y por tanto yo podía apreciarlo peor.

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